Rachel Gibson
Lola Lo Revela Todo
De todas las humillaciones que Lola Carlyle había sufrido a lo largo de su vida (y la lista era bastante larga y jugosa), la de verse desnuda en unas fotos colgadas en Internet era, sin duda, la peor. Cualquiera que tuviera un módem y una tarjeta de crédito podía contemplarla en cueros. Cada foto era más embarazosa que la anterior. Saber que esas fotos se encontraban en Internet era una desgracia constante, un peso sobre sus espaldas, un yunque sobre su cráneo.
Aquellas imágenes eran de unos cuantos años atrás y se las había hecho su ex novio, Sam el Capullo. Sam, el chico que le había profesado amor infinito, el chico que le dijo que podía confiar en él para cualquier cosa, había utilizado sus fotografías para salir de sus problemas financieros. Cuatro años después de la ruptura, había creado www.lolaenbolas.com, la mayor humillación de Lola.
Tiempo atrás, Lola había posado para fotógrafos profesionales demasiadas veces para llevar la cuenta. Pero Sam trabajaba en un banco de inversiones y había hecho las fotos con una Kodak desechable que había comprado en una máquina expendedora. En esa ocasión, que sólo podía atribuir a un momento de absoluta locura, ella permitió que le hiciera una serie de fotos en las que aparecía totalmente desnuda en la cama, sobre la bicicleta estática y encima de la mesa de cocina masticando barritas de chocolate y Doritos.
La peor foto de todas era una en la que aparecía besando una piruleta, de tamaño gigante. En ese momento, las fotos eran graciosas, eran un chiste tonto sobre su carrera, porque ella nunca ingería nada que no hubiera sido cocinado al horno, o hervido, o sazonado con una salsa sin rastro de calorías. Jamás tomaba ningún alimento graso que su cuerpo no pudiera depurar sin problemas.
Lo que no se veía en las fotos era el malestar que sufrió justo después de ese atracón de comida basura, el círculo vicioso de culpa que empezaba después de una absoluta pérdida del control, el pánico ante la posibilidad de haber ganado treinta gramos, que siempre la obligaba a correr hacia el gimnasio o hacia el lavabo.
Ésa era una compulsión que actualmente controlaba, pero que en un momento determinado había estado apunto de acabar con su vida. Incluso ahora, cada vez que se veía en fotos de cuando medía 1,79 y pesaba cincuenta kilos, escuchaba una vieja vocecilla que la tentaba a saltarse la comida o que la urgía a irse al Colonel y pedir una bandeja de pollo, puré de patatas con salsa y una diet Coke.
Peor que la humillación de que esas fotos vulgares aparecieran en Internet a la vista de todo el mundo, era la conciencia de que no podía hacer nada al respecto. Aunque lo había intentado. Había rogado a Sam que le devolviera las fotos y que las sacara de la Red. Le había ofrecido dinero, pero todavía entonces él estaba tan amargado por la ruptura que se había negado a ello. Lola consultó a un abogado y éste le dijo lo que, básicamente, ya sabía. Sam era el propietario de las fotos y podía publicarlas donde quisiera. A pesar de todo, ella llevó el caso ante los tribunales y, rápidamente, lo perdió.
Su única opción, actualmente, consistía en contratar a un matón. Opción que habría tenido en cuenta si hubiera podido saber de antemano que no sería descubierta, lo cual la humillaría todavía más, y no sólo a ella, sino también a su familia. Porque, en su familia, repleta de prolíficos pecadores, Lola había sido siempre la oveja negra. Lo cual era un considerable cumplido si se tenían en cuenta los problemas recientes de tío Jed. Ninguno de ellos había estado en prisión, aunque sí en la cárcel del condado. Y verla a ella entre rejas acabaría definitivamente con su pobre madre.
Lola sacó la revista que tenía en la maleta y echó un vistazo a su rostro, que aparecía en la portada del National Enquirer. Debajo de la foto, el titular rezaba: «La ex modelo Lola Carlyle, peso pesado de la profesión, continua escondida.»
