Título original: La bâtarde
Violette Leduc, 1964
Traducción: María Helena Santillán
Edición ebook en español: abril de 2020
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Notas
[1] «La asfixia», «La hambrienta», «Estragos». (N. del T.)
[2]L’Affamée.
[3]L’Affamée.
[4] «Tesoros ofrecidos». (N. del T.)
[5] «La solterona y el muerto». (N. del T.)
[6] «Los botones dorados». (N. del T.)
[7]Ravages.
[8] En La bastarda ella reproduce una parte. El relato completo ha aparecido en tiraje limitado en Thérèse et Isabelle.
[9] Cabarét, situado cerca del Maxim’s. (N. del T.)
[10]Reviens, conocida canción en esa época. (N. del T.)
[11] Juego de palabras entre bâtard (bastardo) y bâtard (barra de pan alargada). (N. del T.)
[12]Beau-père significa en francés suegro y padrastro. (N. del T.)
[13] Juego de palabras con mannequin, que es a la vez maniquí y modelo. (N. del T.)
[14]Bienfaisance: beneficencia. (N. del T.)
[15]Ausweis: documento, pase (en alemán en el original). (N. del T.)
[16] Marca de cigarrillos muy común en Francia. (N. del T.)
[17] En español en el original. Se refiere al sombrero cordobés. (N. del T.)
[18] El texto se publicó.
[19] Marca de café. (N. del T.)
Mi caso no es único: tengo miedo de morir y me desgarra estar en el mundo. No he trabajado, no he estudiado. He llorado, he gritado. Las lágrimas y los lamentos me han llevado mucho tiempo. La tortura del tiempo perdido en cuanto reflexiono en ello. No puedo pensar mucho tiempo, pero puedo complacerme ante una hoja de lechuga marchita ante la cual no tengo más que penas para rumiar. El pasado no alimenta. Me iré como he llegado: intacta y cargada con los defectos que me han torturado. Hubiera querido nacer estatua, y soy una babosa en mi propio estercolero. Las virtudes, las cualidades, el valor, la meditación, la cultura. De brazos cruzados, me he destrozado ante esas palabras.
Lector, lector mío, escribía hace un año afuera, sobre la misma piedra. Mi papel cuadriculado no ha cambiado, y es igual la hilera de viñas bajo la cabalgada de las colinas. En la tercera fila se mantiene aún el vaho de calor. Mis colinas se bañan en su aureola de suavidad. ¿He partido, he vuelto? Morir ya no sería acaso morir sin tregua con los segundos de mi reloj de pulsera. Sin embargo, mi partida de nacimiento me fascina. O me subleva. O me aburre. La releo de principio a fin cada vez que lo necesito, y vuelvo a encontrarme en la larga galería donde repercute el ruido de las tijeras del médico partero. Escucho y me estremezco. Los vasos comunicantes que formábamos cuando ella me llevaba están rotos. Heme aquí naciendo sobre un libro de registro civil, en el extremo de la pluma de un empleado. No hay suciedad, no hay placenta: solo unas letras sobre un registro.
¿Quién es Violette Leduc? La bisabuela de su bisabuela, al fin y al cabo. Releámoslo, releámoslo. ¿Es eso un nacimiento? Una bolita de naftalina con su olor de disgusto. Hay mujeres que hacen trampas, hay mujeres que sufren. Son las que gustan: borran su edad. Publico mi nacimiento, puesto que yo no «gustaba», puesto que siempre tendré mis cabellos de niña. He necesitado dos horas y media para escribir esto, dos páginas y media de mi cuaderno cuadriculado. Continuaré, no me desanimaré.
La mañana siguiente, el 24 de junio a las ocho. He cambiado de lugar; escribo en el bosque a causa del calor. Comencé la jornada juntando un ramo de olorosos guisantes silvestres y recogiendo una pluma de pájaro. Y me quejo de estar en el mundo, en un mundo de gorjeos y de jilgueros. Los castaños son delgados y tienen el tronco indolente. La luz, mi luz domada por el follaje. Es nuevo y es la novedad de mi jornada.
