EXPLICACIÓN
¿Por qué el 45? Por dos órdenes de razones. En primer lugar, porque 1945 fue un año decisivo, en cuyo transcurso se determinó el sentido que tendría la próxima década argentina. Y no solamente porque Perón haya llegado al poder e iniciado su hegemonía, sino porque el país entero decidió entonces adquirir un determinado estilo político y asumir una determinada conciencia. Ciertos valores cayeron para siempre y ciertos valores quedaron afirmados, también para siempre, en 1945. Probablemente no haya año alguno, en el último medio siglo, que señale una transición nacional con caracteres tan claros y netos. Además, 1945 estuvo lleno de hechos singulares, quizás irrepetibles, que adquieren una fecunda perspectiva histórica en la medida que se los analice tratando de llegar al fondo del asunto. Son estos hechos los que hay que extraer del fárrago de una historia casi olvidada o (peor aún) deformada por recuerdos personales limitados o comprometidos. En los últimos años se ha escrito un buen número de ensayos sobre el peronismo y sus orígenes pero se ha omitido la etapa previa, consistente en la exposición de los hechos concretos: aquellos que deben ser la sustancia de las eventuales interpretaciones y que en estas páginas intentaremos reconstruir.
Desde un punto de vista puramente objetivo, 1945 es un año, pues, que merece un estudio detenido.
Pero hay también razones personales que me han llevado a regresar a un cuarto de siglo atrás. En 1945, mucha gente joven —yo también— fue catapultada hacia la política. Ese año, con su tensión emocional, con la presentación directa de un rostro nuevo de la Nación, nos marcó para siempre con el signo de la preocupación política y su trajinar. Fue para muchos un tiempo inaugural, inolvidable, cargado de motivaciones, de fervor y ansiedad. Esto ocurrió a la mayoría de los argentinos de los dos bandos, pero muy especialmente a los más jóvenes. A los que hoy —como me sucede a mí— vuelven su espíritu a aquel año y con un poco de melancolía evocan esas jornadas exaltadas y gritonas, populosas y conversadas, añorando su magia y hasta sus equivocaciones.
En cierto sentido éste es un libro de memorias. Pero no individual (mis recuerdos personales son insignificantes) sino de memoria colectiva. Lo cual exige una actitud mental que tiende a superar los enfrentamientos que entonces protagonizamos para tratar de asumir la comprensión posible de las razones y sinrazones de cada bando. Esta actitud mental, adoptada retrospectivamente, me ayuda a entender lo que en el 45 no entendí y me permite revivir esas jornadas de una manera más amplia y generosa. En alguna medida es recuperar el pasado ennobleciéndolo. No deformándolo ni idealizándolo sino haciendo un esfuerzo para rescatar lo que hubo de legítimo y auténtico en las dos maneras de concebir el país que ese año se confrontaron.
Los pueblos pueden perecer por muchas causas. Pero acaso la más trágica de todas es la división que en algún momento incomunica totalmente a la comunidad. Y la división puede nacer tanto de los enfrentamientos presentes como del recuerdo que se tiene de los enfrentamientos pasados. En 1945 la división de los argentinos fue abrupta y la incomunicación de los dos frentes de lucha tuvo características totales. A casi un cuarto de siglo —y ésta es la tercera justificación de este libro— es conveniente intentar una crónica que establezca si el recuerdo del 45 puede contribuir a unir a los argentinos, en el reconocimiento de errores recíprocos y afinidades ocultas que en ese momento no pudieron expresarse pero que acaso ahora se puedan certificar.
Con estas intenciones retorno a esa época y me miro y miro a mi país a través de una larga bruma. Nosotros éramos todos parecidos. Buscábamos desesperadamente la verdad y la justicia y éramos simples, puros, rigurosos… El tiempo y sus mudanzas ha convertido la simpleza en complejidad, la pureza en complicidad y el rigor en un abanico de matices: pero hemos seguido persiguiendo la verdad y la justicia. Y esa terquedad —me parece— nos ha salvado de caer en las cosas peores.
