Arderás en la tormenta
John Verdon
Traducción de
Santiago del Rey
ARDERÁS EN LA TORMENTA
John Verdon
La tensión ha ido en aumento en White River. El inminente primer aniversario de la muerte de un motorista negro por el disparo de una policía local inquieta a una población económicamente deprimida y racialmente polarizada, enfrentada por discursos incendiarios, manifestaciones airadas y casos de incendios y saqueos.
La situación en White River se vuelve realmente tensa cuando se producen más muertes en lo que parece ser una escalada de venganzas. Sin embargo, cuando Gurney se pregunta por la verdadera naturaleza de todo este baño de sangre y se centra en aspectos peculiares de cada uno de los homicidios, el fiscal del distrito le ordena desvincularse de la investigación.
Obsesionado con los indicios que no corroboran la versión oficial de los hechos, Gurney decide actuar por su cuenta.
ACERCA DEL AUTOR
John Verdon trabajó en varias agencias publicitarias en Manhattan como director creativo hasta que, como su protagonista, se trasladó a vivir al norte del estado de Nueva York en un entorno rural. Sé lo que estás pensando fue su primera novela, un éxito mundial. En 2011, Roca Editorial publicó No abras los ojos, que también fue un éxito de crítica y ventas, a la que siguieron Deja en paz al diablo, No confíes en Peter Pan y Controlaré tus sueños. Su serie, que protagoniza el carismático detective retirado David Gurney, es ya un referente del género negro y criminal.
ACERCA DE LA OBRA
«Las novelas de John Verdon son inteligentes, sólidas, compulsivas, con giros brillantes, profundidad psicológica y personajes que llenan de vida sus páginas.»
JOHN KATZENBACH
«La imaginación sensacional de Verdon construye un pandemonio de crímenes internacionales. Deseemos larga vida a Verdon.»
JUSTO NAVARRO , ELPAÍS-BABELIA
«Cuando el detective Gurney vuelve, todo se detiene.»
DIARIODESEVILLA
«Verdon sabe cómo subirnos la tensión que nos hace pasar páginas sin podernos apear.»
PACO CAMARASA
«El thriller ha encontrado otro monstruo.»
CARLOS SALA , LARAZÓN
«Hace temblar a millones de lectores.»
EMMA REVERTER , QUÉLEER
Índice
Portadilla
Acerca del autor
Dedicatoria
PRIMERA PARTE
Furia oculta
SEGUNDA PARTE
El tercer hombre
TERCERA PARTE
No confíes en nadie
CUARTA PARTE
El espectáculo de horror
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Para Naomi
PRIMERA PARTE
Furia oculta
D ave Gurney estaba ante el fregadero de la cocina de su granja, con uno de los coladores de Madeleine en las manos. Con sumo cuidado, vaciaba en él un tarro muy antiguo de vidrio teñido, que contenía una especie de guijarros marrones recubiertos de una costra de barro.
Al limpiarlos de tierra, vio que eran más pequeños, de un color más claro y también más uniformes de lo que parecía en principio. Puso una toallita de papel en la encimera del fregadero y vertió sobre ella el contenido del colador. Cogió otra toallita y la aplicó meticulosamente sobre los guijarros hasta secarlos; luego los llevó, junto con el tarro, desde la cocina hasta el escritorio de su estudio y los colocó al lado de su portátil y de una gran lupa. Encendió el ordenador y abrió el documento que había creado con el programa de gráficos arqueológicos: un sistema que había adquirido hacía solo un mes, poco después de encontrar los restos de un antiguo sótano de piedra en el bosquecillo de cerezos situado por encima del estanque. Lo que había descubierto hasta ahora inspeccionando el lugar le impulsaba a creer que ese sótano había servido quizá de cimiento de una construcción de finales del siglo XVII o principios del XVIII : tal vez la casa de un colono en lo que entonces debía de haber sido una región fronteriza salvaje.
El programa arqueológico le permitía superponer una retícula a escala sobre una foto actual de la zona del sótano, y luego marcar las cuadrículas con códigos para indicar la ubicación exacta de los objetos que había encontrado. Una lista adjunta enlazaba los códigos de identificación con la descripción verbal y las fotografías de cada uno de los objetos hallados. Entre estos objetos, ahora había dos ganchos de hierro, que, según lo que decían en Internet, se empleaban para estirar pieles de animales; un utensilio modelado con un hueso largo, que servía probablemente para desollar y rascar las pieles; un cuchillo con el mango negro; los restos oxidados de varios eslabones de una cadena de hierro; y una llave también de hierro.
Prácticamente sin darse cuenta, había empezado a contemplar aquellos pocos objetos, apenas iluminados por sus escasos conocimientos del periodo histórico al que estaban asociados, como los primeros e incitantes fragmentos de un rompecabezas: como una serie de puntos que debían conectarse con la ayuda de otros puntos todavía por descubrir.
Después de anotar la ubicación de su último hallazgo, cogió la lupa para examinar el tarro, que era de un cristal azulado y ligeramente opaco. A juzgar por las fotos que había en Internet de otros recipientes similares, el tarro concordaba con su estimación de la época de los cimientos.
A continuación se concentró en los guijarros. Sacó un clip del cajón del escritorio, lo desdobló hasta convertirlo en un alambre más o menos recto y lo utilizó para mover uno de los guijarros, girándolo y dándole vueltas bajo la lupa. Parecía relativamente pulido salvo en una de sus facetas, que consistía en un hueco diminuto con unos bordes afilados. Prosiguió con el segundo guijarro, en el que identificó la misma estructura; y luego con el tercero y el cuarto, así como con los cuatro restantes. Esa minuciosa inspección revelaba que los ocho, sin ser idénticos, tenían la misma configuración básica.
Se preguntó cuál podría ser el significado de eso.
Luego se le ocurrió que quizá no fueran guijarros.
Podían ser dientes.
Dientes pequeños. Posiblemente de un niño.
Si era así, le venían inmediatamente otras preguntas a la cabeza: preguntas que le impulsaban a volver al yacimiento para excavar un poco más.
Justo cuando se levantaba, Madeleine entró en el estudio. Echó un vistazo rápido a los objetos esparcidos sobre la toalla de papel, con ese leve rictus de repugnancia que cruzaba su rostro cada vez que pensaba en la excavación que ahora tenía bloqueado el sendero que tanto le gustaba. Tampoco ayudaba que la forma que Gurney tenía de abordar esa excavación le recordara a la actitud con la que solía abordar una escena del crimen en el pasado, en su época de detective de homicidios de la policía de Nueva York.
Una de las fuentes constantes de tensión de su matrimonio era esa grieta siempre abierta: una grieta entre el deseo de Madeleine de que ambos cortaran con su pasado en la ciudad, para abrazar incondicionalmente una nueva vida en el campo, y la incapacidad (o la resistencia) de Gurney para deshacerse de una vez de su actitud profesional, de esa necesidad de estar siempre investigando algo.