Nota del editor
Los grandes periodistas se caracterizan por estar en el lugar adecuado en el momento preciso. William Louis Shirer, una de las leyendas del periodismo estadounidense, sin duda tenía ese don. Para él, el lugar fue Berlín y el momento, la segunda mitad de la década de 1930. La historia más terrible y fascinante del siglo XX , el auge de la barbarie nazi en pleno corazón de Europa, en una de las naciones más avanzadas del mundo, encontró en él a su mejor cronista.
Nacido en Chicago en 1904, Shirer quedó huérfano de padre a los nueve años. Su madre, Betsy Tanner Shirer, se llevó al pequeño William y su hermano menor a Cedar Rapids, en el estado de Iowa, muy lejos de esa Europa donde desarrollaría gran parte de su carrera. Tras graduarse en 1925 en el Coe College de Iowa, su vocación de escritor le llevó tras los pasos de la «generación perdida». Cruzó el Atlántico en un barco de ganado y cuando prácticamente había agotado sus ahorros, logró un empleo en la edición parisina del Chicago Tribune, lo que le permitió quedarse. París en 1925 era una ciudad vibrante, que Shirer amó «como se ama a una mujer». Allí trabajó con James Thurber y Elliot Paul y trató a Hemingway, Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, Ezra Pound, Isadora Duncan y Gertrude Stein. Unos cursos de historia europea en el Colegio de Francia le sirvieron para conocer mejor el viejo continente, y pronto, a los veintitrés años, pasó a trabajar para la sección de internacional de la edición norteamericana del periódico.
Su primera gran historia fue la llegada de Charles Lindbergh a Francia tras atravesar el Atlántico en solitario. También cubrió las reuniones de la Sociedad de Naciones en Ginebra y viajó a Londres, Roma y Viena. En 1928 se ocupó de los Juegos de la IX Olimpíada, celebrados en Amsterdam. Fue a la India a entrevistar a Gandhi y a Afganistán para la coronación del rey Nadir Khan. En 1931 dirigía la oficina para Europa Central del Chicago Tribune, en Viena, donde se había casado con Theresa Stiberitz. Sin embargo su suerte se empezó a torcer. En un accidente de esquí en los Alpes perdió la vista de un ojo y, poco después, la onda expansiva de la Gran Depresión acabó por costarle su empleo.
El matrimonio Shirer buscó refugio en España, en una casa en la costa catalana, en Lloret de Mar. Un lugar paradisíaco donde pasaron «el mejor año, el más feliz que hemos vivido, y el más tranquilo también». Su vecino era Andrés Segovia, que se acercaba por las tardes a conversar o a tocar a Albéniz o Bach con su guitarra. El corresponsal estadounidense Jay Allen y Luis Quintanilla eran visitantes frecuentes. Pero en enero de 1934, sin dinero, Shirer se vio obligado a aceptar una oferta de trabajo del New York Herald y volver a París, a sabiendas de que era una ciudad muy distinta de la que había conocido nueve años antes.
Entonces empieza el Diario de Berlín, con una recapitulación sobre el año pasado en España, sobre Barcelona, Madrid, Toledo y el Greco. Como si se hubiera tratado de una pausa para tomar aire, Shirer se había recuperado de las enfermedades contraídas en la India y Afganistán y estaba listo para sumergirse de nuevo en el fragor de los acontecimientos, justo cuando el pulso de la historia se aceleraba y Europa avanzaba imparable hacia la catástrofe.
La lucidez y la inteligencia de Shirer asombran desde el principio. Al poco de llegar a París, el 7 de febrero de 1934, presenció unos graves disturbios entre el gobierno, la ultraderechista Union National des Combattants y los comunistas. Su entrada de ese día termina: «Es de destacar asimismo el hecho de que los comunistas lucharan anoche en el mismo lado de las barricadas que los fascistas. Eso no me gusta», y el eco del pacto Molotov-Ribbentrop resuena en el lector.
