Diego Manrique - Jinetes en la tormenta
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- Libro:Jinetes en la tormenta
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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Jinetes en la tormenta: resumen, descripción y anotación
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Sin Diego A. Manrique, nuestra percepción de la música pop sería distinta. Desde las páginas de la prensa o los micrófonos de la radio, ha ido construyendo, año tras años, un paisaje sonoro que forma parte de la biografía sentimental de muchos españoles. La síntesis de su trabajo que se recoge en Jinetes en la tormenta nos conduce por el latido de la música negra, desde Wilson Pickett a Michael Jackson, evoca el ritmo abrasador del rey del soul Otis Redding, se detiene en gigantes del jazz como Billie Holiday o Miles Davis, nos devela los secretos de «malditos» como Syd Barrett, el genio de Pink Floyd, la desdichada Amy Winehouse o el satánico Aleister Crowley… Tom Waits, Jerry Lee Lewis, los Doors, los Rolling Stones, The Who, U2, Springsteen, Nirvana… y muchas otras figuras esenciales, sin olvidar a los que fueron protagonistas de la llamada movida madrileña, nutren estas páginas retratados con la inigualable capacidad de Diego A. Manrique para hacer que estos Jinetes en la tormenta nos muestren su rostro más auténtico. A veces, conviene advertirlo, el resultado rompe la imagen tópica de algunos artistas. Diego A. Manrique comparte con los lectores las claves de una pasión destilada a lo largo de los años en forma de programas radiofónicos y televisivos y en sus críticas y artículos periodísticos: la crónica social de una época extraordinariamente fértil, que despegó con la aventura generacional de los sesenta. Este libro es la culminación de una dilatada carrera literaria en la que el más reputado de nuestros críticos ha sabido emplear su agudeza para captar una realidad turbulenta y aproximarse a ella desde el lenguaje universal de la música.
Diego Manrique
ePub r1.2
SoporAeternus 04.06.15
Título original: Jinetes en la tormenta
Diego Manrique, 2013
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2
Il tuo bacio è como un rock.
Llegué de noche a Los Ángeles, tras cambiar de avión en Nueva York. Alguien me iba a recoger, pero no vi ningún cartel con mi nombre. En pocos minutos, me quedé solo en aquella sala del aeropuerto. Me acerqué cauteloso a la salida. Ni taxis ni nadie a quién preguntar.
Uno de los síntomas de la enfermedad del musiquero es la recurrencia de canciones, como si tuvieras en la cabeza un juke box caprichoso. Enmarcas lo que está ocurriendo en algo que descubriste muchos años antes. Aquella noche, no podía dejar de evocar el «Riders on the storm». Y no la versión canónica, de los Doors. Lo que sonaba era la incluida en un disco de recitados de Jim Morrison. Se escucha a Morrison hacer una llamada. Usa la jerga hippy pero no transmite paz + amor. Explica sucintamente que acaba de volver a la ciudad. Ninguna novedad. Bueno, sí: hizo autostop y subió al coche de un desconocido. El tipo se propasó y tuvo que matarle. Nada importante.
De repente, un coche quemando llanta. No tuve tiempo ni de asustarme: «¿Diego, no? ¡Bienvenido a Los Ángeles! Disculpa el retraso, he tenido un día del carajo». Al volante estaba José Menéndez, nacido en Cuba y directivo de RCA Records, la discográfica que organizaba el viaje.
Un inciso. En aquellos años, no era demasiado habitual que un periodista europeo viajara hasta California simplemente para entrevistar a un cantante (un grupo, en mi caso). Así que los disqueros estadounidenses se esforzaban por hacerte agradable la estancia. Muy diferente de lo que vivías —y vives— en Londres, por ejemplo. Te podías pasar todo un día en unas oficinas, esperando la llegada de alguna estrella, y a los británicos jamás se les ocurría que conservabas el saludable hábito de comer. Mínimo contacto humano.
¡Qué diferencia! José Menéndez me había seleccionado un buen hotel y, una vez me cambié de ropa, insistió en llevarme a un diner. Estaba dispuesto a acompañarme a diversas atracciones turísticas y se decepcionó cuando le di las gracias y expliqué que no era precisamente mi primera visita a California. De todas formas, insistió, una vez hubiéramos resuelto el asunto de la entrevista, quería que cenara con su familia.
Finalmente, tuve que renunciar a la invitación: no se lo expliqué —mejor no confesar los vicios—, pero prefería husmear entre las tiendas de discos y librerías de la ciudad, abiertas hasta bien entrada la noche. No volví a saber de José Menéndez hasta bastantes años después. Desde la RCA española, la persona que había coordinado mi viaje me comentó que Menéndez había sido asesinado.
Sí, exactamente, era el protagonista de aquel caso que fascinaba a los periódicos. Ay, no me había fijado en el nombre; además, le describían como un ejecutivo del negocio del vídeo. Menéndez, me explicó, tras abandonar RCA, se enriqueció con el fenómeno del VHS. Disfrutaba de una mansión en Beverly Hills hasta la noche del domingo 20 de agosto de 1989, cuando él y su mujer fueron tiroteados.
Durante unos meses, se habló de asesinatos mafiosos (ya saben, el mundo de la farándula y sus amistades peligrosas). Hasta que se destapó que los autores fueron Lyle y Eric, los hijos de la pareja. Dos descerebrados que ansiaban gastarse los ahorros familiares, algo que hicieron con deleite. Hasta que Eric, el pequeño, confesó la verdad a su psicólogo; Lyle amenazó al profesional y este acudió a la policía.
Los Menéndez están condenados a cadena perpetua. Cuando me encuentro con su nombre (leo que atraen a mujeres fantasiosas), retrocedo a aquella noche en el LAX, tan desierto y tan inhóspito. Yo temía al asesino en serie que se menciona en la letra de «Riders on the storm», pero la realidad es, simultáneamente, más prosaica y más terrorífica.
Las canciones, saben ustedes, son mentira. Pero se trata de una mentira dulce. Así que vale la pena seguir su pista. Y la de sus creadores.
Una de las frustraciones como periodista musical suele ser la escasa demanda de información sobre música negra por parte de los medios nacionales. Santiago Auserón, que ha escrito extensamente sobre la presencia de la negritud en España, piensa que, a finales de los sesenta, hubo un cisma entre los consumidores de música pop: deslumbrados por las promesas del rock progresivo, rechazaron las expresiones más corporales. El peor insulto, recuerda, era entonces «discotequero».
Generalizando, los artistas negros han tenido peores carreras comerciales que los blancos: sufren contratos miserables, circuitos más reducidos, abruptos cambios de tendencia que les dejan a la intemperie. Sus deslices han recibido un tratamiento más cruel que el de sus colegas caucasianos: James Brown o Chuck Berry conocieron la cárcel por incidentes que, de haber sido protagonizados por un Jerry Lee Lewis, hubieran sido silenciados, como sabemos que ocurrió con historias similares. Hasta que un día mueren y, sí, entonces puedes escribir sobre ellos.
Nacido en Prattville (Alabama) el 18 de mayo de 1941, Wilson Pickett falleció el 19 de enero de 2005, en Ashburn (Virginia), víctima de un ataque al corazón. Durante los años sesenta, fue responsable de muchos de los éxitos más robustos de la compañía Atlantic.
Hacía tiempo que no se sabía nada de Wilson Pickett: en los últimos años, aparecía con mayor frecuencia en las páginas de sucesos y tribunales que en las noticias musicales; su último disco conocido,
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