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Soto - Molino de sangre (Spanish Edition)

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Soto Molino de sangre (Spanish Edition)
  • Libro:
    Molino de sangre (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Juan Enrique Soto
  • Genre:
  • Año:
    2013
  • Índice:
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MOLINO DE SANGRE

Juan Enrique Soto


¡CALEN BAYONETAS!

Mención honorífica en el PRIMER CERTAMEN LITERARIO DE PROSA FRANCISCO VEGA BAENA

Ayuntamiento de Bornos (Cádiz)

28 de noviembre de 2003.

Clara, hacía un día maravilloso, pero sólo en el cielo, en lo más alto del cielo, donde era de un intenso azul limpio, el cielo de Francia. La maravilla dejaba de serlo entre el cielo y la tierra. Columnas de humo maloliente ascendían al capricho del viento y caracoleaban y se deshacían y volvían a formarse como niebla negra. Entre el cielo y la tierra, traspasando las columnas de humo, metralla y piedra, tierra y restos humanos subían y luego caían sobre nuestras trincheras. Y en la tierra, Clara, en esta tierra vapuleada día tras día, mes tras mes, ¿cuántos habían transcurrido ya? de Verd ún, no había nada que maravillara, sólo diminutos infiernos en cada zanja, en cada hoyo o cráter y soldados muertos de miedo y soldados muertos. He visto muchos de esos diminutos infiernos en los cuerpos despedazados de los soldados muertos, en los rostros horrorizados de los soldados vivos. Si tuviera un espejo, vería uno de esos infiernos en mis ojos.

¡Calen bayonetas!, ordenaron. Yo no podía encajar la mía. Me temblaban las manos. Un sargento me sujetó la mano y me miró a los ojos. ¡Tranquilo, muchacho!, me dijo, ¡todo saldrá bien!. Siempre he temido esa orden más que ninguna otra, aún más que los barridos de ametralladora o los obuses de mortero que caen verticalmente y no hay modo de esconderse. En el combate hombre contra hombre, cuerpo a cuerpo, Clara, la muerte se ve más cerca, más posible, en los ojos del soldado enemigo. Ves en ellos tu propio rostro aterrorizado por la muerte. La verdad de la guerra es más verdad cuando dos hombres luchan a cuchillo y pueden tocarse y escucharse y ver su sangre manar y sentir como el calor les abandona con la última bocanada de aire vivo. Se ve al alma partir hacia el cielo porque en el infierno ya estamos y todo eso se puede ver en los ojos del soldado que sujeta mi bayoneta en su estómago, en la mueca que forma su incredulidad.

No sabía cuántas veces había escuchado esa misma orden. ¿Mil? ¿Un millón? ¿Cuántas más habré de escucharlas? ¿Cuántas trincheras más habré de tomar y abandonar después? ¿Cómo no voy a morir aquí, Clara, si esta guerra ya no es sino la conquista inútil de una trinchera y la retirada desesperada de la misma para volver a tomarla mañana? Nadie sobrevivirá a esta guerra. Se acabará esta guerra porque se acabarán los soldados. Todos habrán muerto, Clara y yo soy uno de esos soldados.

¿Cómo era posible, Clara, que pudiera oír todos estos pensamientos tan nítidamente mientras corría y tropezaba y me escupían tierra las bombas y la artillería vapuleaba las posiciones enemigas, se suponía que para cubrir la ofensiva?, me preguntaba mientras corría y tropezaba y me escupían tierra las bombas y la artillería vapuleaba las posiciones enemigas. ¿Cómo era posible siquiera que pudiera pensar?.

Salté dentro de un cráter sin saber su profundidad. Deseé que fuera un abismo interminable y caer aliviado por él, alejándome de la batalla. Me estrellé contra su fondo. La mochila me machacó la espalda, me clavé el fusil, la pala y la máscara antigás en la ingle, pero el miedo no me permitía sentir dolor. Apenas podía respirar. Me tumbé boca arriba y contemplé el círculo de intenso cielo azul emborronado con burdos brochazos de humo negro. Un obús explotó cerca y provocó una lluvia de metralla y escorias. El instinto me encogió hasta que dejó de llover.

Cuando levanté la mirada, me encontré mirando los ojos de Elmer, mi compañero, el pelirrojo. Ya te hablé de él. Sólo tenía diecisiete años, pero parecía mucho más viejo. Llegamos juntos a Verdún. ¿Cuándo se acabará su suerte? Sabe bonitas canciones. Hay tardes que nos las canta, sin instrumentos ni nada, con la voz nada más. Tenía una guitarra. La destruyó la artillería. Las canciones de Elmer son alegres, aunque cada vez canta menos, Clara. También es poeta. Recuerdo los versos que me regaló para ti. Quería que yo te convenciera de que eran míos, pero tú jamás te lo habrías creído. ¿Recuerdas?

