Para Sudáfrica
Prólogo
Este es un libro breve acerca de un gran hombre a quien tuve la suerte de conocer: Nelson Mandela. La historia se centra en el épico período comprendido entre 1990 y 1995, cuando Mandela tuvo que enfrentarse a sus más temibles obstáculos y alcanzó sus mayores triunfos; la época en la que los mejores aspectos de su talento como líder político brillaron con todo su esplendor.
Como corresponsal en Sudáfrica del Independent londinense, pasé esos cinco años dejando constancia de las hazañas de Mandela, de sus problemas y tribulaciones, y, como tal, fui uno de los pocos periodistas extranjeros que cubrió tanto su puesta en libertad, el 11 de febrero de 1990, como su ascenso a la presidencia del país cuatro años más tarde. Mi proximidad a Mandela a lo largo de un período tan decisivo en la historia de Sudáfrica me permitió observar al hombre tan de cerca como era esperable de cualquier persona que hubiera estado en mi posición. No puedo presumir de llamarlo amigo, pero sí decir sin asomo de duda que él sabía perfectamente quién era yo y que había leído la mayor parte de mis escritos, cosa que me llena de orgullo.
Cuando en 1995 dejé Sudáfrica y me trasladé a Washington seguí pensando en Mandela y estudiándolo cada vez que tenía ocasión de entrevistar a alguno de sus numerosos colaboradores durante la investigación que estaba realizando para una serie de documentales y para mi libro anterior, El factor humano, que trataba de su momento de mayor gloria política, un hito en la historia disfrazado de partido de rugby. Durante ese tiempo acumulé una enorme cantidad de información y muchas anécdotas significativas que acabaron por dar forma a mi manera de percibir su vida, tanto privada como pública.
Creo que por muy importante que haya podido ser la presencia de Mandela en el escenario global, todavía queda mucho que decir acerca de él como hombre, sobre la calidad de su liderazgo y el legado que deja al mundo. Mi esperanza es que cuando los lectores terminen este libro tengan un conocimiento más profundo de Mandela como individuo y comprendan por qué es, tanto en lo moral como en lo político, la figura más destacada de nuestra era.
Aun así, Mandela tenía sus defectos y cargaba con las cicatrices de una gran angustia interior. Logró sus victorias en el terreno de la política al precio de la infelicidad, la soledad y el desengaño. No era ni un superhombre ni un santo; sin embargo, en mi opinión, eso no hace más que engrandecer sus hazañas y situarlo junto a hombres de la talla de Abraham Lincoln, Mahatma Gandhi y Martin Luther King en el reducido panteón que la historia tiene reservado para sus mayores figuras.
El general Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Británico durante la Segunda Guerra Mundial, dijo sobre Winston Churchill: «Es el hombre más extraordinario que he conocido y su persona nunca deja de ser fuente de interés a la hora de estudiarlo y de comprender que, muy de vez en cuando, aparecen en este planeta individuos como él, seres humanos que sobresalen ampliamente por encima de todos los demás».
Para mí, estas palabras bien podrían haber sido dichas con igual o mayor motivo acerca de Mandela. Es el único líder político que he conocido a lo largo de mis más de treinta años como periodista —durante los que he cubierto conflictos por todo el mundo, desde las guerras de guerrillas de América Central hasta las incruentas batallas del Congreso de Estados Unidos— que ha conseguido anular el cinismo que suele ser consustancial al oficio periodístico. Llegué a Sudáfrica después de pasar diez años en Latinoamérica, asqueado por el horror en que unos militares asesinos habían sumido a sus propios pueblos y por los presidentes títeres puestos en el cargo por las superpotencias de la Guerra Fría. Mandela cambió todo eso. Gracias a él me marché de Sudáfrica convencido de que un liderazgo noble e inteligente no había desaparecido definitivamente del catálogo de las potencialidades humanas.
Miremos donde miremos, nuestra fe en los líderes políticos ha tocado fondo. La mediocridad, el fanatismo y la cobardía moral campan a sus anchas. Nelson Mandela, que siguió siendo generoso y astuto a pesar de haber estado veintisiete años en la cárcel, destaca como un ejemplo oportuno y una fuente de inspiración imperecedera. La humanidad es y ha sido capaz de grandes hazañas, y siempre hay motivos y oportunidades para que hagamos las cosas mejor.