Te conviertes en mi hija, madre mía, cuando de vieja recuerdas con precisión de relojero. Hablas, yo te recibo. Hablas, te llevo en mi cabeza. Sí, para ti, mi vientre tiene el calor de un volcán. Hablas, yo me callo. Nací portadora de tu desgracia, como se nace portadora de ofrendas. Para vivir, tú sabes vivir en el pasado. A veces me siento cansada hasta el punto de caer enferma; a veces, cuando hacia la medianoche, yo acostada y tú sentada en un sillón, me dices: «No he amado más que a él, no he amado más que una vez, dame una pastilla», yo me convierto en lira y en vibráfono para tu melena de polvo. Eres vieja, te abandonas, abro la caja de pastillas. Me dices: «¿Tienes sueño? Cierras los ojos». No tengo sueño. Quiero deshacerme de tu vejez. Me enrollo el cabello en los bigudíes y mis dedos cantan tus veinticinco años, tus ojos azules, tus cabellos negros, tu flequillo cuidado, tu camisolín bordado, tu enorme sombrero, mi sufrimiento a los cinco años. Mi elegante, mi inarrugable, mi valerosa, mi vencida, mi charlatana, mi goma de borrar, mi celosa, mi justa, mi injusta, mi comandante, mi timorata. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué va a pensar la gente? Nuestras letanías, nuestras transfusiones. Cuando volvemos de la playa por la tarde, cuando entras en las tiendas, cuando tienes las respuestas, cuando seduces a las amas de casa, yo te espero afuera, no quiero acompañarte. Me indigno en la sombra, te detesto, y, sin embargo, debo amarte puesto que me mantengo alejada a causa de tus clientes, de los recaderos, de los vecinos. Vuelves, yo te digo: «Lo amaste. Qué pobre tipo era». Te erizas. No, no quiero demolerte destruyéndolo. «Un príncipe. Un verdadero príncipe». Así lo llamabas. Yo escuchaba, babeaba, no babeo más. Al día siguiente, en la tienda, decías: «Dos hermosas frutas. Son para la diosa. Me lo reprocharían». Me hieres. No te reprocharían. Qué jovencita sombría has sido. La sopa chirle de los orfanatos te había quitado las fuerzas. Siempre cansada, siempre demasiado cansada. Nada de bailes, ni de salidas, ni de amigas. Desdeñosa, encerrada, extenuada. Todos los domingos en cama. El campo te aburría, la ciudad se escurría una vez que habías comprado cuellos y puños a la moda de 1905, y que habías auxiliado, con la santa, a los protestantes necesitados. Me dices: «Tu abuela hablaba como un libro abierto». Me rebelo cuando confundes a tu madre con la madre del otro. Mi abuela no hablaba como un libro abierto: fregaba las cacerolas de los demás. Tuve una sola abuela, la que conocí. Es única como será única una mujer extraordinaria sobre centenares de gradas más arriba. Fidéline: tu madre y mi soberana ternura. Ella te habría dicho: «Más tarde ella no tendrá corazón». Ignoro si tengo o no corazón. Fidéline no se ha empañado. Tú no puedes empañar una cosecha de estrellas.
Yo acostada, ella sentada, me dice:
—Los Duc, ¡si los hubieras visto! ¡Qué hombres! Gallardos, los hombres más altos del pueblo…
Se calla. Ante la puerta, ante la ventana, la grava cruje. Ella se arrebuja en su camisón rosado, su camisón abrigado y simple de la tienda Guayana y Gascuña. Espero la continuación. La miro y veo una tempestad sobre el mármol. Es un carácter imbatible.
—… El padre recibía la bendición y distribuía el trabajo. El padre era consejero. Todos lo respetaban. Tú labrarás, tú rastrillarás, tu sembrarás, tú cuidarás las ovejas, el caballo. Todos se ponían sus boinas, todos se callaban, todos obedecían. Hombres limpios, hombres sanos. Mi padre era el menos bueno.
La grava ya no cruje. Se pierde en un sueño de puritanismo, de obediencia, de autoridad. El pueblo de su padre: un conjunto de órdenes, ejecuciones. Adelanto: