Para los que siempre pierden las llaves y losanteojos, y para los que nunca los pierden y nosacompañan, con dulzura, a buscarlos.
Eduardo
El Bateau Mouche se mueve porque están soltando amarras. Me inclino para ver mejor el agua. Tengo las piernas firmes, la remera descolorida que siempre uso en Parque del Plata. El pelo me nace mucho más atrás que antes, cada vez más atrás. Ya no tengo todo aquel pelo enrulado, y lo que queda es gris. Soy un flaco alto, huesudo, y estoy en París por equivocación. Si no fuera lo que soy, me gustaría ser cantante, quedarme todas las noches con Julia y nuestros amigos hasta las cinco de la mañana y a esa hora, pasado de cansancio y vino, tomar la guitarra y cantar:
Quiero más una morcilla
que en el asador reviente
y ríase la gente,
con la música que le puso Paco Ibáñez para armar torpemente la canción, con esas falsas carcajadas que completan las sílabas antes de “y ríase la gente”. Pero soy menos bohemio que Julia; y ella ya no se acuesta más allá de las tres de la mañana.
Perdón, debo tomar mis remedios. Fueron lo primero que puse en el bolso esta mañana antes de salir del Hotel Jardin Le Brea, en Montparnasse. Varios remedios son para siempre: para la hipertensión, el colesterol, el reflujo gastroesofágico. No es broma imaginar el “para siempre”, habría que decir más bien hasta el fin de este último tramo del camino. Hace tanto que estoy en este mundo que casi puedo ver el final del camino: hay un monumento de mármol negro a un costado, para que no corte el paso a los que me siguen, mi ataúd en el centro del hueco abovedado, un espacio que sólo recibe luz natural durante el día; de todos modos nadie va al cementerio de noche, excepto los profanadores y ladrones de tumbas que roban los objetos de valor que le han dejado los familiares al difunto. Me digo: ¿por qué hablar de la muerte tan pronto y no dejarla para el final del relato, como resultaría más natural? Porque a ese ataúd con manijas doradas se puede llegar muy rápido, aun en una de las caminatas que practicamos las personas mayores para mantenernos en forma.
Creo que no quiero que me cremen. Digo, porque no me veo en una pequeña urna, y mucho menos esparcido sobre las aguas del Río de la Plata o en el Rosedal, sino en un cajón que mida lo que yo mido ahora, un metro setenta y cinco. Supe medir unos centímetros más, pero todos menguamos según pasan los años. As years go by. Me estoy contagiando la costumbre de Julia de citar frases y estrofas.
Julia, de joven, ya era de baja estatura, y ahora es de pequeña estatura. Ella dice que tiene la impresión de que la gente más joven, y yo mismo, seguimos creciendo.
Estoy en París por equivocación, y no es un sueño. Camino junto al Sena acompañado por un joven que ha viajado conmigo desde Buenos Aires. Los dos hemos venido a una Asamblea sobre Derecho de Autor organizada por la UNESCO . Siempre me toca andar con uno más joven que yo. Un compañero de trabajo, mis propios hijos. Las mujeres nos miran porque las atrae el muchacho que va conmigo. Luego, si se produce una conversación, yo soy el que dice las cosas más ingeniosas, y alguna muchacha sonríe y se me acerca, pero finalmente se va con el otro.
Lo mismo le pasó a Julia una mañana que caminaba por la rambla de Mar del Plata con Nilda, su hija. Venían en sentido contrario un hombre joven con un señor que debía de ser su papá. El hombre joven le dijo al padre:
—Esperá, papá, creo que con la señora vamos a hacer negocio.
Encara a Julia y le dice:
—Señora, le cambio a su hija por mi papá.
En realidad, Nilda tuvo que contarle todo esto a su madre, que hace años tiene una disminución de oído. A Julia no le importó el atrevimiento, me ha contado esta historia muchas veces, o se la cuenta a otros en mi presencia, y yo también me río. ¿Que si me siguen gustando mozuelas, las de mi barrio? Claro, hombre, pero me va mejor con Julia. ¿Que será por poco tiempo? Claro, hombre. Agregaría algo sobre el final de la vida, pero ya he abundado sobre eso, ya imagino funerales y rostros yertos como mínimo una vez por día y ya lo ha dicho una chiquita de cinco años, nieta de Julia: “Es la vida, abuela”.