Guardo en mis dos memorias

todos tus secretos de mujer.

En la memoria de los ojos,

tu bello rostro;

tu hermoso cuerpo,

en la memoria de mi piel.

En aquellos momentos, tumbados como fardos sobre el hondo refugio, Elmer no pestañeaba, no hacía un gesto, no se movía. Pensé que estaba muerto. No paraba en la trinchera, justo antes de atacar, de murmurar “¡No saldremos de ésta! ¡Esta vez no!”, una y mil veces, como si rezara, pero no rezaba, llamaba a la Muerte. Eso es lo que pensé al verle tan quieto. Sin embargo, su pecho subía y bajaba. No estaba muerto.

Quise decirle pero sólo lo pensé, que había visto que la Muerte aleteaba sobre nuestras cabezas y que contaba con sus huesudos dedos los hombres que llorábamos y temblábamos en las trincheras, los que corríamos sujetándonos el casco y la vida entre hoyo y hoyo, los que tirábamos del compañero herido en las alambradas de púas, los que rezábamos por llegar a la siguiente trinchera vacía, a la tierra de nadie para que nadie hubiera y nadie pudiera matarnos, los que tableteábamos las ametralladoras, los que lanzábamos granadas, los que blandíamos nuestros cuchillos, y entre todos nosotros, la Muerte elegía a algunos, muchos, cada cierto número en una operación matemática que sólo su capricho conocía. Al desafortunado que tocaba con el índice le alcanzaba una bala o un trozo de metralla o un obús o era ensartado por una bayoneta que le destrozaba el corazón. Después, la Muerte seguía contando. Todo esto pensaba, Clara, mirando a Elmer y tampoco le dije que la Muerte sonreía y disfrutaba y que ambos debíamos de hacer algún mérito, por cobardes o por valientes, para evitar que nos tocara el número desgraciado. Fue él quien me habló de la Muerte de este modo. Los poetas ven más que los demás, Clara. Pero yo hoy la había visto.

La suerte tendría que abandonarnos tarde o temprano. No podíamos burlar más tiempo a la Muerte y si la había visto, sería por algo, que nunca antes la vi. ¿Por qué hoy? Llevábamos en estas trincheras desde febrero. Aquí, pasamos el final del invierno, el duro invierno. El infierno no son llamas que arden eternas, sino el frío en las trincheras. Habíamos visto morir a tantos compañeros que debía ser imposible que no nos tocara a nosotros de un momento a otro. Clara, había perdido totalmente la fe en salir con vida de este infierno. Sentía que la suerte se me acababa.

No nos dejábamos de mirar, Clara. Nuestros rostros estaban muy cerca. Yo olía su miedo y él, seguro, el mío. Un olor agrio y fuerte que se clavaba en el cerebro. Un olor frío y cortante que te helaba la sangre y te provocaba unas incontenibles ganas de orinar y defecar. “¡Tengo miedo!”, me susurró Elmer. Le costó abrir la boca, seca y pegada, pero le entendí perfectamente.

Clara, después me pidió un cigarrillo. Creo que no quería fumar, sólo hacer algo que no fuera luchar, atacar, guerrear, enfrentarse a las ansias de vivir desesperadas de los soldados de enfrente. Fumar era lo primero que hacíamos cuando terminaban las ofensivas o las retiradas. Por eso, Elmer no quería fumar, Clara.

Yo no dije nada. En lugar de hablar, apreté el fusil contra mi cuerpo, como si quisiera darme calor con él, o consuelo, o no sé qué. Me calé el casco y hundí el rostro en la arena para cavar a mordiscos una gruta infinita en la que esconderme. Quizá, sólo quería hacer algo, ocultar a Elmer mi inquietud, mi terror. No deseaba contestar, no podía hacerlo. Le veía sufrir, Clara, y yo no quería sufrir como él, aunque era muy posible que sintiera exactamente lo mismo que él sentía.

Medio metro sobre nuestras cabezas continuaba la batalla. Olía a carne y a pólvora quemadas. Se oían explosiones, tiros y gritos, muchos gritos. Gritos para espantar el miedo, para llamar al médico, al amigo, a la madre. Se oían gritos de dolor. Y se oían silencios, silencios de muerte. Llantos silenciosos. Elmer lloraba. Su llanto era silencioso, lleno de lágrimas. Apretaba la máscara antigás contra su cara como si fuese un pañuelo y no dejaba de llorar.

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