PRÓLOGO
LA EXPRESIÓN «el último hombre del Renacimiento» se ha convertido en todo un cliché, pero perdonamos su uso en esas raras ocasiones en las que la expresión es cierta. Es muy difícil pensar en un candidato mejor para ese elogio que Jacob Bronowski. Se podrán encontrar otros científicos que puedan exhibir un conocimiento profundo en humanidades, o —en un caso concreto— que combinen un prestigio ganado en el mundo de la ciencia con una preeminencia en historia china. Pero ¿quién mejor que Bronowski entrelaza un conocimiento profundo en historia, arte, antropología, cultura, literatura y filosofía con un exhaustivo conocimiento de la ciencia? ¿Y que además lo haga fácilmente, sin ningún esfuerzo y sin sucumbir nunca a parecer pretencioso? Bronowski usa la lengua inglesa —que no es su lengua materna, lo que es aún más extraordinario— tal como un pintor usa su pincel, con maestría tanto en la creación de grandes lienzos como de exquisitas miniaturas.
Inspirado por la Mona Lisa, esto es lo que tenía que decir al hablar sobre el primero y el más grande hombre del Renacimiento, cuyo dibujo del bebé en el útero abría la versión televisiva de El ascenso del hombre:
El hombre es único no porque hace ciencia, y es único no porque crea obras de arte, sino porque tanto la ciencia como el arte son igualmente expresiones de la maravillosa plasticidad de su mente. Y la Mona Lisa es un ejemplo muy bueno, porque después de todo, ¿qué es lo que hizo Leonardo la mayor parte de su vida? Hizo dibujos anatómicos, como el bebé en el útero de la Royal Collection en Windsor. Y es justo en el cerebro y en el bebé donde la plasticidad de la conducta humana empieza.
Bronowski enlaza con asombrosa destreza el dibujo de Leonardo con el niño de Taung: un espécimen de nuestro género ancestral Australopithecus, víctima —como sabemos ahora, algo que Bronowski desconocía cuando realizó su análisis matemático del diminuto cráneo— de un águila gigante hace dos millones de años.
Hay un aforismo digno de ser citado prácticamente en cada página de este libro, algo para guardar como un tesoro, algo para pegar en una nota en la puerta para que todo el mundo pueda verla, puede que incluso un epitafio para la lápida de un gran científico: «El conocimiento […] es una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre». ¿Edificante? Sí. ¿Inspirador? Sin ninguna duda. Pero leído en su contexto es impactante. La tumba en la que se podría poner esa lápida resulta que pertenece a toda una tradición investigadora europea, destruida por Hitler y sus aliados prácticamente de la noche a la mañana:
Europa dejó de ser un lugar acogedor para la imaginación —y no solo la imaginación científica—. Toda una concepción de la cultura estaba en retirada: la concepción de que el conocimiento humano es personal y responsable, una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre. Se hizo el silencio, de igual manera que después del juicio a Galileo. Los grandes hombres se vieron inmersos en un mundo amenazado. Max Born. Erwin Schrödinger. Albert Einstein. Sigmund Freud. Thomas Mann. Bertolt Brecht. Arturo Toscanini. Bruno Walter. Marc Chagall.
No es necesario pronunciar unas palabras tan poderosas a voz en grito o con lágrimas ostentosas rodando por la cara. Las palabras de Bronowski obtuvieron un gran impacto, en parte debido a su tono calmado, humano, comedido, y a esa forma encantadora de pronunciar las «erres» mientras miraba directamente a la cámara, con sus gafas parpadeando con los reflejos de la luz como faros en la oscuridad.
