Raymond Carver - Catedral
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- Libro:Catedral
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Catedral: resumen, descripción y anotación
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Sinopsis
Se ha afirmado que el relato es la forma narrativa por excelencia en la literatura norteamericana actual y que Raymond Carver es el maestro indiscutible en este registro. En cada relato de Catedral se revela la presencia latente o la intrusión de terrores extraordinarios en una existencia ordinaria (Cathleen Medwick). El propio Carver ha escrito: 'Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza... Debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente. Sus personajes son gente de lo más común: trabajadores manuales, empleaduchos, parados, parejas a la deriva... desamparados, golpeados por la vida, muchos de ellos bebedores, acceden, a pesar suyo, a una suerte de dimensión heroica, tercos testimonios de una realidad implacable. Su estilo es escueto, lacónico, opera por sustracción; se ha dicho que Carver inaugura una nueva visión, un nuevo método, una nueva tonalidad. Una de las voces más originales que han aparecido en la narrativa norteamericana desde hace muchos años.
RAYMOND CARVER
Catedral
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Anagrama
Título Original: Cathedral Traductor: Gómez Ibáñez, Benito ©1983, Carver, Raymond ©2009, Anagrama
Colección: Biblioteca Anagrama, 14
ISBN: 9788447361717
Generado con: QualityEbook v0.62
A Tess Gallagher
PLUMAS
Ese amigo mío del trabajo, Bud, nos había invitado a cenar a Fran y a mí. Yo no conocía a su mujer y él no conocía a Fran. Así que estábamos a la par. Pero Bud y yo éramos amigos. Y yo sabía que en casa de Bud había un niño pequeño. Aquel niño debía de tener ocho meses de edad cuando Bud nos invitó a cenar. ¿Qué ha sido de esos ocho meses? ¡Qué deprisa ha pasado el tiempo desde entonces! Recuerdo el día en que Bud fue al trabajo con una caja de puros. Los repartió en el comedor. Eran puros de importación. Masters holandeses. Pero llevaban una etiqueta roja y un envoltorio que decía: ¡ES UN NIÑO! Yo no fumo puros, pero cogí uno de todos modos.
—Coge un par de ellos —dijo Bud, sacudiendo la caja—. A mí tampoco me gustan los puros. Es idea de ella.
Se refería a su mujer. Olla.
Yo no conocía a la mujer de Bud, pero una vez oí su voz por teléfono. Era un sábado por la tarde, y no me apetecía hacer nada. Así que llamé a Bud para ver si él quería hacer algo. La mujer cogió el teléfono.
—¿Dígame?
Me desconcerté y no pude recordar su nombre. La mujer de Bud. Bud me lo había dicho una buena cantidad de veces. Pero me entraba por una oreja y me salía por otra.
—¡Dígame! —repitió la mujer. Oí un aparato de televisión. Luego, la mujer añadió—: ¿Quién es?
Oí llorar a un niño.
—¡Bud! —gritó la mujer.
—¿Qué? —oí contestar a Bud.
Seguía sin acordarme de cómo se llamaba. Así que colgué. Cuando volví a ver a Bud en el trabajo no le dije que había llamado, claro está. Pero insistí y logré que mencionara el nombre de su mujer.
—Olla —dijo.
Olla, repetí para mí. Olla.
—Nada especial —dijo Bud. Estábamos en el comedor, tomando café—. Sólo nosotros cuatro. Tu parienta y tú, y Olla y yo. Sin cumplidos. Venid sobre las siete. Olla da de comer al niño a las seis. Después le acuesta, y luego cenamos. Nuestra casa no es difícil de encontrar. Pero ahí tienes un mapa.
Me dio una hoja de papel con trazos de todas clases que indicaban carreteras principales y secundarias, senderos y cosas así, con flechas que apuntaban a los cuatro puntos cardinales. Una amplia X marcaba el emplazamiento de su casa.
—Lo esperamos con impaciencia —le dije.
Pero Fran no estaba muy emocionada.
Por la noche, mientras veíamos la televisión, le pregunté si deberíamos llevar algo a casa de Bud.
—¿Como qué? —me contestó—. ¿Te ha dicho él que llevemos algo? ¿Cómo voy a saberlo? No tengo ni idea.
Se encogió de hombros y me lanzó una mirada torva. Ya me había oído antes hablar de Bud. Pero no le conocía y no tenía interés en conocerle.
—Podríamos llevar una botella de vino —añadió—. Pero a mí me da igual. ¿Por qué no llevas vino?