Dejó la revista a un lado y llevando a Baby Doll, su pinscher enano bajo el brazo, salió del pequeño bungalow. Al parecer últimamente nunca mencionaban su nombre sin hacer algún comentario sobre los once kilos que había ganado desde su alejamiento de la profesión. «Peso pesado» era uno de los adjetivos más amables que utilizaban esos días. El menos favorito era «Gran Lola». Intentaba que esos calificativos no la hirieran o preocupasen. Pero, en lo más hondo, lo hacían.
No estaba gorda, ni tampoco se escondía. Se encontraba en una isla privada de las Bahamas, descansando, en unas vacaciones que su salud mental necesitaba hacía ya tiempo. Pero al cabo de dos días de descanso ya estaba desconsoladamente aburrida. Tenía una vida que vivir y un negocio que dirigir. Y ahora, gracias al sol y al aire fresco, tenía un bonito bronceado, la cabeza despejada y un nuevo plan.
Pensó que lo único que necesitaba para obligar a Sam a retirar la página de Internet era un buen investigador privado y algunos trapos sucios recientes. Sam nunca había sido honesto en sus negocios, y ella sabía que debía de haber mucho material del que echar mano para chantajearle. Era tan sencillo que no entendía por qué no había pensado en ello antes.
En cuanto llegara a casa, Sam el Capullo empezaría a caer en picado
Max Zamora empezaba a ser demasiado viejo para hacerse el Superman. La adrenalina le corría por las venas y el vello de los brazos se le erizaba, pero eso no era suficiente para mitigar el fuerte dolor que sentía en el costado y que le impedía respirar. A los treinta y seis años, el sufrimiento que le causaba su deseo de salvar el mundo era más fuerte que antes.
Se concentró en la respiración para controlar el dolor y las náuseas que empezaban a invadirlo. Por encima de los pinchazos que le taladraban la cabeza oía el ruido de los turistas y los taxistas, la música isleña y el sonido de las olas que rompían en los muelles. No se oía nada distinto de lo que de ordinario llenaba el aire húmedo de la noche, pero Max sabía que ellos se encontraban allí. Si lo atrapaban, no dudarían en matarlo, y en esta ocasión lo conseguirían.
La luz del casino Atlantis iluminaba algunas zonas del puerto deportivo, y por una fracción de segundo la vista se le aclaró para, inmediatamente, volverse borrosa de nuevo, lo cual causó estragos en su equilibrio cuando intentó salir de las sombras. Las suelas de sus botas no hicieron el más mínimo ruido cuando subió al yate que se encontraba amarrado a la punta del muelle. La sangre que manaba del corte que tenía en el labio inferior le caía por la barbilla hasta la camiseta negra. Sabía que cuando se le agotara la adrenalina sentiría muchísimo dolor, pero tenía planeado encontrarse a medio camino de Florida antes de que eso sucediera. Ahora, a medio camino desde el infierno, se encontraba de visita en la isla Paradise.
Max encontró el camino hacia la oscura cocina y hurgó en los cajones. Dio con un cuchillo de pescado, lo sacó de la funda y comprobó el filo con el pulgar. La luz de la luna entraba por las ventanas de plexiglás que se encontraban por encima de su cabeza e iluminaba retazos del oscuro interior.
No se preocupó en registrar más a fondo el yate. De todas formas no se veía demasiado, y estaría perdido si encendía las luces e iluminaba su posición.
Los cubiertos entrechocaron en el cajón cuando Max lo cerró de golpe. Si los propietarios se encontraban todavía a bordo, ya había hecho suficiente ruido para despertarlos.
Y si de repente emergía alguien de la oscuridad, debería pasar al plan B para contingencias. El problema era que no contaba con ningún plan B. Hacía una hora que había agotado la última estrategia que tenía en reserva, y en ese momento se guiaba por pura intuición e instinto de supervivencia. Si ese último cartucho fallaba, era hombre muerto. Max no tenía miedo a la muerte; simplemente no quería ofrecer a nadie el placer de matarlo.
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