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José Vasconcelos - La tormenta

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José Vasconcelos La tormenta

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Título original: La tormenta

José Vasconcelos, 1936

Prólogo: Enrique Krauze

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

La dedica el autor a don Alfonso Taracena Preámbulo La verdad es lujo de - photo 1

La dedica el autor a

don Alfonso Taracena

Preámbulo

La verdad es lujo de caracteres desesperados y de naciones fuertes. Y no hace falta gritarla a los desahuciados. La carta que me juego con este libro es, por lo mismo, dudosa. Si México ha de salvarse algún día, por obra de generaciones de más firme estofa que las actuales, ellas sabrán agradecer la desolladura que infiero al cuerpo llagado de la patria. Si nuestro destino colectivo ha de ser el mismo de los mexicanos de los territorios perdidos en el cuarenta y siete, fellahs sin conciencia de su desventura, entonces no habrá jamás quien comprenda la advertencia que clama en mis escritos. Y nada reclamo. Tiene derecho el moribundo de agonizar sin que nadie le perturbe el silencio.

Reviso en estas páginas uno de los periodos más confusos, perversos y destructores de cuantos ha vivido la nación; y también la época más dispersa, pecadora y estéril de mi vida.

Por tener que seguirlo narrando todo según ocurrió, lastimaré de nuevo la sensibilidad pudorosa de los censores de ciertos pasajes limpiamente desnudos de la primera parte de esta obra, el Ulises criollo. Reflexioné, sin embargo, el juicio honrado en que mal podría expresar la verdad ajena quien no comenzase usando la verdad en su daño.

Autor que se respeta escribe para ser leído a los cincuenta años de publicado; cuando ya no preocupan lazos de familia ni consideraciones de afecto. Y cuando el yo antipático del personal relato se ha vuelto un yo, unidad humana que puede adoptar la deposición propia de cada uno de los lectores. Y por lo que hace al simple decoro del texto, recuerden las almas piadosas, únicas cuya opinión estimo, que toda vida completa es una experiencia vasta, semejante a la obra de las catedrales majestuosas que son resumen de la fe. Y pese a su carácter sagrado, en ellas se tolera el rincón de las tallas obscenas que sólo se muestran al visitante sensato y se ocultan del inexperto. De otra manera perdería el edificio el sentido cabal de la totalidad.

Me he referido a las almas piadosas y en ellas reconozco, ya se supone, a las que saben compadecer al prójimo en sus ilusiones y en sus faltas, con abundancia de caridad.

Los párrafos finales de La Tormenta darán tal vez la impresión de que al iniciarse el régimen obregonista, castigada la despótica desgobernación de los carrancistas, el país entró en una era venturosa y constructiva. Desgraciadamente duró poco el buen gobierno y en seguida el obregonismo revertió a lo que fuera; tornó a convertirse en agravado carrancismo y opresión salvaje, como que enloqueció en la deshonra de darse por jefe a un Calles. Lo que esto produjo a partir de los tratados Warren y Pani y la gestión del embajador Morrow, daría material para un volumen que se titulase El Proconsulado. Dudo que tal libro hallase editor, y ni siquiera estoy muy seguro de que podrán vencer el aseo a fin de manejar y reducir a expresión verbal semejante cúmulo de infamias. La traición merece la horca, no el comentario.

El título La Tormenta me lo sugirió el asunto, desfile patético de anhelos informes, acción caricaturesca de personajes macabros; cielo de apocalipsis donde no hay un solo reflejo que sea presagio de aurora… ¿Contaré alguna vez de cuando fui Prometeo, encadenado en Guaymas, prisionero de quienes debían haberme prestado apoyo, víctima de las fuerzas que se han propuesto destruir a la casta ciega de los mexicanos…? Hace tiempo que me repito como estribillo: ¿Para qué seguir hablándole de salud a los incurables?