Por eso se puede dedicar este libro a quienes, como Florencia, viven en la condición rigurosa, simple y pura de la niñez.
Agosto de 1971
PRÓLOGO HACIA EL AÑO DECISIVO
I
El 1º de enero de 1945 los diarios traían en sus primeras páginas las noticias de la guerra, como lo venían haciendo desde cinco años y medio atrás. Ese día anunciaban que proseguía el avance de los ejércitos aliados en Bélgica y Luxemburgo y que las tropas soviéticas estaban ocupando barrios de Budapest. La ofensiva de las Ardenas, el último contraataque masivo del Reich, no había logrado detener la marcha de las fuerzas aliadas hacia el territorio alemán; por su parte, los rusos habían deshecho el inmenso frente oriental y ahora no tenían otro problema que el de elegir las zonas de sus ofensivas sectoriales, invariablemente victoriosas. En el Extremo Oriente, en cambio, la guerra no seguía un ritmo tan acelerado aunque Mac Arthur estaba en vísperas de conquistar Manila. Pero ya la conferencia de Yalta había creado la sensación de que el triunfo aliado era cuestión de tiempo. Hitler mismo, en un sombrío discurso de fin de año, había asegurado: «El Reich no capitulará». Y los tres grandes ratificaban en alguna medida esta afirmación comprometiéndose a aceptar solamente la rendición incondicional de Alemania.
Era lógica la importancia que se daba a estas novedades. El conflicto mundial era el marco obligado de lo que ocurría en nuestro país, la materia habitual de todas las conversaciones, la discusión de sobremesa, la charla de café. Y mucho más, por supuesto. Porque la guerra era una referencia a la que inevitablemente debía ajustarse el gobierno de facto surgido de la revolución del 4 de junio de 1943, altivo y desenfadado en sus primeros tiempos, cuando el Eje dominaba toda Europa y aparentemente marchaba hacia una victoria incontrastable; más humilde y preocupado a medida que los aliados asestaban golpe tras golpe a sus enemigos.
La guerra era, además, el barómetro de los negocios. Su ritmo marcaba un tempo inexorable. Los argentinos tenían la experiencia de la rápida prosperidad que podía depararles una guerra mundial, pero también conocían la vertical recesión que aparejaba la paz. Las exportaciones de 1944 habían aumentado más de 30% respecto de las de 1942. Pero ¿qué ocurriría cuando terminara el conflicto?
No eran solamente problemas políticos y comerciales los que la guerra aparejaba. En otro orden de cosas, el conflicto nacional era el gran territorio sobre el cual los argentinos se dividían en aliadófilos y pronazis; en aquellos que se embelesaban con la «V» de la Victoria y los que todavía hacían el saludo fascista. Salvo unos pocos aliadófilos fanáticos, nadie había querido que la Argentina se mezclara en la guerra. Ése había sido el gran acierto del presidente Castillo; el gobierno de facto, al continuar con esa política, no había hecho otra cosa que interpretar un sentimiento generalizado. Mas la neutralidad de la Argentina, mantenida con tanto esfuerzo desde 1939, era puramente jurídica; no regía en los espíritus. Todos los argentinos tenían su corazoncito haciendo fuerza por uno u otro bando…
Los diarios del primer día de 1945 anotaban también noticias locales. Por ejemplo, el discurso pronunciado el 31 de diciembre por el vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, coronel Juan Perón. En una alocución difundida por Radio del Estado señalaba Perón la iniciación de un año que debía ser decisivo. Fue en esa oportunidad cuando acuñó uno de sus eslóganes más felices: «La era del fraude ha terminado.» El orador subrayaba que la extinción del fraude electoral y la afirmación de un régimen de justicia social eran los grandes objetivos de la Revolución del 4 de junio. Había formulado largas consideraciones sobre la Argentina del futuro, señalando, entre otras cosas, la necesidad de que el país consolidara sus relaciones con los pueblos hermanos de América. Era un verdadero programa que significativamente se difundió por boca de Perón, como si el gobierno