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José Javier Esparza - La gran aventura del reino de Asturias

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José Javier Esparza La gran aventura del reino de Asturias
  • Libro:
    La gran aventura del reino de Asturias
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2009
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La gran aventura del reino de Asturias: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos
C

on mi agradecimiento a Almudena Collado, Lartaun de Azumendi y Pedro Pérez, que pusieron voz y música a esta historia.

A los fieles oyentes de la Estrella Polar de la COPE.

Y a Lebato, Muniadona, Purello, Cristuévalo y todos los héroes anónimos de aquellos tiempos de hierro, gracias a los cuales existimos los españoles de hoy

Bibliografía para saber más
U

n clásico: Claudio Sánchez Albornoz. De él hay que leer, inexcusablemente, su Orígenes de la nación española. Estudios críticos sobre la historia del Reino de Asturias, publicado en tres volúmenes por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas entre 1974 y 1975, y reeditado por la Caja de Ahorros de Asturias en 1984. Hay una versión «popular» de esta obra, ostensiblemente abreviada, que ha conocido varias ediciones. Por ejemplo, la del Grupo Axel Springer-SARPE en 1986. Otra obra importante: Sobre la libertad humana en el reino asturleonés, publicada por Espasa-Calpe en 1978. Y en cualquier caso, hay que leer la monumental España, un enigma histórico (Edhasa, 1983).

Otro nombre que no puede faltar: Luis Suárez Fernández. Para nuestro tema es fundamental su Historia de España antigua y media (Rialp, 1975, dos tomos) y el tomo 5 de la Historia de España de la editorial Gredos (1991), titulado La España musulmana y los inicios de los reinos cristianos: 711-1157.

Uno de los mejores conocedores de la Alta Edad Media española es Julio Valdeón, recientemente fallecido. De Valdeón es aconsejable leer La Reconquista. El concepto de España: unidad y diversidad (Espasa-Calpe, 2006) y La Alta Edad Media (Anaya, 2003).

Como ejemplo de las orientaciones más recientes acerca de la Reconquista y la conformación de los reinos españoles en la Edad Media, hay dos libros importantes. Uno es el de José María Mínguez, La España de los siglos VI al XIII. Guerra, expansión y transformaciones. En busca de una frágil unidad (Nerea, 1994). Otro es el de José Luis Villacañas Berlanga, La formación de los reinos hispánicos (Espasa-Calpe, 2006).

En cuanto a estudios parciales, últimamente se han hecho imprescindibles los de José Ignacio Gracia Noriega. Por ejemplo, Don Pelayo, el rey de las montañas (La Esfera de los Libros, 2006) y también Historias de Covadonga (Laria, 2008).

¿Más? Juan Ignacio Ruiz de la Peña tiene una monografía muy notable: La monarquía asturiana, 718-910 (la edición más reciente es en Nobel, 2002). Y si hay posibilidad, es muy aconsejable consultar la edición del Real Instituto de Estudios Asturianos sobre un simposio celebrado en Covadonga en 2001 y cuyas actas se agruparon bajo el título La época de la monarquía asturiana.

Nos dejamos en el tintero muchos libros, pero el lector nos perdonará: de momento, que lean el nuestro.

CAPÍTULO 1

EL ORIGEN: LA INSURRECCIÓN DE LOS ASNOS SALVAJES

La batalla de Covadonga

Estamos en 722. Hace once años que los moros han invadido la Península Ibérica y, aprovechando la descomposición del reino visigodo, se han hecho con el poder. El viejo reino godo, heredero de Roma, se ha hundido. El islam domina sin que nadie sea capaz de plantarle cara. Hasta ese año de Nuestro Señor de 722.

Viajemos a las montañas de Asturias, en la puerta de los Picos de Europa, cerca de Cangas de Onís. Allí hay una cueva llamada Covadonga, es decir, Cueva Dominica, Cueva de Nuestra Señora. Se llama así porque es centro de un culto mariano; muy probablemente era un lugar sagrado desde tiempo inmemorial. A esa cueva ha ido a parar un grupo de rebeldes cristianos. Covadonga es un lugar apto para refugiarse, un valle rodeado por montañas y también cerrado por montañas, con una única senda que escapa, precisamente, hacia las montañas. La historia no nos ha transmitido en qué momento del año ocurrió aquello. Podemos conjeturar que fue al final de la primavera, quizás en verano, porque la guerra, antiguamente, se detenía en invierno, cuando la naturaleza se rendía al frío.

Fijémonos ahora en los rebeldes. Son muy pocos, quizás unos cuantos centenares, tal vez menos. No hay sólo guerreros, sino también mujeres y niños. Han acudido allí huyendo. Unos pocos meses antes se habían levantado contra los moros: se negaban a pagar los impuestos que el gobernador musulmán exigía. Entonces comenzó la persecución. Unos pocos hombres, desorganizados y mal armados, en modo alguno podían imponerse al poderoso invasor. Las tropas moras, disciplinadas y entrenadas, fueron acosando a los rebeldes cristianos valle tras valle. Los daños que los cristianos podían infligirles eran escasos. Así llegaron los rebeldes, copados, al valle de Cangas, a la cueva de Covadonga.

¿Quién mandaba a los rebeldes? Pelayo, un guerrero visigodo. Pero los rebeldes no eran sólo visigodos, e incluso es muy probable que apenas hubiera godos entre ellos; la mayoría debían de ser astures, pobladores autóctonos de la cornisa cantábrica, que sin embargo habían encontrado en Pelayo a un líder capaz de acaudillar la resistencia. De Pelayo hablaremos después, también de los astures. Ahora quedémonos con ese cuadro: el puñado de rebeldes parapetados en su cueva. Y enfrente, el ejército más poderoso de su tiempo.

Los moros, a decir verdad, no habían prestado gran atención a aquel levantamiento de rebeldes cristianos: no dejaban de ser unos pocos cientos de nativos mal armados y peor alimentados. Pero el gobernador moro del norte peninsular, un berebere llamado Munuza, había aprendido a desconfiar de las apariencias. Tenía que acabar con aquel foco de rebeldía. Apurado, Munuza pidió refuerzos a Córdoba. Y el emir, Ambasa, accedió a enviar un cuerpo expedicionario al mando del general Al Qama. Dicen las viejas crónicas que 180.000 islamitas acudieron a la llamada. Seguramente no fueron más de 10.000. Suficientes, en todo caso, para acabar con aquellos pocos cientos de rebeldes cristianos encerrados en su cueva.

Así, en fin, se planteó la batalla. Los cristianos, pocos y sin alimentos; los moros, muchos y bien armados. Pero el terreno jugaba a favor de los cristianos: mover a un ejército numeroso por el laberinto asturiano de valles y montes, en una época como el siglo VIII, sin carreteras ni puentes, era un calvario. Y los rebeldes, por el contrario, conocían el terreno palmo a palmo. Los moros intentaron un acuerdo diplomático: enviaron a un obispo traidor, Don Oppas, para que convenciera a Pelayo de que debía entregarse y abandonar toda resistencia. Pelayo se negó y dio la batalla. Las tropas de Al Qama terminarían siendo diezmadas. La Crónica de Albelda, fechada en 881, en tiempos de Alfonso III, lo relató así:

Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y el ejército de Alkama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: «Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?». El interpelado se asomó a una ventana y respondió: «Aquí estoy». El obispo dijo entonces: «Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos». Pelayo respondió entonces: «¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?». El obispo contestó: «Verdaderamente, así está escrito». […] Alkama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las ondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que la disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga.

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