Todo acto o voz genial viene del pueblo
y va hacia él, de frente o transmitidos
por incesantes briznas, por el humo rosado
de amargas contraseñas sin fortuna.
CÉSAR VALLEJO
Para Anusca. Para Violeta.
Para los amigos carpinteros.
Para los QSQ siempre.
Epílogo
Las paredes de la Clínica Graellsia, situada en un hondo valle del Guadarrama, al norte de Madrid, recogieron los últimos aullidos y carcajadas de Martín Belinchón, que falleció, tras un delirio furioso e insomne que duró más de setenta horas, en la habitación número 9, en el ala oeste de la tercera planta del edificio, con vistas a la Peña del Águila, tras la que se había puesto el sol. Ojalá ya no tuviera miedo.
De su penosa vida apenas conocemos lo que él mismo nos relata en estos papeles, aunque sí se ha documentado que fue bisnieto de Benito Belinchón, el narrador de La cadena trófica. Benito, el último Belinchón, murió convencido de no haber dejado descendencia. La literatura era, por tanto, su destino natural, pues la familia de los Belinchón, al menos desde 1820, fue una interminable saga de autores de segunda fila que fracasaron testarudamente durante doscientos años.
Se creía, en efecto, que Benito fue el último Belinchón, hasta que hace pocos años se descubrió que, en Llanes (Asturias), había dejado embarazada a la cocinera de un hotel, Berta Sánchez. Su hijo, Benito Belinchón Sánchez, que llegó a ser alcalde de Cangas de Onís (Asturias) tras la guerra civil, fue el abuelo Benito del que habla Martín en sus singulares memorias.
Como él mismo relata, su hermano Enrique se suicidó poco antes de su primera crisis, que tuvo lugar en 1980 y se solucionó con una breve estancia en la Clínica Cavia. El segundo episodio fue más violento y su desenlace mucho más doloroso. Fue conducido a la Clínica Valdemar, donde es cierto que recibió terapia electroconvulsiva, aunque es dudoso que llegara a los treinta electrochoques de los que él habla. Tras tres años de hospitalización, recibió en 1995 el alta del doctor Bonilla y, con admirable fortaleza, volvió a su actividad docente, que desempeñó de forma irreprochable (a pesar de ciertas quejas de algunos padres de alumnos) durante veinte años, en los que mantuvo una decorosa y pacífica vida conyugal con Emilia Montalvo, su esposa y tutora legal, desde que Martín fuera inhabilitado en 1994. Su última crisis se desencadenó, según él dice sin entrar en detalles, a partir de una breve aventura erótica con una de sus alumnas, a la que él llama Yéssica, y que por el momento no ha podido ser identificada. Ella debía de tener entonces entre quince y diecisiete años; él estaba a punto de cumplir cincuenta y tres.
El sistema delirante elaborado por Belinchón es deudor del paranoico por excelencia, Daniel Paul Schreber, cuyos Sucesos memorables de un enfermo de los nervios (Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2003) utiliza a menudo Martín para dar forma a su pesadilla.
Si concebimos la psicosis como el hundimiento del universo simbólico del sujeto, que se enfrenta así a un vacío de significación, el delirio puede ser visto como una búsqueda de sentido, y de esta forma como una terapia que el propio enfermo elabora para defenderse. Lo más notable es que casi siempre son comunes los elementos esenciales en todos los delirios: el enfrentamiento con la divinidad, el mesianismo, la redención y la soledad insoportable de quien no puede comunicar su experiencia a otro ser humano.
Con estas precarias armas se enfrentó Martín a la adversidad, en un combate contra la locura y la opresión, en el que resultó destruido, pero quizá no vencido.
Además de este manuscrito, a su muerte se encontró una tarjeta postal, con una reproducción de la escena del pozo de la cueva de Lascaux, en la que Martín Belinchón dejó escrito, con su habitual (y a menudo insufrible) pedantería, un verso del Cantar de Mío Cid: «Podedes oír de muertos, ca de vencidos no».
