Tras la primera edición de esta obra hubo una revolución en la historiografía española. Considerada una vez como un ensayo frustrado de liberalismo, la historia más moderna de España era un terreno descuidado y aun peligroso, inexplorado, salvo por un puñado de valientes, uno de los cuales era mi lamentado amigo Jaime Vicens Vives. Ahora ha concitado por fin la atención que merece.
La contribución de los estudiosos españoles a la historia de la España moderna ha sido sobresaliente y ha enriquecido mi propia comprensión de la historia española. Quisiera expresar mi deuda para con sus éxitos. Puesto que no he modificado el texto en lo fundamental, tal reconocimiento sólo podía tomar la forma de una amplia bibliografía. Una comparación con la bibliografía original subraya el progreso que se ha realizado, particularmente en el campo de la historia económica.
R. C.
PRÓLOGO DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICIÓN ESPAÑOLA
La publicación de este libro en castellano me brinda la oportunidad de reiterar mi aprecio y mi deuda hacia los historiadores españoles que se han ocupado del período aquí historiado. Me doy perfecta cuenta de que algunas de sus obras me escaparon cuando se escribió este libro en 1963 y 1964. Desde entonces, se han publicado otros trabajos, muchos de los cuales no me ha sido dado incorporar en el texto de la edición que ahora sale. Es ésta la traducción del original inglés, corregidos —así lo espero— algunos de sus errores de datos y de interpretación más evidentes, y tan sólo ligeramente retocado donde más necesaria era.
No podía introducir en esta edición ciertos cambios de énfasis sin dar al traste con parte de la estructura misma de mi argumento. Así, no doy ya tanta importancia al regeneracionismo que siguió al desastre colonial de 1898. Lo llamaba, en la versión original, «mito» en la acepción soreliana; pero no se destaca lo bastante que era sobre todo un mito de los intelectuales, y no de los políticos. Poco les cabía hacer a los políticos por la senda regeneradora. Lo que acontecía era que la base de la vida política estaba mudando en toda Europa occidental. Los sociólogos describirían este proceso diciendo que se trataba de una creciente participación política; los políticos ya no podían actuar como si «la opinión» hubiese sido una entelequia. El Desastre y sus secuelas aceleraron, no crearon, la formación de esa opinión. El dilema de políticos como Maura —cuyo papel acaso exagero— consistía en que no podían uncir a un partido político esa misma opinión que ellos mismos reconocían como una nueva fuerza actuante en la política. Como reformadores y «regeneracionistas», sus opciones venían recortadas por el sistema a que acudían para sostenerse en el poder. Ya en 1689 observaba el embajador francés que el desorden imperaba en España, «pero, siendo las cosas como son, resulta casi imposible introducir cambios sin exponerse a inconvenientes peores que la enfermedad misma».
No es éste sino uno de los reajustes que hubiese querido insertar. En un campo poco explorado, la tarea de escribir historia exige la constante modificación de las explicaciones.
Nada sorprende tanto a un escritor como las críticas formuladas a ciertas partes de su trabajo. La densidad de mi estilo es fruto de la compresión impuesta por la necesidad. Cualquiera puede escribir historia cuando nada le coarta, pero, desgraciadamente, la economía de las editoriales deniega al historiador contemporáneo esa libertad. Este libro, como han dichos mis críticos, es de lectura difícil. Culpa es de mi destino, que no de mi intención.
Otras de las críticas que se me han hecho me parecen menos justificadas. La izquierda me acusa de no comprometerme políticamente. Eso, para ellos un defecto, es, a mi modo de ver, una virtud. Tampoco me arrepiento de no haber sacado siempre a relucir las interconexiones entre las estructuras sociales y económicas y la sobrestructura política. Hay casos en que no puede verse con precisión ese vínculo, y entonces vale más abstenerse por completo de toda alusión a él. Además, las estructuras y los hábitos políticos perduran en las nuevas situaciones sociales. A los historiadores corresponde evidenciar esa disyunción. Mas, repito, ocurre a menudo que no pasa ella de mera hipótesis, sin ser cosa probada. Prejuicios, sin duda, los tengo. Siento antipatía por mucho del radicalismo decimonónico. Acaso la repugnancia estética, o aun el prejuicio de clase, hayan torcido mi interpretación.
Hay dos factores que a lo mejor he juzgado de modo diferente a como debiera, y por razones distintas. Por una parte, en lo que hace al papel de la Iglesia en el siglo XIX , diré sencillamente que me han faltado las fuentes para hacerme cargo exacto de él. Por otra parte, la historiografía española se ocupa prolijamente de la función de los movimientos intelectuales en la época moderna; puede que esté equivocado al valorar en poco la impronta de los intelectuales en la política —sobre todo en España—. Tan sólo aduciré que me ha impresionado una y otra vez su constante fracaso en influir sobre los acontecimientos de modo decisivo, aun en los días de la segunda república.