Nicholas Carr - Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas
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- Libro:Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas
- Autor:
- Editor:Taurus
- Genre:
- Año:2014
- Índice:4 / 5
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Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas: resumen, descripción y anotación
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Nicholas Carr
Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas
Título original: The Glass Cage. Automation and Us
Nicholas Carr, 2014
Traducción: Pedro Cifuentes
Editor digital: turolero
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2
Para Ann
Nadie para atestiguar y corregir,
nadie para conducir el coche.
WILLIAM CARLOS WILLIAMS
INTRODUCCIÓN. ALERTA PARA OPERADORES.
El 4 de enero de 2013, primer viernes de aquel año, un día muerto a efectos informativos, la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos [FAA, según sus siglas en inglés] emitió un comunicado de una sola página. No llevaba título. Se identificaba únicamente como una «alerta de seguridad para operadores» [SAFO, según sus siglas en inglés]. El texto era escueto y críptico. Además de ser publicada en la página web de la FAA, fue enviada a todas las aerolíneas estadounidenses y otras compañías aéreas comerciales. «Esta SAFO», rezaba el documento, «incentiva a los operadores a promover operaciones de vuelo manuales cuando resulte apropiado». La FAA había reunido pruebas (provenientes de investigaciones sobre accidentes, informes sobre incidentes y estudios de cabina) que indicaban que los pilotos se habían vuelto demasiado dependientes de los pilotos automáticos y otros sistemas informatizados. El exceso de automatización aérea, advertía la agencia, podría «llevar a una degradación de la capacidad del piloto para sacar rápidamente a la aeronave de una situación no deseada». Podría, dicho de otra manera, poner a un avión y a sus pasajeros en peligro. La alerta concluía con una recomendación de que las aerolíneas, como parte de su política de operaciones, instruyeran a los pilotos a pasar menos tiempo volando con el piloto automático encendido y más tiempo volando manualmente. [1]
Este es un libro sobre la automatización, sobre el uso de ordenadores y software para hacer cosas que solíamos hacer nosotros mismos. No es sobre los aspectos tecnológicos o económicos de la automatización, ni sobre el futuro de los robots, los cíborgs y los aparatos, aunque todo eso entra dentro de la historia. Es sobre las consecuencias humanas de la automatización. Los pilotos han estado en primera línea frente a una ola que nos está engullendo. Recurrimos a los ordenadores para cargarles una parte cada vez mayor de nuestras tareas, en el trabajo y fuera de él, y para guiarnos en un porcentaje cada vez mayor de nuestras rutinas diarias. Cuando necesitamos hoy día dejar algo hecho, en la mayoría de las ocasiones nos sentamos delante de un monitor, o abrimos un portátil, o sacamos un smartphone , o nos ponemos un accesorio conectado a la Red en la frente o la muñeca. Utilizamos aplicaciones. Consultamos pantallas. Recibimos consejos de voces simuladas digitalmente. Recurrimos a la sabiduría de los algoritmos.
La automatización informática facilita nuestras vidas, aligera nuestras faenas. Con frecuencia, somos capaces de hacer más en menos tiempo, o de hacer cosas que sencillamente no podíamos hacer antes. Pero la automatización tiene también efectos más profundos y ocultos. Como han aprendido los aviadores, no todos son beneficiosos. La automatización puede ser perjudicial para nuestro trabajo, nuestro talento y nuestra vida. Puede estrechar nuestra perspectiva y limitar nuestras elecciones. Puede someternos a la vigilancia y a la manipulación. A medida que los ordenadores se convierten en nuestros compañeros constantes, en nuestro familiar y complaciente apoyo, parece inteligente echar un vistazo más detenido a cómo están cambiando exactamente lo que hacemos y lo que somos.
1. PASAJEROS.
Entre las humillaciones de mi adolescencia hubo una que podría denominarse psicomecánica: mi esfuerzo (público) por manejar una transmisión manual. Obtuve mi permiso de conducir a principios de 1975, poco después de cumplir dieciséis años. El otoño anterior había hecho un curso de conducir con un grupo de mis compañeros de instituto. El Oldsmobile del instructor, que usábamos para nuestras clases en la calle y también para nuestros exámenes de conducir en el odioso Departamento de Vehículos de Motor, era automático. Pisabas el acelerador, girabas el volante, frenabas. Había unas pocas maniobras complicadas —dar la vuelta en una carretera estrecha, ir marcha atrás en línea recta, aparcar en paralelo—, pero con un poco de práctica entre las columnas del aparcamiento del colegio se acabaron volviendo rutinarias.
