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Lola Valladolid - El seductor, la chica y el coche

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Lola Valladolid El seductor, la chica y el coche
  • Libro:
    El seductor, la chica y el coche
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  • Año:
    2016
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El seductor, la chica y el coche: resumen, descripción y anotación

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Pedro Espejo Díez

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El seductor, la chica y el coche, n.º 108 - febrero 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-7821-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Lady, keep driving!

M.G.M.

Singinín the rain

PARTE I

El encuentro

Capítulo 1

Paseos de cine

A veces, durante las duermevelas y los momentos de reposo entregados al ensueño, me entretengo recreando esas secuencias de viejas películas americanas —siempre las mismas y tantas veces vistas— en las que sus protagonistas aparecen dando un paseo en coche. Vuelvo así a ver a Rick e Ilsa paseando en coche por París antes de su reencuentro en Casablanca; o al distinguido Max de Winter ofrecer reiteradamente dar un paseo en coche a la jovencita que ha conocido en Montecarlo, donde se ha refugiado tras la muerte de su bella esposa, Rebeca; o al exdetective Scottie, aquejado de vértigo, y la enigmática Madeleine haciendo una excursión por los alrededores de San Francisco, tratando de burlar, sin saberlo, el trágico destino de su amor; o incluso a Don Lockwood y Kathy Selden, los protagonistas de Cantando bajo la lluvia, en ese breve trayecto en coche por una avenida de Los Ángeles que recorren mientras se zahieren con ingeniosidades sin dejar a la vez de enamorarse; y vuelvo a ver también a la hermosa y enamorada Ángela Vickers conduciendo velozmente su coche y tratando de distraer al joven y atormentado George Eastman, hasta que son detenidos por un motorista de la policía; y siempre a Philip Marlowe besando a Vivian Sternwood en el interior de un automóvil detenido en mitad de la nada, y volviendo luego a subir juntos a otro para enfrentarse a sus miedos y dejar suspendido el destino incierto de su amor. Solo el cine puede transformar un hipnótico e inesperado encuentro entre un hombre y una mujer en una promesa —revestida de argumento— de amor más allá de la muerte, de pasión a pesar del mundo; y un simple paseo en coche de dos enamorados, a salvo del tiempo enfermo y mortal, en una de las imágenes más ciertas de la felicidad.

¡Jandra! A otras ya las había olvidado o gozaban del recuerdo amable de los momentos simplemente agradables o placenteros. Jandra, no. Jandra persistía en mi memoria, alimentaba mi añoranza como si junto a ella hubiera perdido la ocasión para permanecer del lado de los sueños. Nunca, lo sabía, hubiéramos podido huir con la felicidad que nos deparó nuestro inesperado e hipnótico encuentro; como tampoco ya nunca podríamos volver a vivir aquel paseo en coche que dimos juntos, o a conmemorarlo siquiera una vez más como los personajes de mis películas preferidas conmemoraban los suyos en su eternidad de celuloide.

Capítulo 2

Un amigo con talento para el

matrimonio

El estrépito inmisericorde del teléfono me devolvió de mi momentáneo ensimismamiento a las deslucidas tareas de mi negocio: una pequeña tienda y estudio de fotografía. Recibí el timbrazo igual que si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.

Instintivamente me doblé y, con verdadera pesadumbre y una fatiga casi infinita, descolgué el teléfono que tenía sobre el mostrador. Caía ya la tarde y estaba a punto de cerrar y marcharme a casa cuando al otro lado de la línea escuché la voz de Tito.

—¡Álvaro!

Me llamaba para recordarme que le había prometido pasarme por el centro cívico el viernes por la tarde para ver la exposición. Exponía, junto a otros participantes en un curso recién terminado sobre la técnica de la acuarela, sus últimas obras y creaciones; y no quería, evidentemente, que me lo perdiese. La ansiedad propia del artista: ¡aún estábamos a miércoles!

Tito, además de un aficionado a las bellas artes, era un viejo amigo, mi amigo más fiel después de haberme ido quedando prácticamente sin ninguno por mi acendrado cultivo de la soledad y la soltería. Mis relaciones con el resto de amigos se habían ido diluyendo en la mutua indiferencia. Proceso, había observado, que siempre se iniciaba a partir de un mismo acontecimiento: cada vez que alguno de ellos se echaba novia, se emparejaba o terminaba casándose.

De repente se hacía difícil, cuando no imposible, encontrar alguna ocasión o excusa para quedar como antes, y no digo ya para corrernos una juerga, ni siquiera para hablar: ellos estaban demasiado felizmente distraídos y yo no quería ensombrecer su cielo sin nubes. Solo Tito continuó brindándome su amistad, buscando la ocasión para llamarme o quedar, incluso después de haberse casado él también. Esto había ocurrido tan solo cuatro años atrás. Hasta entonces siempre lo había considerado un solterón empedernido como yo; y la razón por la cual, obviamente, habíamos prolongado durante bastante más tiempo nuestra relación. Lo curioso era que mi amigo Tito mantenía sobre las mujeres unas expectativas completamente distintas a las mías.

Mientras que yo buscaba un amor apasionado de vaga y vaporosa inspiración romántica, un enamoramiento cuando menos de película, como las que admiraba —lo que me llevaba de aventura en aventura—, él me aseguraba que deseaba encontrar una compañera para el resto de sus días. Generalmente esto lo decía cuando ya estaba bastante cargado de alcohol, y yo consideraba tal expresión, por tanto, un desahogo extemporáneo y más bien patético. Nunca lo tomé entonces en serio ni me preocupé de averiguar si realmente era sincero. Me limitaba a arrastrarlo por los bares de copas con más marcha de la ciudad en busca de algún ligue ocasional. Tito se resistía: “Somos ya dos carcamales para estos ambientes tan juveniles”, me decía. Pero yo lo animaba: “Con tu planta, Tito, si fueras más decidido, serías el terror de las veinteañeras”. Probablemente, más bien, era a mí mismo a quien dirigía aquellas exhortaciones, y con las que intentaba exorcizar precisamente cualquier asomo de decrepitud. Pero lo cierto es que mi amigo Tito empezó, por así decir, a lanzar a diestro y siniestro proposiciones más o menos serias a cuantas mujeres ocasionalmente se cruzaban con él, sin desesperar de que alguna de ellas le dijera que sí cada vez que les proponía matrimonio. Hasta que una de esas noches de farra se cruzó en la vida de Tito una funcionaria del catastro algunos años más joven que él —muy simpática, dicho sea de paso—, que le vino, al poco tiempo, a decir que sí. Lucía y Tito se casaron a los pocos meses y yo tuve ese sobresalto con el que se imponen las certidumbres más crudas: que me quedaba sin el último amigo y, esta vez sí, solo de verdad.

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