Pasajes oscuros como ese constituyen algo excepcional en este libro lleno de luz y de genuina y sincera inspiración en la mayoría de sus páginas. Casi se puede oír la peculiar voz de Bronowski a lo largo y ancho de este libro, y ver asimismo su expresiva mano cortando de arriba abajo la complejidad para de repente decir algo importante. Permanece de pie enfrente de una gran escultura, el Filo de cuchillo de Henry Moore, para decirnos:
La mano es el borde cortante de la mente. La civilización no consiste en un conjunto de artefactos acabados, es la elaboración de los procedimientos que llevaron a su fabricación. Al fin y al cabo, la marcha del hombre es la sofisticación de su mano en acción. El estímulo más poderoso que ha impulsado el ascenso del hombre es el placer que siente con cada ejercicio de sus habilidades. Ama lo que hace bien, y una vez lo ha hecho bien, ama hacerlo todavía mejor. Ese espíritu se puede ver en su ciencia. Se puede ver en la magnificencia con la que talla y construye, en su cuidado amoroso, su regocijo, su descaro. Se supone que los monumentos fueron construidos para homenajear a reyes y a religiones, a héroes y dogmas, pero, al fin y al cabo, al hombre al que homenajea es al constructor de dicha obra.
Bronowski era un racionalista y un iconoclasta. No se conformaba con disfrutar de los logros a los que había llegado la ciencia, sino que pretendía provocar, estimular, pinchar.
Esa es la esencia de la ciencia: haz una pregunta impertinente, y estarás en camino hacia una respuesta pertinente.
Eso no se aplica únicamente a la ciencia, sino a todo modo de aprendizaje, lo cual, según Bronowski, estaba encarnado por una de las universidades más grandes y más antiguas del mundo, casualmente en Alemania:
La universidad es como la Meca a la cual acuden los estudiantes con poco más que una fe inquebrantable. Es importante que los estudiantes aporten cierta picardía, una irreverencia virginal hacia sus estudios; no están aquí para venerar lo conocido, sino para cuestionarlo.
Bronowski se refería a las especulaciones mágicas del hombre primitivo con simpatía y comprensión, pero al final:
La magia es solo una palabra, no una respuesta. La magia, en sí misma, es una palabra que no explica nada.
Hay magia —la clase correcta de magia— en la ciencia. También hay poesía, y poesía mágica en cada página de este libro. La ciencia es la poesía de la realidad. Si Bronowski no dijo eso, es la clase de afirmación que habría hecho este polifacético, elocuente, discreto erudito, cuya sabiduría e inteligencia simbolizan lo mejor que hay en el ascenso del hombre.
RICHARD DAWKINS
JACOB BRONOWSKI (Łódź, actual Polonia, 1908 - East Hampton, Nueva York, Estados Unidos, 1974). Fue un matemático polaco de origen judío nacionalizado británico, célebre sobre todo por su serie de divulgación científica para la televisión El ascenso del hombre, a partir de la cual se publicó luego un libro con el mismo título. Esta obra, que describe en 13 capítulos la historia del desarrollo intelectual del ser humano, sus ganancias y sus pérdidas, sus dolores y sus aciertos, lo convirtió en uno de los más importantes divulgadores de la ciencia y, a la vez, en uno de los pocos representantes (el primero, quizá) de un humanismo renacentista en pleno siglo XX.
Fue también poeta, inventor, autor teatral, humanista y publicó un total de once libros. A su muerte, trabajaba en el Instituto Salk de Estudios Biológicos, en La Jolla, California, Estados Unidos.
Con motivo de la gran herida causada a la humanidad por la equívoca aplicación de los avances teóricos de la física atómica durante la Segunda Guerra Mundial (el gran número de pérdidas humanas, en particular debido a las bombas atómicas arrojadas sobre Nagasaki e Hiroshima), cambió sus intereses, al igual que muchos otros físicos teóricos y físicos aplicados de su época, por las ciencias humanas y las ciencias de la vida (la biología).
Título original: The Ascent of Man
Jacob Bronowski, 1973
Traducción: Alejandro Ludlow Wiechers & Francisco Rebolledo López & Víctor M. Lozano & Efraín Hurtado & Gonzalo González Fernández