Edith Wharton
Criticar ficción
Traducción y prólogo de
Amelia Pérez de Villar
Edith Wharton, Criticar ficción
Primera edición: marzo de 2018
ISBN epub: 978-84-8393-615-3
IBIC: DSK
Colección Voces / Ensayo 170
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© De la traducción y el prólogo: Amelia Pérez de Villar, 2012
© De la fotografía de cubierta: Courtesy of The Mount, 2012
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Prólogo
«En cuestión de crítica literaria las modas cambian con la misma rapidez que en el vestir». Con esta frase abre Edith Wharton su artículo titulado «Literatura y crítica» (escrito con posterioridad a 1914, pero nunca publicado hasta 1996), incluido en esta colección. Regreso a Wharton como quien regresa a casa, en busca de esa sensación acogedora que ofrece lo conocido, a la espera de que una voz que es toda sabiduría corrobore, plena de sensatez, lo que tantos piensan y tan pocos se atreven a expresar con palabras. La respetable dama de Boston que intentó enseñarnos a escribir ficción poniendo a nuestro servicio sus conocimientos y su experiencia se vuelve mordaz (o, mejor, se vuelve más mordaz) sin dejar de ser didáctica, y sigue siendo mentora y maestra aprovechando que el correr de los años le ha permitido abordar su tarea desde un punto de vista más maduro.
Después de traducir y prologar Escribir ficción (Páginas de Espuma, 2011) parece complejo, a priori, lanzarse a introducir otra obra de la misma autora y casi del mismo tema sin correr el riesgo de repetirse en cada párrafo. Por eso digo que regreso, porque el regreso está dotado de esa cualidad acogedora de la seguridad que da lo que se conoce. La experiencia –la suya como ensayista, la mía como voz en castellano de la autora en dos grupos de textos muy parecidos– nos permitirá, o al menos así lo espero, dar un enfoque distinto a dos series de escritos tan distantes, pero unidas por un espíritu idéntico. Cuenta ella misma en «El ciclo de la crítica», publicado en The Spectator a finales de 1928: «Hace ya veintinueve años que eché a los lobos a mi primera criatura y bien podría hacerme eco del comentario del Ogniben de Browning: “He conocido a veinticuatro líderes de las revueltas”». Qué lejos está este texto de aquel delicioso “El vicio de leer” (1903) y, sin embargo, qué poco ha cambiado el parecer de Edith Wharton sobre la creación literaria y la forma de abordar los textos como autor o como lector. Porque, parafraseando al editor y crítico literario Constantino Bértolo, incluyo a los críticos en la categoría de lectores, aunque un crítico sea siempre un tipo especial de lector. Los ensayos de Edith Wharton sobre literatura son una cruzada bien cimentada contra el absurdo y la pedantería, una cruzada llena de contrastes y justificaciones. Y sobre todo, son un dechado de sentido común, ironía y oficio. El paso del tiempo ha añadido notas más intensas a sus postulados, como sucede con un buen vino, ha vuelto más profundo su color, pero no ha modificado ni un ápice su alma. Cuando median treinta años entre dos escritos de una misma pluma y el contenido varía tan poco se puede decir que la base es estable. Cuando lo leemos unos cien años después y podemos corroborar en gran medida cuanto dice, suceden dos cosas: que no ha cambiado nada –para nuestro mal, en este caso– y que lo que se afirmó entonces no se afirmó a la ligera.
