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José de Jesús Martínez - Mi General Torrijos

Aquí puedes leer online José de Jesús Martínez - Mi General Torrijos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1987, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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José de Jesús Martínez Mi General Torrijos

Mi General Torrijos: resumen, descripción y anotación

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«Mi General Torrijos» es el fruto de las muchas y múltiples experiencias vividas por José de Jesús Martínez junto al desaparecido Jefe de la Guardia Nacional de Panamá, General Omar Torrijos. Cercano colaborador del General, el autor nos descubre en este singular testimonio a un Torrijos despojado de los efectismos que sus enemigos construyeron alrededor de su carismática personalidad y profundiza en el Torrijos verdadero, el personaje fundamental en el enfrentamiento del pueblo panameño a los Estados Unidos por conquistar la plena soberanía y la liquidación del enclave colonial, el Torrijos de ideario antimperialista y tercermundista, solidario, sagaz y generoso, merecedor de este homenaje en el que se percibe, a lo largo de su cuidada y sencilla prosa, el cariño y la admiración por un destacado hijo de Nuestra América.

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Mi General Torrijos es el fruto de las muchas y múltiples experiencias vividas por José de Jesús Martínez junto al desaparecido Jefe de la Guardia Nacional de Panamá, General Omar Torrijos. Cercano colaborador del General, el autor nos descubre en este singular testimonio a un Torrijos despojado de los efectismos que sus enemigos construyeron alrededor de su carismática personalidad y profundiza en el Torrijos verdadero, el personaje fundamental en el enfrentamiento del pueblo panameño a los Estados Unidos por conquistar la plena soberanía y la liquidación del enclave colonial, el Torrijos de ideario antimperialista y tercermundista, solidario, sagaz y generoso, merecedor de este homenaje en el que se percibe, a lo largo de su cuidada y sencilla prosa, el cariño y la admiración por un destacado hijo de Nuestra América.

José de Jesús Martínez Mi General Torrijos ePub r10 Titivillus 140616 - photo 2

José de Jesús Martínez

Mi General Torrijos

ePub r1.0

Titivillus 14.06.16

Título original: Mi General Torrijos

José de Jesús Martínez, 1987

Diseño de cubierta: Juana Paz Gutiérrez Fischman

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

a Ricaurte Soler hermano I Yo nunca le llamé Omar Bien entrada la noche del - photo 3

a Ricaurte Soler, hermano

I

Yo nunca le llamé Omar

Bien entrada la noche del domingo, llegaron a visitarme Elda Maúd, su esposo, y Paulo Cannabrava. Elda es una de las mujeres más bellas que conozco. Su esposo, un compañero del Partido Comunista, y Paulo, un periodista brasileño que se quiso mucho con el General Torrijos. Bajo el manto de su conversación, sin mayor secuencia lógica, y toda llena de huecos de silencio, y de esas miradas que los poetas cursis, pero realistas, llaman «furtivas», y de la vergüenza que yo sentía, fue cristalizándose poco a poco mi decisión de ir a la Catedral.

Allí estaban, recibiendo pasivamente una larga fila de personas que iban a despedirse de él, los restos del General Torrijos. ¡Qué adecuada y precisa la palabra «restos», que casi siempre se la usa como una metáfora generosa, pero que en este caso era verdadera y justa al pie de la letra, en el sentido descarnado y cruel de restos, deshechos, huesos, sobras…!

Era perfectamente correcto pensar que a esa hora, casi las dos de la madrugada, habría poca gente. Y si los compañeros que habían ido a visitarme pudieron subordinar su propio dolor, que yo sé que era grande, para venir, no a consolar, a acompañar el mío, también yo debía poder subordinar el mío para cumplir con un ritual establecido.

Cuando las cosas no son importantes, no hay razones de peso para no hacerlas. Así, el rito católico funerario no tiene ninguna importancia, y por eso mismo yo estoy seguro de que el General Torrijos no se habría opuesto a que se lo practicara sobre su cadáver. Tampoco tenía importancia ir a la Catedral a despedirme de él, pero, por eso mismo también, no tenía ningún pretexto para dejar de ir. Además, yo tenía deseos muy íntimos de hacerlo. Casi necesidad física.

El que un ritual sea convencional no significa que carece de profundidad. Allí están, por ejemplo, el beso, el abrazo… Por otra parte, me embargaba un sentimiento confuso, mezcla de pena, pudor y vergüenza, en el que sólo la pena tenía su causa explícita y a la vista. Todo lo demás era oscuro, extraño. Me estaban viviendo, y yo no sabía qué, ni quiénes.

Hacía unos pocos meses atrás el General Torrijos, Rory González, que casi siempre lo acompañaba, yo, y no recuerdo quién más, habíamos ido a Costa Rica a enterrar a un amigo de ellos, un señor costarricense, bajito y delgado.

Una vez, cuando se comentaba disimuladamente su enfermedad, que yo supuse era cáncer, el señor costarricense de quien hablo dijo que el día que no pudiera beberse un vaso de champaña preferiría estar muerto. Como a mí no me gusta ni el champaña ni su contexto, tomé su frase más bien como un desplante taurino no exento de soberbia y elegancia.

Después del entierro comenzaron a beber todos, incluidos los hijos del muerto, y yo vi que la estaban pasando muy bien.

De vuelta en el avión, comenté con el General que la muerte de otra persona como que nos hace más conscientes de que estamos vivos, y que generalmente en esas ocasiones se siente un pequeño gozo que uno disimula y esconde de uno mismo. Uno siente que le ha ganado algo a alguien. Por lo menos al muerto. Que por el mero hecho de estar vivos somos mejores que cualquiera que ya no lo esté. ¿Acaso el propio Shaskespeare no cambiaría todas sus obras por una mañana en la playa, debajo del sol? Por allí debe andar escondida la explicación de esa euforia soterrada, clandestina, que se siente en los entierros.

El General Torrijos se rió. Seguramente lo tomó como una ocurrencia mía, o como una disfrazada manifestación de odio de clase, porque el muerto costarricense era, y se jactaba de serlo, muy rico. Mi reflexión, sin embargo, era de otro tipo.

Y entonces le conté que una vez, en una calle de París, vi a un joven motociclista accidentado, en un charco de sangre. Pasó por la acera un matrimonio anciano, ella dulcemente agarrada del brazo de él. El viejo se hizo el que no vio al motociclista, muerto o agonizando. La viejita, en cambio, lo vio con el rabillo del ojo, sin mover la cabeza. Y tuvo una leve pero diabólica sonrisa que le pillé in fraganti.

El General seguía sin convencerse, pero ya no reía.

Este concepto de la muerte del prójimo como triunfo personal parece verdadero porque, por un complejo que heredamos del idealismo, uno está acostumbrado a que la realidad material humille al espíritu, a que la verdad nos dé vergüenza. Pero seguramente es falso. Inmoral y vergonzoso, pero falso sin embargo. La muerte de una persona, sobre todo si es querida, es, por el contrario, un fracaso personal. Algo que «nos disminuye», como dijo aquel poeta inglés que nos advirtió que cuando tocan a muerto las campanas, es por nosotros que están tocando.

En ocasión de la muerte de un amigo y colaborador muy íntimo suyo, Ascanio Villalaz, que el General sufrió muy profundamente, yo le comentaba un argumento de San Agustín que parece exagerado, meramente literario, pero que, a diferencia del de más arriba, es rigurosamente verdadero: cuando muere un ser querido, muere la mitad de uno. Y uno quisiera morirse también, si no fuera porque por la misma razón que uno siente que ha muerto la mitad de uno, uno siente también que la mitad del ser querido vive todavía en uno, y sería cruel matar lo único que queda vivo de él.

Me impresionó la forma como el General asintió a este argumento de San Agustín, tan aparentemente retórico. Me miró largamente en silencio, y después asintió levemente con la cabeza.

Hoy, ya muerto él mismo, pero vivo en los que morimos un poco con él en ese avión, tengo absolutamente confirmado el argumento de San Agustín.

En otra ocasión, recostado una tarde en la cama del depuesto Rey Idris de Libia, en un palacio muy lujoso de Trípoli, y sin ninguna razón aparente, el General Torrijos de pronto comenzó a hablarme de la religión y de la muerte. Fundamentalmente, dijo que creía en la religión que le habían dado en el pecho de su madre, y que le grabaron «como con un rayo láser. Pero en lo que yo no puedo creer, ni quiero creer» —dijo—, «es en Dios. Ni tampoco en la sobrevivencia después de la muerte».

No me dio razones. Se conoce que no sentía que las necesitaba. En todo caso, y lo digo por otras conversaciones que tuvimos al respecto, habrían sido estéticas o morales, pero no científicas. Porque se puede pensar que está feo creer en Dios. Y se puede pensar que a Dios mismo no le conviene existir. Pero lo que no se puede es pensar científicamente a Dios. Yo creo que a la ciencia no le interesa ni siquiera negar a Dios.

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