Table of Contents
Este libro se lo dedico a mi hijo Stephen, que, por la gracia de Dios, me ha enseñado el don del amor y de la alegría a través de los ojos de un niño.
También dedico este libro a los profesores y empleados de la escuela primaria Thomas Edison:
Steven E. Ziegler
Athena Konstan
Peter Hansen
Joyce Woodworth
Janice Woods
Betty Howell
y a la enfermera de la escuela.
A todos ustedes, por su valor y por jugarse
el puesto aquel fatídico día:
el 5 de marzo de 1973.
Me salvaron la vida.
AGRADECIMIENTOS
Tras años de intenso trabajo, sacrificio, frustración, compromisos y engaños, por fin se publica este libro y se halla disponible en las librerías. Quiero detenerme un momento para rendir homenaje a quienes creyeron de verdad en esta cruzada.
A Jack Canfield, coautor del fenomenal éxito de ventas Chicken Soup for the Soul, por su extrema amabilidad y por abrirme una gran puerta. Jack es realmente un raro espécimen que, sin reservas, ayuda a más personas en un solo día que la mayor parte de nosotros en toda nuestra vida. Que Dios lo bendiga.
A Nancy Mitchell y a Kim Wiele, del Grupo Canfield, por su enorme entusiasmo y sus consejos. Gracias, señoras.
A Peter Vegso, de Health Communications, Inc., y a Christine Belleris, a Matthew Diener, Kim Weiss y a todo el personal de HCI por su honradez, su profesionalidad y sus atenciones diarias, que hacen que publicar sea un placer. Muchísimas gracias a Irene Xanthos y a Lori Golden por su impulso tenaz y por terminar lo que otros dejaban a medias. Y mi enorme agradecimiento al departamento artístico por su gran trabajo y dedicación.
Mi especial agradecimiento a Marsha Donohoe, extraordinaria editora, por las horas que ha dedicado a reeditar y a erradicar la “paja” del libro para proporcionar al lector un sentido claro y preciso de esta historia a través de unos ojos infantiles. Para Marsha, nobleza obliga.
A Patti Breitman, de Breitman Publishing Projects, por su trabajo inicial y por hacerme sudar tinta.
A Cindy Adams, por su confianza inquebrantable cuando más la necesitaba.
Mi especial agradecimiento a Ric & Don, del centro turístico Río Villa, mi hogar durante el desarrollo de este proyecto, por proporcionarme un santuario perfecto.
Y por último a Phyllis Colleen. Te deseo paz y felicidad. Que Dios te bendiga.
NOTAS DEL AUTOR
Algunos nombres de este libro se han cambiado para proteger la dignidad e intimidad ajenas.
Este libro, la primera parte de una trilogía, presenta un lenguaje desarrollado desde el punto de vista de un niño. El tono y el vocabulario reflejan la edad y los conocimientos del niño en ese momento concreto.
El libro se basa en la vida del niño de los cuatro a los doce años de edad.
EL RESCATE
5 de marzo de 1973, Daly City, California. Estoy retrasado. Tengo que acabar de fregar los platos a tiempo, si no, no hay desayuno; y como anoche no cené, he de comer algo. Mamá corre por la casa chillando a mis hermanos. Oigo sus pasos pesados por el pasillo dirigiéndose hacia la cocina. Vuelvo a meter las manos en el agua hirviendo de enjuagar. Demasiado tarde. Me coge con las manos fuera del agua.
¡PLAF! Mamá me pega en la cara y me tiro al suelo. Sé que no debo quedarme de pie y aguantar el golpe. He aprendido, a base de cometer errores, que lo considera un desafío, lo que significa más golpes o, peor aún, quedarme sin comer. Recupero mi postura anterior y evito su mirada mientras me grita al oído.
Actúo con timidez, asintiendo a sus amenazas. “Por favor,—me digo—, déjame comer. Vuelve a pegarme, pero tengo que comer.” Otra bofetada hace que me golpee la cabeza contra el mostrador de azulejos. Lágrimas de falsa derrota me corren por las mejillas mientras sale de manera precipitada de la cocina aparentemente satisfecha consigo misma. Después de contar sus pasos para asegurarme de que se ha ido, dejo escapar un suspiro de alivio. Mi actuación ha dado resultado. Mamá puede pegarme todo lo que quiera, pero no he dejado que me arrebate mi voluntad de sobrevivir.