La nena le preguntó:
—¿Por qué tenés tantas arruguitas en el brazo, abuela?
El tierno brazo de Julia, la delicada parte interna, más blanca que la externa, la que ella fuerza torciendo el codo para que reciba un poco de sol cuando se tiende en la lona, frente a la carpa. Cierra los ojos y retrocede décadas, hasta sus dieciséis años, a aquellas jornadas enteras en la playa. Esa parte del brazo de Julia surcada de finas arrugas.
—Las tengo porque soy vieja —le responde Julia a la nena.
—¿Y te vas a morir? —pregunta la nena.
—Sí. Pero yo no quiero morirme.
—Abuela, es la vida —dice el monstruito.
Yo siempre estoy pensando en las mujeres. He estado casado tres veces: dos veces me divorcié y mi tercera mujer murió de cáncer. Con Julia me gusta pasear por un bosque en otoño, cuando el sol se filtra a través de las hojas. Y despertarme en su cama el sábado a la mañana, y compartir con ella ese momento de juegos y esperanza. Una esperanza que comienza el viernes al atardecer, cuando se da por terminada la semana y uno se regala un buen baño de inmersión. Tuve que sonreírme cuando hablé del atardecer del viernes, como los judíos religiosos, pero yo no soy judío. Julia sí. Sin ceremonias, descendiente como yo de inmigrantes anarquistas y socialistas; pero mis abuelos eran italianos y los de ella ucranianos, rumanos, rusos. Y judíos. Permiso otra vez, voy a sacar del bolsillo un pañuelo de papel (en realidad, es un cuadrado del rollo de papel de cocina; corté y metí una pila en la valija antes de partir para este breve viaje). Parece un resfrío, pero es alergia, dijo el médico cuando le pregunté por qué necesito secarme la nariz a cada momento. Y por qué me despierto por la mañana con los ojos enrojecidos. Alergia. Miro los ojos de los viejos. Siempre un poco irritados.
Si les parece que hablar del abismo aquí no es oportuno, será mejor que sepan que al borde del abismo vivimos todos, esperando que nos inviten a alguna otra parte. A mí me invitan, y a Julia también, y de muy buena gana, y así, durante estos años de funcionario en el Ministerio de Cultura he ido, a veces solo, a veces con Julia, desde Gualeguaychú hasta la China, pasando por Phoenix, Arizona, donde hace calor casi todo el año y hasta los profesores de alta jerarquía andan en shorts; o por Santa Rosa, La Pampa, donde uno se engaña pensando que las cabezas de la gente deben ser áridas y sin árboles como las calles de la ciudad, y sin embargo si se menciona un libro lo conocen y saben de qué se trata y que hace rato que está agotado. Ah, también estuve en Estocolmo, Pekín y Shanghai, y en Italia. Y, Dios sea loado, también en Jerusalén, con Julia. Entonces no había nada entre los dos, o sí, había una amistad de toda la vida, desde los años del colegio. Nos llevaron en una traffic desde Jerusalén hasta un kibutz a tres kilómetros de la frontera con el Líbano. Julia iba sentada a mi lado y se quedó dormida. Yo iba muy derechito, sintiendo apenas el calor de su cuerpo contra mi costado derecho. Ella se despertó y dijo:
—Soñé que tenía un ramo de flores en la falda.
Después supe que también ella sabía que iba a haber algo entre los dos.
Pero eso fue antes, antes de la operación de Julia, antes de la convalecencia, antes de que se recuperara y dijera que no iba a escribir nunca más y sin embargo siguiera haciéndolo por mi intermedio. Es verdad que por las mañanas, al despertar, le duelen las manos, los brazos, la espalda. Eso nada tiene que ver con la operación. A ella, como a mí, el médico le dijo, encogiéndose de hombros: “Son dolores reumáticos”. Y estamos tan felices (de vivir, digo) que no preguntamos nada más.