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La poesía del pensamiento
Para Durs Grünbein, poeta y cartesiano
Toute pensée commence par un poème.
(«Todo pensamiento empieza por un poema.»)
Alain, «Commentaire sur “La jeune Parque”», 1953
Il y a toujours dans la philosophie une prose littéraire cachée, une ambigüité des termes.
(«Hay siempre en la filosofía una prosa literaria oculta, una ambigüedad en los términos.»)
Sartre, Situaciones IX , 1965
On ne pense en philosophie que sous des métaphores.
(«En filosofía no se piensa más que con metáforas.»)
Louis Althusser, Elementos de autocrítica, 1972
Lucrecio y Séneca son «modelos de investigación filosófico-literaria en los cuales el lenguaje literario y unas complejas estructuras dialógicas cautivan el alma entera del interlocutor (y del lector) de un modo que un tratado abstracto e impersonal no podría hacer… La forma es un elemento crucial en el contenido filosófico de la obra. En ocasiones, incluso (como sucede en Medea), el contenido de la forma resulta ser tan poderoso que pone en cuestión la enseñanza supuestamente simple que encierra».
Martha Nussbaum, La terapia del deseo, 1994
Gegenüber den Dichtern stehen die Philosophen unglaublich gut angezogen da. Dabei sind sie nackt, ganz erbärmlich nackt, wenn man bedenkt, mit welch dürftiger Bildsprache sie die meiste Zeit auskommen müssen.
(«Al contrario que los poetas, los filósofos aparecen increíblemente bien ataviados. Sin embargo están desnudos, lastimosamente desnudos, si se considera con qué pobre imaginería tienen que manejarse la mayor parte del tiempo.»)
Durs Grünbein, Das erste Jahr, 2001
Prefacio
¿Cuáles son las concepciones filosóficas del sordomudo? ¿Cuáles son sus representaciones metafísicas?
Todos los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.
Puede que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo opaco pero insistente –el conatus de Spinoza– de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un estado anterior, «pre-socrático», el lenguaje estaba más cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico. Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales. El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.
Se infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje. La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a ellas.
Los profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una «prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad «sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón.
Algo que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?
Son algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin.