KIHARU: VIDA DE UNA GEISHA
Kiharu Nakamura
Por qué he escrito este libro
Nueva York, vacaciones de verano de 1982. Como cada año, a finales de julio siempre me visitaban numerosos jóvenes japoneses: los hijos, hijas, sobrinos y sobrinas de mis amigos. Entre ellos había algunos que vinieron durante tres años tan sólo con una mochila.
Mi piso de dos habitaciones se transformaba en una especie de campamento de verano y todos dormían juntos sobre el tatami. «Parecéis sardinas en el mercado», reía yo. Pero como todos ellos se divertían de lo lindo, yo también era feliz.
Entre los jóvenes estaba Yumiko, una jovencita especialmente hermosa que venía todos los años. Había finalizado sus estudios, de sólo dos años de duración, y ahora estaba trabajando.
«Mi novio va a venir a Nueva York, —me explicó mi querida Yumiko—. Es ilustrador, y como yo le dije que vendría a Nueva York y él va a ir a Europa, de regreso a casa pasará aquí cinco días».
Así que el novio de Yumiko vino a Nueva York. Sí que era ilustrador, pero muy joven y, por consiguiente, apenas terna dinero. En verdad era un joven muy agradable. Aún no tenía hotel, así que lo llevé a mi casa, le dejé que se diera un baño, le di de comer y luego tratamos de buscar un hotel, pero todo estaba lleno.
«Esto no tiene sentido. Puedes quedarte a dormir en mi casa», le ofrecí. Yumiko y yo dormimos en la habitación de delante y su novio, Hiroshi, en la de detrás, que en realidad era mi dormitorio.
A los cinco días llegó a Nueva York el hermano mayor de Hiroshi, quien trabajaba de lector en una editorial. A diferencia de a Hiroshi, a su hermano la empresa le había reservado una habitación en un hotel. Probablemente la habían elegido porque era muy barata, pero se hallaba en una zona bastante mala y era muy lúgubre. Tratamos de encontrar otra habitación, pero no hubo suerte.
En mi calidad de típica tía-buzón-de-sugerencias, pensé que lo mismo daba que durmieran conmigo dos que tres, y acomodé también al hermano de Hiroshi en la habitación de atrás.
El hermano de Hiroshi, el señor Uemura, estaba en Nueva York en viaje de trabajo, por encargo de su editorial. Debía hablar con diversos escritores y, por eso, estaría fuera de casa desde por la mañana temprano. Cuando regresaban por la noche, Hiroshi, su hermano y Yumiko tenían mucho que contar. El señor Uemura mostró interés profesional por lo que yo les contaba.
—Cuenta las cosas de forma muy interesante. ¿Nunca se ha planteado escribir algo? ¿Qué le parecería? Creo que sería muy interesante —dijo entusiasmado.
—No, no —rechacé—, las plumas son para los pájaros; no estoy nada interesada en empuñar la pluma.
—Haga como si escribiera una carta de dos o tres páginas. Cartas sí que escribirá, ¿no?
—Sí, cartas, sí, pero no soy una escritora especialmente buena. Nunca había pensado en ello —respondí.
—Escríbame una carta, si le apetece.
Yumiko e Hiroshi regresaron a Tokio antes que el señor Uemura, que aún debía terminar su trabajo.
Me olvidé por completo de la carta, ya que siempre tenía algo que hacer.
Una tarde, al llegar a casa del trabajo alrededor de las seis y media, recibí la llamada de unos amigos. El señor Shindó, el pintor, parecía muy agitado. Me dijo que me necesitaba el próximo sábado como fuera. Me quedé un poco sorprendida. Lo normal era preguntar si una tenía tiempo, pero sonaba casi imperioso. Luego se puso su esposa al teléfono y también me apremió. Me explicó con lujo de detalles que tenían un viejo amigo que era el director de una conocida imprenta de Nueva York. Este amigo y su mujer eran grandes conocedores de Japón. Poseían una valiosa colección de cuadros, cerámica y lacas japonesas —que más tarde yo tendría la ocasión de contemplar—. Recientemente, este matrimonio se había construido una casa japonesa en un barrio de Nueva York. Habían hecho venir de Japón a carpinteros y otros artesanos para que elaboraran el tatami, las puertas correderas y las tallas en madera. Cuando estuviera todo terminado, querían celebrar una especié de fiesta de inauguración japonesa. Mac, el secretario del dueño de casa, ya se había puesto en contacto con un conocido restaurante japonés. Los camareros debían presentarse luciendo quimonos. La dueña de casa quería que, además de la comida, hubiera actuaciones japonesas. Mac conocía a una japonesa que tocaba el koto y a la cual deseaba contratar.
