PRÓLOGO
Mi abuelo llevaba ya diecisiete años en prisión cuando yo nací. Poco después de cumplir los sesenta y dos años, le escribió una carta a mi abuela, Winnie Madikizela-Mandela, en la que citaba a las personas de quienes había recibido telegramas y postales. En la lista estaban mi tía Zindzi, mi hermana Zaziwe y yo misma; también mencionaba a la gente de la que esperaba y deseaba recibir noticias. «Hasta ahora no he recibido ni una sola carta de las muchas que mis amigos me han mandado desde todas partes del mundo —bromea—. Aun así, es muy reconfortante saber que tantos amigos piensan en nosotros después de tantos años.» Este es uno de los numerosos ejemplos de este libro que revelan cómo la comunicación con el mundo exterior le dio fuerzas durante los veintisiete años que estuvo en prisión y cuánto anhelaba recibir esas misivas.
Durante su reclusión, mi abuelo escribió cientos y cientos de cartas. La selección que se presenta en este libro acerca íntimamente al lector no solo al Nelson Mandela activista político y prisionero, sino también al Nelson Mandela abogado, padre, marido, tío y amigo, e ilustra cómo su larguísima privación de libertad lejos de la vida cotidiana le impidió ejercer estos papeles. Su correspondencia nos devuelve a tiempos muy oscuros de la historia de Sudáfrica en los que quienes luchaban contra el sistema gubernamental del apartheid, instituido para oprimir a una raza entera, padecían castigos terribles. A través de esta correspondencia dejó documentada la persecución constante que sufrió mi abuela y nos permite hacernos una idea de lo que supuso para sus hijos, Thembi, Makgatho, Makaziwe, Zenani y Zindzi, tener un padre ausente con el que apenas pudieron comunicarse o —esto a mí me pareció insoportable— al que ni siquiera pudieron visitar hasta cumplir los dieciséis años. Por mucho que intentara ejercer de padre desde la prisión, no pudo.
Lo que a mí más me ha afectado personalmente, sobre todo como madre, es ser testigo a través de sus cartas de lo que mi madre y mi tía Zindzi tuvieron que aguantar durante su infancia. Se quedaban sin padres en los períodos en los que mi abuela también estaba en la cárcel, a veces por su participación en actividades antiapartheid, pero con mucha más frecuencia por ser la mujer de uno de los presos políticos más conocidos de Sudáfrica.
Lo más desgarrador es el optimismo nostálgico que se percibe en muchas de las cartas dirigidas a la abuela o a sus hijos, en las que mi abuelo fantaseaba con el futuro: «quizá un día podremos…» o «llegará el día en que…». Ese día de felicidad para siempre jamás no llegó nunca ni para mis abuelos ni para mi madre o mis tíos y tías. Los niños fueron los que más sufrieron y, en última instancia, la renuncia de mi abuelo a tener una vida familiar estable a cambio de perseguir sus ideales fue un sacrificio que se vio obligado a aceptar.
Mi abuelo nos recordaba siempre que no debemos olvidar el pasado o de dónde venimos. La sociedad democrática por la que lucharon mis abuelos junto con sus compañeros se consiguió después de un enorme sufrimiento y la pérdida de numerosas vidas. Este libro nos recuerda que podríamos regresar fácilmente a esos tiempos de odio y, a la vez, muestra que la entereza de una persona puede imponerse a las peores adversidades. Desde el primer día en que pisó la cárcel, mi abuelo decidió que no se daría por vencido ni se dejaría romper; en lugar de eso, no dejó de insistir en que tanto él como sus compañeros de presidio fueran tratados con dignidad. En una carta de 1969 le recomienda a mi abuela que levante el ánimo leyendo el bestseller de 1952 del psicólogo Norman Vincent Peale El poder del pensamiento positivo. Le escribe:
No les doy ninguna importancia a los aspectos metafísicos de sus argumentos, pero considero que sus opiniones sobre temas médicos y psicológicos son valiosas.