Meneó la cabeza. Sus largos cabellos se balanceaban hacia adelante y hacia atrás por encima de sus hombros. «¿Por qué necesitamos a más gente?», parecía decir. Nos tenemos el uno al otro.
—Ven aquí —le dije.
Se acercó un poco más para que pudiera abrazarla. Fran es como un gran vaso de agua. Con ese pelo rubio que le cae por la espalda. Cogí parte de su cabello y lo olí. Hundí la cara en él y la abracé más fuerte.
A veces, cuando el pelo le cae por delante, tiene que recogerlo y echárselo por encima del hombro. Eso la pone furiosa.
—Este pelo —dice— no me da más que molestias.
Fran está empleada en una lechería, y en el trabajo tiene que llevar el pelo recogido. Ha de lavárselo todas las noches, y se lo cepilla cuando estamos sentados delante de la televisión. De vez en cuando amenaza con cortárselo. Pero no creo que lo haga. Sabe que me gusta mucho. Que me vuelve loco. Le digo que me enamoré de ella por su pelo. Que, si se lo cortara, posiblemente dejaría de quererla. A veces la llamo «Sueca». Podría pasar por sueca. En los momentos que pasábamos juntos por las noches, cuando se cepillaba el pelo, decíamos en voz alta las cosas que nos gustaría tener. Anhelábamos un coche nuevo; ésa es una de las cosas que deseábamos. Y nos apetecía pasar un par de semanas en Canadá. Pero niños no queríamos. No teníamos niños por la sencilla razón de que no queríamos tenerlos. A lo mejor alguna vez, nos decíamos. Pero por entonces lo dejábamos para más adelante. Pensábamos que podíamos seguir esperando. Algunas noches íbamos al cine. Otras, simplemente nos quedábamos en casa y veíamos la televisión. En ocasiones Fran me hacía algo al horno y nos lo comíamos todo de una sentada, fuera lo que fuese.
—A lo mejor no beben vino —sugerí.
—Llévalo de todos modos —repuso Fran—. Si no lo quieren, nos lo beberemos nosotros.
—¿Blanco o tinto? —pregunté.
—Llevaremos algo dulce —contestó, sin prestarme atención alguna—. Pero si nos presentamos sin nada, me da igual. Esto es cosa tuya. No le demos muchas vueltas; de lo contrario se me quitarán las ganas de ir. Puedo hacer una tarta de frambuesas. O unas pastas.
—Tendrán postre —observé—. No se invita a cenar a nadie sin preparar un postre.
—A lo mejor tienen arroz con leche. ¡O «Jell-O»! Algo que no nos gusta. No sé nada de la mujer. ¿Cómo nos enteraríamos de lo que nos va a dar? ¿Y si nos pone «Jell-O»? —dijo, meneando la cabeza. Me encogí de hombros. Pero ella tenía razón, y añadió—: Esos puros viejos que te regaló. Llévalos. Así tú y él podréis iros al salón después de cenar para fumar y beber vino de oporto, o lo que sea que bebe esa gente de las películas.
—De acuerdo, nos presentaremos sin nada.
—Haré una hogaza de pan y la llevaremos.
Bud y Olla vivían a unos treinta kilómetros de la ciudad. Hacía tres años que vivíamos allí, pero Fran y yo no habíamos dado ni una puñetera vuelta por el campo. Daba gusto conducir por aquellas carreteras pequeñas y sinuosas. La tarde estaba empezando, hacía bueno y veíamos campos verdes, cercas, vacas lecheras que avanzaban despacio hacia viejos establos. También mirlos de alas encarnadas posados en las cercas, y palomas dando vueltas alrededor de los heniles. Había huertas y esas cosas, flores silvestres y casitas apartadas de la carretera.
—Ojalá tuviéramos una casa por aquí —dije.
Sólo era una idea vana, otro deseo que no iría a parte alguna. Fran no contestó. Estaba ocupada mirando el mapa de Bud. Llegamos a la encrucijada de cuatro caminos que había señalado. Giramos a la derecha, como decía el mapa, y recorrimos exactamente cuatro kilómetros y ochocientos cincuenta metros. Al lado izquierdo de la carretera, vi un sembrado de maíz, un buzón de correos y un largo camino de grava. Al final del camino, rodeada por algunos árboles, se erguía una casa con porche. Tenía chimenea. Pero era verano, de modo que no salía humo, claro está. Sin embargo, me pareció un bonito panorama, y así se lo dije a Fran.
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