El hilo conductor de esta selección de artículos de Edith Wharton es, como indica el título, la crítica de la ficción, en el sentido más amplio tanto de crítica como de ficción, cuyo estudio aborda la autora desde casi todos los puntos de vista. El comienzo moral de este juicio de valor es una pregunta al estilo de aquella otra tan célebre de las primeras líneas de Conversación en la Catedral , «¿En qué momento se había jodido el Perú?». Wharton se pregunta con la misma vehemencia «¿cuándo, en la breve historia de la ficción, ha llegado la crítica a formar parte de un proceso regular y organizado de práctica del elogio? ¿Cuándo, en definitiva, ha tratado la crítica literaria eso que se considera su objeto como han hecho otras formas de crítica –de la historia, de la lengua, o de alguna de las ciencias exactas– con continuidad y competencia?», antes de recorrer la realidad, la irrealidad, la utilidad, los vicios de la crítica de la ficción e incluso los daños colaterales que provoca, de lo que dan cuenta los párrafos siguientes En el ensayo de 1914 que da título a este libro, donde habla, por ejemplo, sobre la realidad de la crítica:
Una crítica que se ejerce de manera sistemática e inteligente tiene, cuando menos, un valor negativo y represivo. Y sus efectos no se limitarán a hacer menos malo un libro mediocre sino que llevarán a que un buen libro se considere mejor,
O en este, constatando lo que los críticos deberían hacer y no hacen:
Una novela es buena o mala en función de la profundidad de la naturaleza de su autor, de la riqueza de su imaginación, y de hasta qué punto es capaz de reconocer sus intenciones. Si los críticos juzgaran las novelas en función de estos criterios, el servicio que prestan sería mucho más encomiable de lo que ellos creen para un autor que ansía saber cuánta de esa visión interior ha logrado hacer visible a los ojos de otros»
O en este otro, donde da la vuelta a la cuestión de la utilidad:
... discutir su utilidad será tan gratuito como perverso es considerarla una práctica reservada a unos cuantos enemigos del arte a sueldo. La crítica es tan persistente como una sustancia radiactiva y, aunque extermináramos mañana a todos los críticos profesionales, el proceso continuaría en activo allí donde se hiciera un intento de interpretar esas vidas que se exponen a la atención humana. No hay modo de reaccionar ante ningún fenómeno si no es criticándolo,
O bien este, en el que habla sin ambages de los vicios habituales en los críticos y constatando los desórdenes que puede provocar en los autores no iniciados.
Como norma general, el crítico suele estar demasiado ocupado dando cuenta del número de páginas (un aspecto que casi nunca se omite) o diciendo qué tema le hubiera parecido a él más interesante que el escogido por el autor, o bien comparando la novela con las anteriores obras de este, aparentemente convencido de que cada vez que el novelista escribe un libro su finalidad es hacerlo lo más parecido posible al que lo precede y que cuando no lo consigue hay que llamarle la atención por su descuido.
Lamentando la desaparición de dos generaciones de críticos franceses donde, desgraciadamente, no se cuentan por legión los Sainte-Beuve, Anatole France, Jules Lemaître y Emile Faguet, Wharton expone la necesidad de que exista una crítica literaria profesional, se queja del componente mercenario de la actividad –que puede dar al traste con la honestidad que se le supone al crítico– y da a los jóvenes escritores consejos que están en la misma línea de aquellos otros que les daba entonces para que se convirtieran en escritores consagrados, sin morir en el intento. Me consta que el lector disfrutará de su mordacidad cuando lea las opiniones que esgrime la autora sobre el imperio de lo efímero y lo superficial, porque también aquí hace uso y gala de todo su bagaje para darnos una lección magistral de literatura clásica y para aconsejarnos sobre cómo debemos leer o escribir si tenemos claro el campo en el que queremos jugar: el de la fugacidad o el de la permanencia. Vuelve a ilustrar sus clases con Tolstói, Dostoievski, Thackeray y Balzac, y recupera los símiles del dibujo, en el que también era experta, para que todo quede meridianamente claro. Pero el salto de la Edad Antigua a la Edad Moderna (y me permito utilizar estas dos etiquetas despojándolas totalmente de su rigor histórico) que da cuando de aquellos grandes magnates de las letras pasa a Sinclair Lewis o cuenta anécdotas sobre sus viajes en automóvil por Francia junto a Henry James, sobrepasarán las expectativas de cualquier lector que aborde la lectura de este volumen llevado sólo por lo escueto de su título: cualquier artículo (no digamos ya colección, o selección de artículos) de Edith Wharton es una ventana que se abre al rigor de la enseñanza vocacional, un paseo sobre el complejo arte de componer una obra literaria, un lujo para el lector no erudito, una lectura obligada para todo aquel que desee aprender, y una lección para todos los que dan importancia a la forma de contar historias, de expresarse, de sacar el máximo partido a sus lecturas o de pasar un buen rato. Porque si de algo se aleja Edith Wharton como de la peste es de la erudición excesiva, de la pedantería fácil y de la comunión con formas y maneras políticamente correctas.
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