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I. EL MÉXICO
ANTERIOR A 1968
EN MEDIO de la clase, un alumno, Eliseo Bravo, me preguntó:
—Maestro, ¿es posible que surja en el México actual un estallido como el de 1968?
—Imposible —respondí, sin dudar un instante.
—¿Por qué imposible? —me replicó.
—La historia no es circular —dije—, aunque así la concebía el filósofo e historiador italiano Giambattista Vico. Es difícil que un hecho histórico se repita y, cuando sucede tal repetición, como decía Karl Marx, lo que primero fue tragedia se repite después como farsa. Pero, más allá de teorías, hay que decir que el México de 1968 era un país único, dotado de circunstancias materiales y culturales que ya no existen.
—¿Por qué dice usted “un país único”? —insistió Eliseo.
—Bueno, México vivía ese año un momento especial. Recordemos que a principios del siglo XX hubo en el país una revolución; una brutal guerra civil que produjo más de un millón de muertos y que trajo como resultado la instalación de un Estado presidencialista, autoritario y populista. Un resultado lógico, porque ninguna revolución armada produce sistemas democráticos. México pasó entonces a ser gobernado por militares: Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho. Al principio, el gobierno federal lanzó una serie de reformas sociales, en ámbitos como el educativo y el agrario, que beneficiaron, principalmente, a las masas campesinas; pero, desde 1940 en adelante, los sucesivos gobiernos volvieron la espalda gradualmente al campo y apoyaron el desarrollo urbano y la industrialización. Este viraje se acompañó de un endurecimiento del control político que ejercía el Estado sobre la sociedad.
En seguida, tomó la palabra Estrada, un chico muy inteligente, el más crítico de la clase.
—Maestro, explíquenos, ¿cómo era ese “control político”?
—En la base de todo estaba el partido oficial, creado por los militares que gobernaban el país y que, desde 1945, tomó el nombre de Partido Revolucionario Institucional, el PRI. Era un partido de sectores corporativos y de organizaciones, no de ciudadanos. El PRI integró un sector campesino, la Confederación Nacional Campesina, la CNC; un sector obrero, la Confederación de Trabajadores de México, CTM; un sector para las clases medias, la Confederación Nacional de Organizaciones Populares, CNOP; y un sector juvenil, la Confederación de Jóvenes Mexicanos, la CJM. Frente al PRI no había fuerzas políticas relevantes, porque el Partido Acción Nacional, el PAN, creado en 1939, era entonces muy débil y el partido oficial reunía bajo sus siglas, realmente, a una gran parte de la sociedad. Obsérvese bien: era un partido de organizaciones. Es decir, no agrupaba individualmente a ciudadanos, sino a sus representaciones colectivas. En otras palabras, el partido oficial era una gigantesca y poderosa maquinaria corporativa que ejercía un control político abrumador sobre la sociedad. ¿Quién era el líder de ese poder inmenso? Había un líder convencional, desde luego, pero el verdadero líder de ese partido era el presidente de la República, a quien la Constitución ya otorgaba un poder desmesurado.
Fue entonces cuando intervino Mónica Arvizu.
—Maestro, entonces ¿no había elecciones libres?
—Formalmente sí, había elecciones libres. El derecho a votar se ejercía. Lo que ocurría, sin embargo, era que en cada elección, toda vez que no tenía oponentes, el partido oficial arrasaba y obtenía invariablemente la mayoría de votos. Los pequeños partidos de oposición no la pasaban fácil. Desde los años treinta, el gobierno creó una oficina de inteligencia para reunir información sobre los opositores al gobierno, y en 1947 comenzó a operar la tristemente célebre Dirección Federal de Seguridad, que persiguió implacablemente a militantes del PAN y de otras organizaciones políticas opositoras menores, pero que tenían orientación radical, como fue el caso del Partido Comunista Mexicano. A través de esa instancia gubernamental, se persiguió igualmente a líderes y militantes de grupos sindicales, campesinos y juveniles disidentes.
—¿No había huelgas? —preguntó Bracamontes.
—Bueno —respondí—, cuando estallaba alguna huelga encabezada por líderes no priistas, es decir, independientes, y que éstos se negaban a aceptar (transar) las condiciones que ofrecían las empresas, el gobierno, sin rodeos, las reprimía utilizando no sólo la fuerza policiaca, sino también al ejército. Así ocurrió en 1958, con el movimiento ferrocarrilero que dirigió Demetrio Vallejo. En esa ocasión, la huelga fue aplastada con la intervención de miles de soldados, y su líder, encarcelado, juzgado y sentenciado a una pena de más de diez años de cárcel. En otras palabras, México no era un país democrático ni libre. Era un régimen autoritario, aunque algunos han llamado a ese régimen de “autoritarismo benévolo” (Octavio Paz lo denominó “ogro filantrópico”), porque era represivo al tiempo que tenía políticas sociales fuertes en materias de educación y salud, por ejemplo.
En ese momento, Estrada hizo una acotación.
—Entonces, era una dictadura.
—No, no era dictadura —respondí—. Pero, sí era un sistema autoritario. Había una libertad restringida. No obstante, cuando el gobierno enfrentaba alguna fuerza, social o política, que escapaba a su tutela, no dudaba en reprimir. La historia de la represión es extensa: en 1942 se reprimió a los obreros de la industria militar y a los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN); en 1946 se aplastó a los ferrocarrileros; en 1952, la fuerza pública reprimió una reunión de opositores que se realizaba en la Alameda; en 1956, la tropa entró al internado del IPN; entre 1958 y 1960, se reprimió a ferrocarrileros, electricistas, maestros, trabajadores postales y otros grupos de trabajadores; en 1962, el ejército asesinó al líder campesino Rubén Jaramillo; en 1964, militares fusilaron a campesinos en un pueblo remoto de Guerrero; en 1966, el ejército ocupó la Universidad Michoacana, etcétera. Se reprimía cualquier expresión colectiva que trastornara el orden.
Una nueva pregunta de Estrada dio un viraje a la conversación.
—Dejando atrás la política, díganos, ¿cómo vivían los jóvenes en 1968?
—Hay que definir primero de qué jóvenes hablamos. Si hablamos de estudiantes de educación superior, nos estamos refiriendo a hijos de la clase media, la cual, para entonces, había crecido mucho. En realidad, la economía del país vivía una época de prosperidad, el crecimiento anual era de más de seis por ciento del producto interno bruto, lo cual benefició, principalmente, a las ciudades y a las clases medias. El acceso a la educación superior había crecido también. Había instituciones excelentes; la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM, inauguró la Ciudad Universitaria en 1954, y esas instalaciones se convirtieron en orgullo nacional. No perdamos de vista esto: con el crecimiento demográfico, la industrialización y la urbanización, el país estaba cambiando aceleradamente. Pero, desde entonces, era perceptible que el modelo político y cultural que se trataba de imponer desde el Estado era una camisa de fuerza para la sociedad.