Lo que viene a decir, básicamente, es que no importa tanto la dolencia que uno sufra, sino la actitud que se tenga ante ella. El hombre que se dice a sí mismo «lograré superar esta enfermedad y vivir una vida feliz» ya se encuentra a medio camino de la victoria.
Esta visión sostuvo la lucha inquebrantable de mi abuelo por la justicia y por una sociedad igualitaria para todos los sudafricanos; una visión que, sin lugar a dudas, podemos aplicar a muchos de los desafíos que nos plantea la vida.
Este epistolario contesta muchas de las preguntas que durante años me desconcertaron: ¿cómo hizo mi abuelo para sobrevivir durante veintisiete años en prisión? ¿Qué lo empujaba a seguir adelante? En sus palabras encontraremos la respuesta.
Z. D. M.
INTRODUCCIÓN
Para controlar los rincones más preciados de las almas de los presos políticos —el contacto con sus seres queridos y las noticias que llegaban del mundo exterior— se diseñó un código de normas draconianas que regulaban la escritura de cartas en las cárceles sudafricanas y que aplicaban caprichosamente unos guardias malintencionados.
Después de recibir su sentencia en el juzgado, a los presos políticos se les asignaba una prisión donde debían cumplir la pena. En el caso de Nelson Mandela, su vida como recluso empezó en la Prisión Local de Pretoria después de recibir una sentencia de cinco años el 7 de noviembre de 1962 por abandonar el país sin pasaporte y por incitar a los trabajadores a la huelga. Ya como prisionero volvieron a llamarlo frente a la justicia acusado de sabotaje en 1963 y, el 12 de junio de 1964, lo sentenciaron por ello a cadena perpetua. Winnie Mandela, su mujer, fue a visitarlo a Pretoria ese día. Sin embargo, horas después y sin previo aviso, Mandela y otros seis camaradas condenados con él fueron deportados en un vuelo militar a la tristemente célebre cárcel de Robben Island.
Llegaron a la isla la fría mañana invernal del
Más adelante, cuando se cansaron de contar palabras, los censores empezaron a aceptar cartas de página y Décadas más tarde, Mandela recordaba:
No querían que hablaras de nada más que de temas familiares
En su libro sobre los quince años que pasó como prisionero en Robben Island en la misma sección que Mandela, Eddie Daniels dibuja un panorama de enorme «frustración» debido a la censura y a la confiscación arbitraria, incompetente y «vengativa» de las cartas.
Las condiciones en las que vivían los presos empezaron a mejorar
En principio, los presos debían permanecer en una cierta categoría penitenciaria durante dos años, con lo que, después de transcurridos seis años, los que habían sido clasificados como grado D ya serían de grado A; es decir, tendrían los máximos beneficios penitenciarios. No ocurrió así para Mandela, que permaneció en el grado D durante diez años. Podemos
Antes de subir de categoría, la Junta de la Prisión evaluaba la conducta de los reclusos, a quines interrogaba con el único objetivo de «victimizarlos»,
A pesar de la censura implacable de los burócratas, el preso Nelson Mandela se convirtió en un prolífico escritor de cartas. Durante la mayor parte de su encarcelamiento guardó copias de estas en libretas para ayudarse a reescribirlas cuando los censores se negaban a enviarlas si no eliminaba cierto párrafo o cuando su correspondencia se extraviaba por el camino. Asimismo, le gustaba mantener un registro de qué había dicho a quién. Escribió cientos de cartas durante un encierro que se prolongó desde el 5 de agosto de 1962 hasta el 11 de febrero de 1990. Pero no todas llegaron intactas a su destino. Unas fueron censuradas hasta el punto de ser ininteligibles, otras se retrasaron sin motivo aparente y algunas ni siquiera se enviaron. Consiguió ocultar otras entre las pertenencias de los presos puestos en libertad.