Acabo de fregar los platos y, después, hago el resto de mis tareas domésticas. Como recompensa, recibo el desayuno: las sobras de un tazón de cereales de uno de mis hermanos. Hoy son Lucky Charms. Sólo quedan unos trocitos de cereales en medio tazón de leche, pero los engullo lo más de prisa posible, antes de que mamá cambie de opinión. Ya lo ha hecho otras veces. Le gusta usar la comida como arma. Sabe que no debe tirar las sobras al cubo de la basura. Sabe que después las cojo. Mamá se sabe la mayoría de mis trucos.
Unos minutos más tarde estoy en la vieja ranchera de la familia. Como voy tan retrasado con las tareas domésticas, me tienen que llevar en carro al colegio. Normalmente suelo ir corriendo y llego justo cuando comienza la clase, sin tiempo para robar comida de las fiambreras de otros niños. Mamá deja salir a mi hermano mayor, pero a mí me retiene para sermonearme sobre lo que piensa hacer conmigo mañana. Va a llevarme a casa de su hermano. Dice que el tío Dan “se ocupará de mí”. Lo dice de manera amenazadora. La miro asustado, como si de verdad tuviera miedo. Pero sé que, aunque mi tío es un hombre duro, no me tratará como lo hace mamá.
Antes de que la ranchera se pare del todo, salgo corriendo. Mamá me grita para que vuelva. He olvidado mi fiambrera abollada que, en los tres últimos años, siempre ha tenido el mismo menú: dos emparedados de mantequilla de maní y unos bastoncillos de zanahoria. Antes de que vuelva a salir disparado del carro, me dice:
—Diles... Diles que has tropezado con la puerta.
Después, con una voz que rara vez emplea conmigo, me vuelve a decir:
—Que pases un buen día.
Le miro los ojos rojos e hinchados. Todavía le dura la resaca de la borrachera de anoche. Su pelo, en otro tiempo hermoso y brillante, le cae ahora en mechones consumidos. Como de costumbre, no lleva maquillaje. Está gorda y lo sabe. En general, éste se ha vuelto el aspecto típico de mamá.
Como llego tan tarde, tengo que presentarme en la oficina de la administración. La secretaria de pelo gris me saluda con una sonrisa. Unos instantes después sale la enfermera de la escuela y me conduce a su despacho, donde llevamos a cabo la rutina habitual. Primero, me examina la cara y los brazos.
—¿Qué es eso que tienes encima del ojo?—me pregunta.
Asiento dócilmente:
—He tropezado con la puerta del vestíbulo... sin querer.
Vuelve a sonreír y coge una tablilla con sujetapapeles de encima de un armario. Pasa una o dos hojas y se inclina para enseñármelas.
—Mira—señala la hoja—, eso fue lo que dijiste el lunes pasado. ¿Te acuerdas?
Rápidamente cambio de historia.
—Estaba jugando al béisbol y me di con el bate. Fue un accidente.
Accidente. Siempre debo decir eso. Pero la enfermera no se deja engañar. Me regaña para que le diga la verdad. Siempre termino por derrumbarme y confesar, aunque creo que debería proteger a mi madre.
La enfermera me dice que no me preocupe y me pide que me desnude. Hacemos lo mismo desde el año pasado, así que la obedezco inmediatamente. Mi camisa de manga larga tiene más agujeros que un queso de Gruyère. Es la misma que llevo desde hace dos años. Mamá me obliga a ponérmela todos los días para humillarme. Los pantalones están prácticamente en el mismo estado y los zapatos tienen agujeros en la zona de los dedos. Puedo sacar el dedo gordo por uno de ellos. Mientras me quedo en ropa interior, la enfermera anota las diversas marcas y moretones en la tablilla. Cuenta las marcas en forma de corte que tengo en la cara y busca alguna que le haya pasado desapercibida anteriormente. Es muy concienzuda. A continuación, me abre la boca para mirarme los dientes, que están mellados por habérmelos golpeado contra el mostrador de la cocina. Escribe varias notas más en el papel. Mientras continúa examinándome, se detiene en la antigua cicatriz del estómago.
Página siguiente