Profeta, en el sentido lato, es quien anuncia a los pueblos la verdad y la justicia. Y hay momentos en que el profeta por respeto de sí mismo ha de callar. Pues no se merecen profetas los pueblos que escuchan la verdad y no se apasionan por ella. Por algo únicamente los hebreos dieron profetas entre los antiguos, y en el mundo moderno, es en los pueblos dominantes donde la palabra vence, se impone, gana el mando, en tanto que los delincuentes van a presidio. Las masas embrutecidas no engendran profetas; y si llegan a tenerlos no los comprenden; oyen sus palabras y aun simulan aprobarlas; pero no actúan. Separan el ideal de la práctica y esto es ya degradación y estulticia. Pues la palabra noble ha de mover el ánimo; de otro modo se vuelve farsa.

Y para no desperdiciar el esfuerzo, para no envilecerlo con la impotencia, se inventó el consejo sagrado: No eches perlas a los cerdos. ¡Ay de los pueblos donde el profeta se calla porque siente que le envilecen su palabra los mismos que la aplauden, pero no obran!

Introducción Caminábamos por una senda del tránsito irregularmente sombreada - photo 2
Introducción

Caminábamos por una senda del tránsito, irregularmente sombreada por altos cedros resinosos, a poca distancia de la carretera que corre paralela a los tranvías eléctricos. Tapias de mampostería ocultan la exuberancia de los huertos. A veces un rosal desborda y tiende su caricia a la altura casi de la mano. La tarde clara enciende en su luz las cosas. Serpea el camino en el llano; luego se pierde en los caseríos. Se ensancha el valle poblado de construcciones, bosques y sembrados. Cerrando el horizonte se eleva distante la masa oscura de la cordillera. Hacia la derecha, como holocausto gigantesco, reposa la cumbre hirsuta y a la vez elegante de la Mujer Durmiente, la montaña Iztaccíhuatl. A su lado, más alto, el cono casi perfecto del Popocatépetl. ¡Enorme ambición consumada y deshecha! Por escarpadas laderas trepan unos pinares. En la región del frío perenne refulge desnudo el granito; encima blanquean las nieves. Los planos y lomos de la sierra, y aun sus riscos, desenvuelven un suave dibujo de líneas que fingen músicas. Abajo, en la llanura extensa, se pintan de ocre y de rosa, de azul y de blanco, las casas y los edificios. Por la zona densa de construcciones, la ciudad rutila en sus cúpulas de mayólica, se ufana en sus torres barrocas, respira en sus plazas y sus patios, medita en azoteas y terrazas. El firmamento de añil se torna púrpura cuando el ocaso hiere la blancura de los volcanes.

A mi lado, Adriana, fresca la piel, ondulante la marcha, amorosa la risa, turgente de formas, se adelanta, se acerca o se aleja como si respondiese el eterno anhelo contradictorio del Adán que en cada hombre revive, y unas veces repele y otras veces ansía el contacto de la Eva gloriosa. ¡A ratos azote, a ratos el tesoro más codiciable de la Creación!

A propósito del panorama, comentábamos de nuevo los esbozos que acababa de mostrarme, como fruto de su reciente dedicación a la pintura. Comenzaba a darle clases Argüelles, el conocido y hábil artista que ella calificaba, además, de Tenorio, fiel a su don, acaso inconsciente, de provocar mis celos cada vez que me hablaba de otro hombre. Pero el momento era de paz y disfrute. Estaba diáfano el firmamento y despejada la dinámica del alma.

—Allí está —expresé, apuntando con el dedo— la casa que fue de Velasco, doble piso de ladrillos rojos que abrigó las tareas del mejor retratista de las bellezas innumerables del Valle de México, aunque por entonces los jóvenes, infatuados de impresionismo, lo tildasen de fotógrafo…

—Pero es la naturaleza la que ha de imitar al arte —repetía Adriana, muy enterada de la moda de Wilde y un poco desorientada por el rápido hojeo del Vasari, el Symonds y el Burckhardt que de mi pequeña biblioteca le había llevado, al aparecerle de pronto la vocación pictórica.

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