Su viuda, Emilia Montalvo, le sobrevivió apenas unos meses y falleció en un accidente doméstico nunca del todo esclarecido.
Título original: Señales de humo
Rafael Reig, 2016
Ilustración de cubierta: Patricia Bolinches
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Notas
[1] Era lo que suplicaban los ahorcados de la balada de Villon: «Frères humains qui après nous vivez, / N’ayez les coeurs contre nous endurcis» (Hermanos humanos que tras nosotros vivís, / no seáis duros de corazón con nosotros).
[2] «¿No volveré a verte más que en la eternidad?», se preguntaba Baudelaire ante la fugitiva belleza de une passante o transeúnte. Mi familiaridad con el poeta, a cuyos nervios he tenido acceso con frecuencia, me asegura que la eternidad a la que se refería es el infierno, lo que indica que no vio a la viandante en un barrio residencial, puesto que daba por hecha su condenación, sino en un lugar semejante al que me encontraba yo.
[3] «¡Oh tú a quien yo habría amado, oh tú que lo sabías!», Charles Baudelaire, «À une passante».
[1] «¿Qué haré, madre? / Mi amado está a la puerta».
[2] Esa vaga claridad de aspecto fusiforme que se ve ciertas noches, después del ocaso o antes del amanecer, inclinada sobre el horizonte. Así define el diccionario la luz zodiacal, aunque solo la he encontrado en las pupilas de Martina.
[3] Se recogieron en el voluminoso libro Inscriptionum parietariarum pompeianarum supplementum (1909).
[4] De esa rebelión escribía Antonio Machado: «¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?».
[5]El País, 14 de junio de 2012.
[6] «El imperio familiar de las tinieblas futuras», Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, XIII.
[7]Poesía juglaresca y literaturas románicas.
[8] «¡Tanto amar, tanto amar, / mi amor, tanto amar! Enfermaron mis ojos brillantes / y duelen tanto».
[9] «¡Piedad, piedad, hermoso mío! Dime: / ¿Por qué tú quieres, ay Dios, matarme?».
[10] «Piedad, mi amor, / sola no me dejarás. / Guapo, bésame en la boca: / yo sé que no te irás».
[11] Así me dije, sin ánimo de ocultarle nada a Antón, que no podía conocer un término que hasta el siglo XVIII no le prestaría el francés a nuestra lengua.
[12] Solo mucho después supe que estaba recitando la Dança General de la Muerte, en la que la Muerte repite de forma obsesiva a los mortales que «ya non es tiempo»: Ya non es tiempo de yazer al sol / con los parroquianos bebiendo del vino.
[13] Años después se me informó de que aquella acrobática proposición aparece en la jarcha n.º 31, que suele traducirse: «No te amaré hasta que no juntes / las ajorcas de mis tobillos con mis pendientes».
[14] Entonces no supe darme cuenta de que se trataba del Libro de buen amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita.
[15] Ambos nombres se refieren al pene, que los romanos llamaban mentula cuando estaba fláccido y fascinus si estaba erecto y por tanto era capaz de provocar fascinación hipnótica en quien lo contemplara.
[16]Tres ensayos de teoría sexual.
[17] Ha llegado a mi conocimiento que esta Aquilegia vulgaris, tan común entre los pinos que rodean este sanatorio, es tóxica y produce la muerte por parada cardíaca, lo que no impide que sus semillas se usen para preparar afrodisíacos.
[18] «Para morir basta un ruidillo, / el de otro corazón al callarse», decía Vicente Aleixandre en el poema «Vida», de La destrucción o el amor.
[19] Este fenómeno de sensibilidad exacerbada se ha repetido en varias ocasiones, aunque siempre en uno solo de los sentidos, pues en dos simultáneamente resultaría incompatible con la vida. Tengo que señalar que, según mi experiencia, es mucho más difícil de soportar cuando afecta al olfato.
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