Ofrezco con afecto y gratitud este intento de plasmar en palabras el inapreciable legado que nos ha dejado Nelson Mandela.
Agosto de 2013
1
El presidente y el periodista
Condenado a cadena perpetua en 1964 por haberse alzado en armas contra el Estado, se suponía que debía haber muerto en una diminuta celda de una pequeña isla. Sin embargo, treinta años más tarde tenía ante mí a Nelson Mandela, no como prisionero del Estado, sino como su jefe supremo. Apenas había transcurrido un mes desde que había sido elegido presidente de Sudáfrica cuando me dio la bienvenida a su nuevo despacho de los Edificios de la Unión en Pretoria ofreciéndome su gran y familiar sonrisa y estrechando mi mano con la suya, grande y callosa tras años de trabajos forzados. «¡Oh, hola, John! ¿Cómo estás? —exclamó con lo que parecía auténtica alegría—. Me alegro mucho de verte.»
Sin duda resultaba halagador que uno de los hombres más famosos del mundo me llamara por mi nombre de pila con una naturalidad y un entusiasmo tan aparente. Aun así, durante la hora que pasé con él, en la que fue la primera entrevista que concedió a un periódico extranjero tras subir al poder, decidí olvidar que Mandela —al igual que ese otro maestro de la política llamado Bill Clinton— parecía tener la habilidad de recordar el nombre de todas las personas que había conocido. Fue únicamente más tarde, una vez que el brillo de su encanto personal se había apagado, cuando me detuve a preguntarme hasta qué punto su actitud estaba calculada y si había intentado cautivarme deliberadamente tal como había logrado hacer no solo con el resto de periodistas y políticos de cualquier tendencia, sino también con cualquier persona que hubiese pasado algún tiempo en su compañía. ¿Era un actor o se mostraba sincero? Con el tiempo acabé encontrando la respuesta, pero lo cierto es que entonces yo, como todos los demás, fui incapaz de resistirme.
Con su metro ochenta de estatura y un porte erguido e imponente en su impecable traje, Mandela caminaba con cierta rigidez, con los brazos sueltos mientras me hacía pasar con aire majestuoso y a la vez desenfadado al interior de su despacho forrado de madera, una estancia lo bastante espaciosa para dar cabida cuarenta veces a su antigua celda de la cárcel. Tal como habría hecho el más educado de los anfitriones, me indicó que me sentara en unos sofás tan finamente tapizados que no habrían desentonado en el palacio de Versalles. Mandela, que pronto iba a cumplir setenta y seis años, se movía con tanta elegancia y naturalidad en su papel de presidente como si hubiera pasado un tercio de su vida, no en prisión, sino entre aquellos oropeles dorados con los que sus predecesores se habían obsequiado a sí mismos para compensar la indignidad de saberse objeto del desprecio del resto del mundo.
Por un giro sorprendente del destino, el hombre que se disponía a sentarse ante mí se había convertido en el jefe de Estado más unánimemente admirado de la historia. Lo cierto era que yo sentía cierta aprensión. Nos habíamos encontrado en numerosas ocasiones desde mi llegada a Sudáfrica en enero de 1989, trece meses antes de su puesta en libertad. Lo había entrevistado, había mantenido numerosas conversaciones con él y había asistido a sus ruedas de prensa y apariciones públicas. Aun así, cinco años y medio después, en la mañana de aquel 7 de junio de 1994, me sentía intimidado. Si en el pasado Mandela había sido un luchador por la libertad privado del derecho de voto, en esos momentos era el presidente electo. Cuatro meses antes, lo más granado de la política mundial había llegado de todos los rincones del globo para su ceremonia de posesión en esos mismos Edificios de la Unión, un gran conjunto marrón situado en lo alto de una colina que domina la capital de Sudáfrica y que durante ochenta y cuatro tristes años había sido la sede del poder blanco. Desde esa ciudadela se habían aplicado las leyes del apartheid. Desde allí, los jefes de la tribu blanca dominante en Sudáfrica, los afrikáners, habían administrado un sistema que privaba al 85 por ciento de la población —a la gente de piel oscura— de cualquier capacidad de intervención en los asuntos de su país. No podían votar, se les enviaba a escuelas de inferior calidad para que no pudieran competir con los blancos por un puesto de trabajo, se les decía dónde podían y no podían vivir y qué hospitales, autobuses, trenes, parques, playas, aseos y teléfonos públicos podían utilizar o no.
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