De cuando los vikingos atacaron por primera vez las costas de España.
Año 844, los vikingos atacan las costas de España. Después de haber sometido Irlanda y media Inglaterra, asolar Francia y sojuzgar nada menos que Paris y Nantes, los normandos desembarcan en la Torre de Hercules, en La Coruña. En tierras gallegas serán derrotados por las huestes del reino de Asturias. Pasarán después a sangre y fuego Lisboa, Cádiz y Sevilla, pero también aquí terminarán vencidos por los ejércitos del emir Abderraman. Todo ello en un tiempo en el que crecían los grandes monumentos en las faldas del Naranco, avanzaba la repoblación de Castilla, los cristianos intentaban la reconquista de León y el emirato de Córdoba vivía turbias intrigas políticas. En esta nueva novela, José Javier Esparza aborda este episodio fascinante de nuestra historia con una prosa tan bella como épica y desde el mayor rigor histórico. Una autentica recreación de la España altomedieval.
José Javier Esparza Torres
Los demonios del mar
De cuando los vikingos atacaron por primera vez las costas de España
ePub r1.0
NoTanMalo 15.08.16
Título original: Los demonios del mar
José Javier Esparza Torres, 2016
Editor digital: NoTanMalo
ePub base r1.2
Para Aurora, al pie de Santa María del Naranco.
JOSÉ JAVIER ESPARZA (Valencia, 1963), periodista y escritor, actualmente es director del diario La Gaceta y colabora en varios programas de Intereconomía Televisión. Ha sido director del programa cultural La estrella polar en la cadena COPE, crítico de televisión en el grupo Vocento y copresentador del Telediario de Intereconomía.
Especializado en la divulgación histórica, ha publicado entre otras obras: Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental, España épica, La gesta española, El terror rojo en España, Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo, El libro negro de Carrillo, las novelas El dolor y La muerte, que forman parte de la trilogía El final de los tiempos, y, con gran éxito en La Esfera, La gran aventura del Reino de Asturias y Moros y cristianos, de los que ha vendido más de 50 000 ejemplares. También ha escrito la novela histórica El caballero del jabalí blanco.
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ISLA DE NOIRMOUTIER
Primavera de 844
A las plegadas y garras escondidas. Medio centenar de dragones duerme en las playas de la isla de Her. Quizá la estridencia de las aves marinas les impide conciliar el sueño. El aire huele a sal y a pescado. Las aguas del Atlántico, bravas mar adentro, vienen aquí a remansarse para acariciar con sus rizos blancos las dunas y, casi dulces, morir en las anchas marismas. Las naves normandas descansan sus vientres en la arena. Así, dormidas, nadie adivinaría en ellas un mensaje de muerte. Pero sí: son dragones.
Aquí, a esta isla frente a la boca del Loira, cinco leguas de tierra alargada como una serpiente, vino el santo gascón Filiberto a fundar un monasterio en el año 674 de Nuestro Señor. Filiberto rezó, predicó y gobernó: emplazó grandes salinas e hizo construir diques frente al mar. Cuando se marchó, aquello era un paraíso. Durante muchos años la isla fue un lugar excelso para vivir y morir. Pero un día del año 830 la catástrofe se abatió sobre la pequeña comunidad de Her: llegaron los normandos. Los demonios del mar atacaron la isla porque ofrecía una excelente base para penetrar, Loira arriba, en el rico reino de los francos. Fallaron en la primera ocasión. Volvieron dos veces más. La tercera, en septiembre de 835, fue la definitiva. La isla ardió por entero. El viejo monasterio de Her quedó completamente calcinado. Los grises muros se volvieron negros. Tan negros que el pueblo empezó a llamar al lugar isla de Nermouster: la isla del negro monasterio. Noirmoutier terminarán llamándola los francos.
—Desde entonces tienen los míos una base permanente en esta isla —suspira Ragnar Haraldson con un deje de nostalgia mientras, remo en mano, ve acercarse la playa de Her—. Aquí ha pasado largas temporadas nada menos que el mismísimo rey de los daneses, el gran Horik. Un hombre grande. Aunque no siempre me llevé bien con él.
—¿Por eso te desterraron los tuyos? —Escupe Piniolo con una mueca siniestra, atareado con su remo a su vez—. ¿Porque no te llevabas bien con el tal Horik?
—Por eso —asiente Ragnar—. Horik se da ínfulas de gran señor. Le gusta sentirse igual a los grandes emperadores. Trató por todos los medios de negociar con Ludovico Pío, el rey de los francos. Para mi desdicha, eso sucedió mientras yo andaba saqueando tierras francas. Horik se enteró de que le estaba aguando la fiesta y me condenó a muerte. Como yo era hombre libre, la pena se me conmutó por el destierro. Eso fue lo que pasó.
—¿Siempre te las arreglas para escapar? —masculla Piniolo—. ¿Cómo en Cornellana o en Oviedo?
El vikingo ríe sin ganas. Porque Ragnar Haraldson, en efecto, siempre se las arregla para escapar. Pero también Piniolo. Esos dos hombres que ahora reman sobre un frágil bote rumbo a la isla de Her, el danés y el español, tienen eso en común. Eso y la derrota que pesa en sus espaldas: la derrota de Cornellana. Pero ahora todo va a cambiar. Ahora Ragnar y Piniolo tienen un plan.
—¿Estás seguro de que tus amigos comprarán la idea? —rezonga Piniolo—. ¿Estás seguro de que no nos matarán en cuanto asomes tu cabeza por esas barracas?
—No. No estoy seguro. Pero algo me dice que me escucharán.
El asentamiento vikingo de la isla de Her, la isla del monasterio negro, dibuja poco a poco sus perfiles a medida que la barca vence el estrecho brazo de mar. Los normandos han ido a colocar sus casas y cabañas en el norte del islote, un breve cerro rocoso al que sería exagerado llamar peñón, pero que parece lo único sólido en este paisaje de dunas y marismas. Ragnar y Piniolo ya pueden ver la silueta de los barcos, esos dragones dormidos, la panza sobre la arena para preservar la salud de la madera. Algún drakar exhibe sobre su lomo telas de colores y respira delgadas columnas de humo. En su cubierta se agitan figuras que parecen muñecos. Son las pequeñas bandas que han acudido al calor de las grandes empresas. Los hielos de Noruega y Dinamarca los han escupido hacia el sur. En busca de botín, han venido aquí, a Her, a Noirmoutier, para ponerse a las órdenes de Hastein, el gran dragón, el señor que domina este poblado normando en medio del mar.
La barca de los visitantes besa la arena con un crujido de alivio. Ragnar y Piniolo saltan al agua y empujan su esquife playa adentro. Final del viaje. Un mes atrás han abandonado Laredo camuflados entre los pescadores del villorrio cántabro. Un barco de lance les ha conducido a la Aquitania. Después, varios días de camino entre landas y bosques hasta Commequiers. Tierra hostil y mil peligros. Bien es cierto que ellos han sido el peligro mil uno en este pago asolado por los salteadores. En Olonne han saqueado la alquería de una rica viña. En La Rochela han matado a cuatro mozos que salieron a su encuentro, incautos, para desvalijarlos. En las marismas salinas de Sallertaine hallaron finalmente a un clérigo que, bien aconsejado por un puñal en las costillas, les procuró una embarcación para saltar a la isla. Esa misma barca que ahora descansa, aún temerosa, como un ratón entre fieros dragones, sobre las arenas ásperas de Her.