Diario de otoño
SALVADOR PÁNIKER
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A mi hija Mónica, que ya no está
1996
2 de enero
Anoche no hubo fiesta en casa, ya casi nunca la hay, me emocionan poco los cambios de hoja de calendario, y despedí al 95 sin pena ni gloria, mirando la televisión con Goyo, tras un encuentro de baja frecuencia con la shakti, Mónica en casa de su amiga PG, yo con mis acostumbradas perplejidades, cavilando que aquí lo que más nos traiciona es el lenguaje, particularmente ese constructo del año de la nana que separa todavía sujeto, verbo y predicado, un constructo completamente inadecuado para expresar el flujo no fragmentado de la existencia, como si el yo y el mundo pudiesen separarse.
12 de enero
Fui a la tele a hablar de eutanasia. ¿Merecía la pena haber ido? Pues no sé, quizá, depende. Juraría que algo de lo que dije, y el modo en que lo dije, ha sonado a verdadero. Lo cual ya es un punto de partida. Un colocarse en el lugar geométrico de los hombres y mujeres de buena voluntad. Por así decirlo.
Era una mesa redonda. El bioético y jesuita Francesc Abel, un hombre honesto y algo colérico, sostiene una postura no muy distante de la mía; al final, lo que nos separa es su temor a los posibles abusos en caso de despenalización de la eutanasia voluntaria. Contraste con la rigidez ideológica de Montse M., del Opus. Me siento especialmente incómodo con esa gente del Opus, con sus sonrisas ortopédicas y su aire falso. En el tema de la eutanasia esgrimen argumentos aparentemente secularizados, pero en cuyo origen está un integrismo religioso puro y duro. Y está claro que carecen de la más mínima empatía compasiva hacia los enfermos que sufren. Que sufren sin esperanza. Piensan: Ante todo, los principios. Yo estoy en las antípodas. Al diablo los principios, y disminuyamos el horror del mundo.
13 de enero
Dice JX que estos últimos días ha leído a Rupert Sheldrake, lo cual le ha servido para iluminar nuestra relación y para explicar ciertas pautas de conducta que tienden a autorreforzarse. Y añade:
–Estoy escribiendo mucho sobre esos temas.
JX (la shakti) trabaja con ordenador, no tiene que usar tippex como yo, y para que no le husmeen sus textos guarda los disquetes bajo siete llaves. A mí no me han convencido todavía para que use ordenador; y me las apaño, más o menos malamente, con mi vieja Olympia. Trabajan de muy distintas maneras los escritores. Juan Carlos Onetti escribía con bolígrafo sobre agendas; Pablo Neruda a mano y con tinta verde; Jack Kerouac sobre un rollo de papel sin fin. Paul Auster sólo usa lápiz. Günter Grass utiliza la Olivetti-Lettera sobre soportes altos porque trabaja siempre de pie. Graham Greene se ponía a la faena de mañana, no sé si a pluma o a máquina, antes de la hora de la sensualidad y el whisky: sobre unas treinta líneas en los días fértiles. Hemingway escribía los diálogos de sus novelas a mano (con lápices recién afilados), las descripciones a máquina, de pie frente a un atril. Azorín se ponía a trabajar al alba, dicen que a máquina. Nabokov tomaba notas en tarjetas de 3 por 5 pulgadas, que luego su mujer pasaba a máquina. W. H. Auden solía meterse en faena tapando previamente las ventanas de su apartamento con lienzos negros. Husserl escribía en taquigrafía, y sus textos eran difíciles de descifrar. John Keats se ataviaba con sus mejores ropas antes de sentarse a componer un poema. Truman Capote trabajaba en posición horizontal, Virginia Woolf lo hacía de pie, Voltaire sobre la espalda desnuda de su amante.
–También he leído a Karen Horney, La personalidad neurótica de nuestro tiempo, un libro antiguo y todavía estimulante.
–Karen Horney me influyó en un tiempo –comento yo– por aquello de la «neurótica necesidad de ser querido». Me sentía retratado. Por cierto, que Karen Horney estudió Zen, y falleció el año en que yo me casé. Aunque también es verdad que el que se casó era otro.