Tenía el permiso en la mano; estaba listo para circular. Quedaba sólo un obstáculo. El único coche disponible para mí en casa era un Subaru sedán con una palanca de cambios. Mi padre, que no era el más práctico de los padres, me concedió una sola clase. Me llevó al garaje una mañana de sábado, se dejó caer en el asiento del conductor y me hizo subir al asiento de acompañante junto a él. Puso mi palma izquierda sobre la palanca y la guio por las diferentes marchas: «Eso es primera». Breve pausa. «Segunda». Breve pausa. «Tercera». Breve pausa. «Cuarta». «Aquí abajo» —escorzo de dolor en mi muñeca al retorcerse en una posición no natural— «está la marcha atrás». Me miró para confirmar que lo tenía todo claro. Asentí (qué iba a hacer). «Y eso» —moviendo mi mano adelante y atrás— «es punto muerto». Me dio algunas pistas sobre los tramos de velocidad de las cuatro marchas principales. Entonces apuntó al pedal del embrague, que tenía apretado bajo su zapato. «No te olvides de pisarlo mientras cambias de marcha».
Procedí a dar el espectáculo por las calles de la pequeña ciudad de Nueva Inglaterra donde vivíamos. El coche daba sacudidas mientras trataba de encontrar la marcha correcta, saliendo despedido hacia delante cuando soltaba a destiempo el embrague. Me paraba en cada semáforo rojo, y después de nuevo en el cruce. Las cuestas eran un horror. Soltaba el embrague demasiado rápido, o demasiado despacio, y el coche se deslizaba hacia atrás hasta detenerse en el parachoques del vehículo que iba detrás. Sonaban bocinas, insultos… Los pájaros alzaban el vuelo. Lo que hacía la experiencia incluso más mortificante era la pintura amarilla del Subaru, un amarillo parecido al de un impermeable para niños o un jilguero macho en celo. El coche era un imán para los ojos; mis bandazos, imposibles de pasar desapercibidos.
No recibí apoyo de mis supuestos amigos, que hallaron en mis apuros una fuente de diversión infinita y estruendosa. «¡Medio kilo de café!», gritaba uno de ellos con alborozo desde el asiento trasero cuando erraba un cambio y desencadenaba un rechinar metálico de dientes de engranaje. «Suave…», se recochineaba otro mientras el motor se esforzaba hasta detenerse. La palabra «retrasado» (esto sucedió mucho antes de que nadie hubiese oído hablar de la corrección política) se utilizaba frecuentemente referida a mí. Tenía la sospecha de que mi incompetencia con la caja de cambios era objeto de risas a mis espaldas entre mi grupo de amigos. Las implicaciones metafóricas no se me escapaban. Mi hombría, a los dieciséis años, estaba desinflada.
Pero persistí —¿qué otra cosa iba a hacer?— y, después de una semana o dos, empecé a pillarle el tranquillo. La caja de cambios se aflojó y se mostró más comprensiva. Mis brazos y piernas dejaron de funcionar enfrentados y empezaron a cooperar. Pronto estaba cambiando de marcha sin pensar en ello. Simplemente sucedía. El coche ya no se paraba, ni daba sacudidas. No tenía que sufrir las cuestas o las intersecciones de calles. La transmisión y yo nos habíamos convertido en un equipo. Nos habíamos engranado. Estaba bastante orgulloso de mi logro.
De cualquier forma, ansiaba un coche automático. Aunque las palancas de cambio eran bastantes comunes por aquel entonces, al menos en los coches baratos y birriosos que manejaban los adolescentes, ya habían adquirido una cualidad ligeramente anticuada y segundona. Parecían rancios, algo pasados de moda. ¿Quién quería ser «manual» cuando podías ser «automático»? Era como la diferencia entre fregar platos a mano y meterlos en un lavavajillas. La realidad es que no tuve que esperar mucho para ver cumplido mi deseo. Dos años después de sacarme el carné, me las arreglé para destrozar el Subaru durante un percance de madrugada, y poco después me apropié de un Ford Pinto de dos puertas, usado, de color crema. El coche era una mierda —hay quienes ven ahora en el Pinto el punto más bajo de la industria estadounidense en el siglo XX—, pero para mí quedaba redimido por su transmisión automática.
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