—Ah, ese gran instrumento con muchas cuerdas. Lo he visto en películas y cuadros y he escuchado su maravilloso sonido, pero nunca he escuchado un shamisen ni tampoco he visto danza japonesa. Tal vez haya alguien que toque el shamisen, baile y, a ser posible, pueda explicarlo todo en inglés —dijo la dueña.
—Tengo una amiga que fue una auténtica geisha de Shimbashi. También puede explicarlo todo en inglés y responder a las preguntas de los invitados. Me parece la más indicada —le propuso el pintor Shindó.
Al día siguiente el secretario, Mac, presentó al matrimonio a la intérprete de koto. Su caché era bastante elevado y quería tocar dos veces durante la velada. Cuando todo estaba decidido, ella preguntó en japonés si iba a actuar alguien más aparte de ella.
—Sí, tenemos pensado invitar a nuestra amiga Kiharu de Shimbashi, que en su día fue una auténtica geisha —respondió Shindó.
—Me resultaría desagradable sentarme junto a una prostituta. Por favor, anulen esa invitación —pidió la intérprete de koto.
—Al parecer usted no tiene ni idea de lo que es una geisha de Shimbashi. ¿De dónde es usted? No le permito que ofenda a nuestra mejor amiga, usted, una provinciana… —la increpó Shindó.
—A mi entender, una japonesa que así menosprecia a otros japoneses tiene un carácter cuestionable —afirmó el dueño de casa cuando le explicaron la discusión, así que anularon la actuación de la intérprete de koto. Por este motivo era tan indispensable mi presencia y el señor Shindó se mostraba tan alterado.
La noche en cuestión me llevé conmigo el shamisen. Este instrumento era originario de Egipto, luego había pasado de la India a China, de allí a Okinawa, como shamisen de piel de serpiente, y después, hará unos trescientos años, a Japón. En América no gusta, pues la gente considera que los gatos son animales domésticos y el shamisen moderno está revestido de piel de gato. Toqué los interludios instrumentales Takinagashi y Chikumagawa, del Libro de donativos, y la Danza de la exposición floral. A petición de los invitados, también interpreté algo del primer acto de Madame Butterfly. Los asistentes estaban entusiasmados. Después de cenar me cambié de ropa e interpreté la danza de los abanicos Alegrías y pesares de la primavera, en la que el señor Shindó asumió el papel de narrador. Dado que pude responder a las distintas preguntas de los invitados, ellos quedaron satisfechos y yo también me divertí bastante.
Luego me puse a pensar. No podía pasar por alto sin más lo que había dicho la intérprete de koto, que no quería sentarse junto a una prostituta. Si al menos nos hubiéramos visto alguna vez, tal vez yo o mi comportamiento podríamos haberle resultado desagradables, pero nunca nos habíamos visto. Y sin embargo me había llamado prostituta por haber sido una geisha. Estaba en juego el honor de las geishas de Shimbashi. Cierto que era una pueblerina, pero hay muchos japoneses y americanos que interpretan mal la profesión de geisha. Decidí escribir para explicar qué es una geisha de Shimbashi, para que nadie volviera a menospreciarnos. Quería contar exactamente lo que son las geishas en realidad, en honor a mis antiguas colegas y también a las jóvenes geishas que nos seguirán. Comencé a escribirle al señor Uemura cartas de dos o tres páginas. Él las reunió y así nació el libro Vida de una geisha, que en Japón tuvo una excelente acogida. A continuación escribí la segunda parte, que trata de la posguerra.