Prólogo
En este libro hemos reunido un conjunto de artículos de contenido político publicados en los últimos cinco años, y digo «hemos» porque he contado con la inestimable ayuda de Andreu Jaume, sin la cual este libro no existiría. Vaya por delante mi agradecimiento.
El caso es que cuando ahora decimos «política» no sabemos con exactitud a qué nos referimos, lo cual no obsta para que empleemos la palabra constantemente, persuadidos de que la gente con la que hablamos nos entiende, algo por lo menos dudoso. Es posible que «política» quiera decir hoy poco más que «asuntos del corazón parlamentario», o bien «chismorreos sobre ministros», o incluso «comentarios sobre la actualidad administrativa». Somos ya poco más que terminales de los medios de comunicación.
La política, como casi todo el mundo sabe, excepto quizás los universitarios, fue una actividad noble que inventaron como tal (le dieron ese nombre) los griegos. Que era una actividad noble quiere decir que a ella sólo se dedicaban los aristócratas, los mismos que tenían el monopolio de las armas. Aristócrata, hasta muy entrada la Edad Media, era sinónimo de guerrero, de modo que la política la llevaban los guerreros. Según Hegel, sólo aquellos que arriesgaban su vida tenían derecho a decidir cómo había de ser la vida de los demás. Y los demás aceptaban el dominio del señor porque querían vivir tantos años como fuera posible.
Es cierto, sin embargo, que algunos plebeyos hablaban sobre la política (sobre la politeia) en el ágora o incluso escribían sobre ella. Es el caso de Aristóteles, por ejemplo, pero no el de Platón, un aristócrata con derecho a la acción guerrera. Se recordará que Platón tuvo la oportunidad, hacia el 388 a.C., de dirigir la política de la ciudad de Siracusa, gracias a una invitación del tirano Dionisio, y el fracaso aún se comenta por aquella parte. A quienes hablaban o escribían sobre política, los auténticos políticos, los guerreros, no les hacían mucho caso.
Tampoco puede decirse que en la Edad Media, alta y baja, hubiera tal cosa como «política», como no fueran las guerras, bodas, latrocinios, asesinatos e invasiones de las diferentes estirpes guerreras del continente. Con una más elegante presentación artística, el mundo de la política europea no difería mucho de la actual situación africana con sus cambios de fronteras, nombres de nación y modelo de uniforme, cada vez que un aventurero o un psicópata logra acumular el suficiente número de armas y soldados. Muchos fueron los que escribieron sobre política en la Edad Media, hasta el propio Dante lo hizo con altura y honor, pero también con resultados nulos. No deja de ser importante que la política dependa, incluso en su nombre, de la «polis», y siendo así que en la Edad Media los dominios de la nobleza eran agrícolas poca politeia era imaginable. Las primeras ciudades aparecen al final del gótico bajo la forma de grandes burgos liberados del poder feudal y defendidos por los reyes. Ése es un indudable incipit. Un ajuste de la legislación urbana que libera de la explotación feudal.
En la era moderna, la política comienza a ser lo que ahora conocemos con ese nombre, a saber, una pluralidad de gobiernos posibles que quieren sustraerse a la teología y a la explotación que conlleva. Desde sus ciudades-estado, los príncipes italianos empezaron a realizar políticas de alianzas, traiciones y asesinatos levemente más racionales y reales, siempre buscando la separación del poder eclesiástico y el enriquecimiento ciudadano. Que un tratado como el de Maquiavelo haya alcanzado a tener ediciones en el siglo XXI nos indica, no su interés teórico, sino el homenaje que rendimos los modernos a los inicios de la política. Es evidente que aquellos estados minúsculos, con su minúscula banca y sus minúsculos ejércitos, distaban mucho de enfrentarse a nada «político» en el sentido actual, pero nos ilusiona verlo como un origen.
¿Cuándo empieza en verdad la política en su sentido actual? Cuando la guerra sale demasiado cara, y eso no tiene lugar hasta después de la expansión de la artillería y la creación de gigantescos ejércitos continentales, como los de Luis XIV. La artillería derriba las murallas de las ciudades sin necesidad de bombardearlas y de pronto aparece un horizonte nuevo para colonizar.
Yo diría que la política, en el sentido de «diferentes gobiernos de la ciudadanía, decididos por la ciudadanía, para mejorar su situación económica y espiritual», es un invento (como casi todo lo actual) del parlamento revolucionario francés. Entonces sí que aparecen las herramientas adecuadas para ese sentido nuevo de la política, el sentido propiamente burgués: el panfleto, el periódico, la gaceta, el libelo, el grupo de presión, la hoja clandestina, la calumnia en verso, el comercio internacional. La política ya no la hacen los señores ni los guerreros, la hacen unos burgueses que saben leer y escribir concentrados en partidos y grupos de presión. Naturalmente, al poco tiempo, en cuanto Bonaparte intervenga para poner orden, la política volverá a su lugar: los generales, los banqueros que pagan a los generales, los políticos profesionales puestos por los generales y los banqueros, serán quienes marquen la línea «política». Ésta será la política llamada democrática casi hasta el día de hoy: el modelo de gobierno adecuado a los intereses de la casta dominante en cada momento. Es la política propiamente burguesa, e incluso la política de los pensadores revolucionarios, como Marx, será indudablemente burguesa.
Se produce entonces un orden burgués con altibajos, es decir, con momentos en los que el panfletista, el periodista, el «intelectual», el jurista o el clérigo tienen mayor audiencia, y momentos en los que sólo la arenga, la agitación pública, el activista, el terrorista, el agente doble o la rebelión caótica tienen posibilidades de entrometerse en el orden social. En ambos casos hay siempre detrás un banquero y un general. La política democrática es carísima y la violencia se paga muy cara si no tiene un éxito inmediato. Incluso agitadores tan eficaces como Lenin o Trotski se mostraron muy cautos hasta contar con los apoyos necesarios en el ejército y las finanzas. No hay que ocultar que la revolución rusa comenzó gracias a que Alemania estaba interesada en debilitar su frente del este y lanzó a Lenin en la estación Finlandia como si fuera una bomba atómica. Y lo fue. En todo caso, sin el apoyo de los generales alemanes seguramente no habría habido revolución en Rusia.
Hay ocasiones, sin embargo, en las que los panfletistas, los periodistas, los intelectuales, los juristas tienen un peso mayor que los activistas revolucionarios o que los generales y banqueros. Sucedió en ese período fascinante que es el París de la Bastilla al Triunvirato de 1811. También durante la revolución norteamericana, con Jefferson de arquitecto. O en la Italia del Risorgimento, cuando los generales se reclutaban en los pueblos liberados y en las tertulias de carbonarios. Más ejemplos cabría proponer, y también, cómo no, la así llamada «transición» española. Durante aquellos años de plomo, los generales y los banqueros estaban suficientemente asustados como para dejar que fueran sus pupilos quienes llevaran la iniciativa. Sólo de tarde en tarde trataban de influir, con escaso éxito. Era de nuevo la atmósfera del inicio de la Segunda República, antes de que salieran generales de donde menos se esperaba (de la FAI y del Partido Comunista) y banqueros donde había más que ganar (con los golpistas).