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Roger de Llùria, 24, bxs.
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A modo de prólogo
La Guerra Civil: 72 años después
En los últimos tiempos, se escuchan voces que todavía se atreven a pedir responsabilidades por lo que sucedió durante la contienda incivil de los españoles entre 1936 y 1939, con un extraño espíritu justiciero o incluso vengador. Pero que en cualquier caso desvirtúa al Shakespeare de Hamlet , en aquello de que «las fronteras entre la justicia y la venganza son difusas». Se trata más bien, en no pocos casos, de lamentaciones con algunos rencores tardíos —que habría dicho Pío Baroja—, con el despertar, para muchos, del sufrimiento y las heridas de lo que fue la mayor tragedia española de los últimos 500 años.
Cosa bien distinta de tales requisitorias pseudohistóricas, es plantearse el estudio de la Guerra Civil de cara a las jóvenes generaciones, en pos de saber qué representó aquella tormenta de fuego y acero de casi mil días, desde julio de 1936 hasta abril de 1939, de destrucción insensata; por muchas pasiones y argumentos vitales que tuvieran unos y otros.
Los ciudadanos de Estados Unidos pasaron en los años 60 del siglo xx por una especie de reflexión masiva sobre su también cruenta guerra civil desde 1861 a 1865, cuando los estados del sur buscaron la secesión. Existiendo hoy un auténtico turismo histórico a los campos de batallas, las de Guettysburg o Chattanooga; y tantas otras, cuyos campos de combate se han convertido en parques para la memoria histórica.
No digo que nosotros hayamos de ponernos en marcha masivamente para revisitar el Monte Garavitas en la Casa de Campo de Madrid, las Riberas del Jarama, la comarca de Brunete, o el escenario de Belchite, Teruel / Río Alfambra, así como el segmento del río Ebro; o el escenario de la Batalla de Guadalajara que cantó Miguel Hernández con aquellos versos de: «rumorosa provincia de colmenas / la patria del panal estremecido».
En el sentido que hemos apuntado, cabe decir que actualmente la guerra civil 1936-1939 es menos conocida para los españoles que la de Estados Unidos-Vietnam entre 1964 y 1975. Y de lo conocido ahora, lo que más se discute son las fosas comunes de fusilamientos y las represiones en ambas partes, dejando en la penumbra el por qué llegó a crearse en España situación tan patética como para degenerar en tal enfrentamiento. Y cabe plantear, en última instancia, que la causa estuvo en la inmisericorde decisión de pequeñas minorías de extremistas ideológicos, empecinados en el recíproco exterminio, para establecer un orden socialista o libertario los unos, o un régimen fascista, los otros.
Setenta y dos años después de finalizar el choque fratricida más violento de toda nuestra Historia (y ha habido decenas de ellos), no sólo debemos subrayar el dislate que fue la Guerra Civil, prolongada por una posguerra de casi cuatro décadas de hostilidad «de azules contra rojos», y en medida mucho menos efectiva, a la recíproca. Con la triste «novedad» de que en el Tercer Milenio, ya en el siglo xxi, resurgieron los viejos rencores con la llamada Ley de la Memoria Histórica (LMH) de 2007; una suerte de ajuste de hechos, contraria a los principios de la Ley de Amnistía de 1977, y antitética al más alto nivel con el espíritu de la transición.
En vez de recurrir a la creación de ucronías, de nuevos vencedores y nuevos vencidos, hemos de dar prevalencia al papel de la Historia. Una posición desde la cual, no cabe olvidar la Guerra Civil; no sólo por lo mucho que representó a escala mundial, como último «enfrentamiento romántico» para algunos, o anuncio de una conflagración de dimensiones universales para muchos, sino, sobre todo, porque ha de ser conocida por las terribles consecuencias que tuvo en la vida de una nación, que pasó de estar sociológicamente «desvertebrada» (Ortega dixit ) a quedar literalmente «destrozada» por generaciones.
El recuerdo de esa secuencia de desdichas ha de hacernos pensar también, de cara al futuro, en evitar las disgregaciones que plantean quienes siguen renegando de la más elemental idea de España, a la que inevitablemente pertenecen; pretendiendo erigirse contra ella en lo que de tener éxito, que no lo tendrá, no serían otra cosa que una serie de republiquitas peninsulares . Al socaire de nacionalismos violentos unos, y menos violentos otros en la forma, pero convergentes en el fondo a los ojos de la mayoría.
En definitiva, las nuevas generaciones tienen derecho a que los posos de aquellas miserias de fuego y muerte de una guerra que terminó ahora hace 72 años, garanticen la cordura y la concordia entre todos los españoles de hoy. Y a ese objetivo fundamental se dedican las presentes páginas.
Este libro, como puede apreciarse por el índice bastante detallado en que se articula, contiene siete capítulos y tres anexos. Comenzando, obviamente, por el capítulo 1, por lo que llamamos «La permanente guerra política de la Segunda República», pues los años 1931-1936 fueron, a los efectos del presente estudio, una continua preparación de la incivil contienda ulterior.
Casi nadie parecía estar contento con la República pues mientras unos, las derechas, la veían como el secuestro de la Monarquía y la senda inevitable a una revolución expropiadora, las izquierdas extremas, de una forma u otra, la consideraban como la mera fase transitoria a un cambio radical; para unos el socialismo y para otros la acracia libertaria. El sector centrista, en un país de escasas clases medias pintó poco, a lo que también contribuyó el empobrecimiento generado por la Gran Depresión que a escala mundial se había iniciado en 1929.
En el capítulo 2 comienza el relato de los hechos: «Alzamiento militar y respuesta popular.» Un título que se corresponde con la realidad histórica de aquel momento único, de cuando el Ejército que había jurado fidelidad a la República se partió en dos; se crearon de esa manera las condiciones para, en vez de quedar todo en una rebelión militar triunfante, entrar en el proceso de una cruenta guerra civil. Como se verá en la crónica de los primeros días de guerra, por la ilación de episodios con toda clase de improvisaciones por ambos bandos, y con el apoyo internacional, desde el principio, a una facción y otra. De modo que la prolongación de la lucha quedó asegurada en función de ingentes suministros bélicos.
Precisamente, el detalle de esa intromisión exterior en la Guerra Civil española es el tema que se desarrolla en el capítulo 3, «La internacionalización de la contienda». Con todo el detalle de las aportaciones alemanas, italianas, marroquíes y portuguesas al bando nacional, que se benefició, además, de la política de «las democracias» europeas de «no intervención», así como por el aislacionismo de Estados Unidos. Respecto a la otra orilla, la España leal a la República, se analiza la ayuda soviética y se hace mención muy especial de las Brigadas Internacionales. Destacándose, además, que para las fuerzas exteriores en presencia, la Guerra Civil española fue un campo de experimentación de toda clase de armamentos y municiones para la ulterior Segunda Guerra Mundial.