Mientras hablamos, y por alguna razón que se me escapa, me vuelven a la memoria ciertos temores de la víspera, no importa ahora cuáles. Lo cual me desconcentra. Soy un hombre que, de alguna manera, necesita tener las cuentas siempre saldadas, los cabos sueltos bajo control. Si una idea, una emoción, lo que fuere, algo que se vuelve sólido, intercepta mis fluidos mentales, me quedo como bloqueado, sin poder seguir avanzando hasta haber tomado alguna decisión al respecto. Mi mente puntillosa necesita tener controlados todos los detalles. Lo cual es tanto un germen de eficacia como de ansiedad. La terapia Gestalt habla de «unfinished business». Es por esto que escribo un diario y, a ratos, practico una cierta meditación heterodoxa. Porque meditar es desobturar caminos, o algo así, cuando al final ya no hay caminos y uno deja de pensar.
Se lo explico a JX.
–Ayer –le digo– me entró una cierta aprensión, nada importante, pero que todavía me dura e interfiere, y una vez más compruebo mi necesidad de horizontes despejados, «la mesa vacía de papeles», un campo de conciencia libre.
–Tú lo que tienes –dice ella– es mucha voluntad de sistema.
–Colocar las piezas en un cierto orden, sí. Aunque el orden sea siempre provisional, porque yo soy un tipo humano bastante influenciable. En el terreno intelectual, por ejemplo, me ocurre lo que a Leibniz, que de todo gran autor, por alejado que se encuentre de mí, recibo siempre alguna lección.
Tras una discreta pausa, la shakti se despereza en el sofá.
–Estaba pensando –dice– en aquella mujer que en un tiempo fui, y que contigo hoy es diferente.
–Es que nosotros tenemos poco que ver con los que fuimos.
–Un cierto parecido, quizá.
–Un cierto parecido, sí.
El pasado como paisaje extranjero, el pasado cuyo sentido puede alterarse desde el presente, el pasado que fue ayer mismo. Ella y yo: habrá que convenir en la gran ventaja de tener la edad que ya tenemos. Porque ninguno de los dos, por la edad y la madurez, está, ni puede estar, achantado por el otro, y eso es una garantía de espontaneidad. Y así vuelve a mí la idea de entregarle a ella mis diarios. ¿No sería esto un acto de inocencia y perversión? Recién casado, Tolstói le dejó leer su diario a su joven esposa y ésta quedó horrorizada. El aristocráticamente candoroso Bertrand Russell también pensaba (en un tiempo) que entre amantes no debería haber secretos. Yo, a estas alturas de mi vida, me siento menos ingenuo. Si le entrego mi diario a JX, seleccionaré previamente el material.
–¿Qué te parece, JX, si te entrego mi diario de estos últimos años?
–Ya me hablaste una vez de ello.
–Sería una especie de riesgo calculado para seguir explorando juntos.
–Conmigo corres pocos riesgos.
–Últimamente he estado leyendo ese libro tan melancólico de Ken Wilber, Gracia y coraje, en el que se reproducen diálogos entre él y su esposa, unos diálogos que me han hecho pensar en algunos de los nuestros, aunque los suyos sean más espiritualistas. Tiene un trasfondo muy cristiano el libro de Wilber, me recuerda aquellas biografías de santos que nos leían durante los ejercicios espirituales con los jesuitas. Ciertamente, Wilber y su esposa enferma ya no son oficialmente cristianos, su «santidad» es ecléctica, están impregnados de Freud y de Buda y de la gran tradición mística, pero el timbre de su voz sigue siendo cristiano. Tú y yo navegamos por otras aguas, y, con todo, también perseguimos una cierta transparencia.
–En mi opinión –dice JX–, la permeabilidad del uno al otro, llevada al límite, aboca a la penetrabilidad total.
–Precisamente porque soy un hombre sin identidad fija, puedo ser relativamente transparente, y estoy dispuesto a correr el riesgo de entregarte mi diario. Porque la imagen que pueda darte, vía diario, no es estrictamente la mía.