En agosto de ese mismo año aceptó un puesto mejor en el Universal News Service de William Randolph Hearst y se trasladó a Alemania, donde llegó justo a tiempo para presenciar la apoteosis nazi en Nuremberg, «la mejor introducción posible al mundo de pesadilla que Adolf Hitler empezaba a crear en su país de adopción». El horror y la fascinación que le produjo el espectáculo montado por los nazis y exhibido hasta la saciedad a la nación por la poderosa maquinaria propagandística de Joseph Goebbels serían una constante durante su estancia en Alemania.
Tres años duró esa primera estancia en Berlín, ya que en el verano de 1937 Hearst disolvió su servicio de noticias y Shirer se encontró sin empleo. Sin embargo, a los pocos días Edward R. Murrow, el corresponsal en Londres de la cadena de radio CBS, le contrató para ayudarle a cubrir Europa. Ese fue el comienzo de unas emisiones legendarias, el boletín internacional de la CBS del que Shirer fue parte fundamental.
A través de sus contactos con la jerarquía nazi y fuentes que le pasaban información jugándose la vida, Shirer logró retratar en su diario tanto los grandes acontecimientos de la época, la ocupación del Rin, el Anschluss con Austria, la conferencia de Munich, la entrega de Checoslovaquia, el estallido de la guerra, como el día a día de una Europa que avanzaba inconsciente e inexorablemente hacia el desastre. Su prestigio era tal que fue uno de los doce corresponsales extranjeros que recibieron permiso de Berlín para acompañar al ejército alemán en la conquista de Francia en 1940.
Pero a medida que la guerra se prolongaba las condiciones de trabajo empeoraron. La censura era cada vez más dura y los trucos de Shirer, usar jerga estadounidense que los censores, habituados al inglés británico, no entendían, y reflejar con la voz la credibilidad de las informaciones que daba, no funcionaban tan bien como antes. Cuando una fuente de confianza le advirtió de que la Gestapo preparaba una acusación de espionaje contra él, decidió que era el momento de marchar y reunirse con su mujer y su hija, refugiadas en Estados Unidos desde 1938. Con un hábil ardid logró sacar de Berlín sus diarios, donde había recogido todo lo que la censura le impedía contar por las ondas, y los publicó en 1941 en Estados Unidos. El resultado fue un inmediato y gigantesco éxito entre un público ávido de noticias sobre lo que ocurría al otro lado del Atlántico.
Tras una fuerte pelea con Murrow por un tema profesional, dejó la CBS en 1947 y se concentró en la escritura de su monumental Auge y caída del Tercer Reich, una obra capital de la historiografía de la Segunda Guerra Mundial que publicó en 1961 y que obtuvo el prestigioso National Book Award de No Ficción. Autor además de varias novelas y de una biografía de Gandhi entre otros libros de ensayo, Shirer murió en Boston en 1993, plenamente consciente de que su lugar había sido Berlín, y su momento, la segunda mitad de la década de 1930.
Prefacio a la primera edición
La mayoría de los diarios, diríase, se escriben sin intención de publicarlos. No tienen en cuenta el ojo del lector. Son personales, íntimos, confidenciales, parte de uno mismo que es mejor ocultar del duro mundo exterior.
Este diario no pretende en ningún momento pertenecer a esa especie. Lo escribí por placer y para mi propia tranquilidad, sin duda, pero también (para ser totalmente sincero) con la idea de que un día podría publicarlo casi entero, si a algún editor le interesaba hacerlo. Obviamente esto no se debía a que pensara ni por un minuto que yo o la vida que había llevado tuvieran la menor importancia ni fueran de un interés particular para el público. La única justificación a mi juicio es que el azar y el tipo de trabajo que desempeñé parecieron darme una oportunidad bastante rara para escribir, día a día, una crónica de primera mano de una Europa que ya estaba agonizando y que, a medida que pasaban los meses y los años, se deslizaba inexorablemente hacia el abismo de la guerra y la autodestrucción.