1
EL MUNDO DE ELON
—¿Cree que estoy loco?
Elon Musk me hizo esa pregunta hacia el final de una larga comida en una lujosa marisquería de Silicon Valley. Sabía que Musk llegaría tarde, como siempre, así que había aliviado mi espera con un gin-tonic. Se presentó al cabo de unos quince minutos, vestido con zapatos de cuero, vaqueros de diseño y camisa a cuadros. Mide 1,85 m, pero cualquiera que lo conozca dirá que aparenta ser mucho más alto. Es increíblemente ancho de hombros, robusto y fornido. Se podría pensar que saca partido de esa percha y se pavonea como un macho alfa; pero, en realidad, siempre parece como si se mostrase avergonzado. Se acerca hasta mí con la cabeza un poco gacha, me da un breve apretón de manos y se sienta. Necesita algunos minutos para calentar motores y sentirse cómodo.
Musk me había pedido que comiéramos juntos para negociar, en cierto modo. Dieciocho meses antes, yo le había informado de mi intención de escribir un libro sobre él, y él me había informado de su intención de no colaborar conmigo. Su rechazo me dolió, pero hizo aflorar el reportero testarudo que hay en mí. Si tenía que escribir el libro sin él, lo haría. Los empleados que habían abandonado Tesla Motors y SpaceX, las empresas de Musk, y que estarían dispuestos a que yo los entrevistara, se contaban por decenas; además, conocía a muchos de sus amigos. Las entrevistas se sucedieron sin descanso, un mes tras otro. Después de haber hablado con unas doscientas personas, volví a tener noticias de Musk. Me llamó a mi casa y me dijo que había dos alternativas: podía ponerme las cosas muy difíciles o podía ayudarme con el proyecto. Estaba dispuesto a cooperar, siempre y cuando pudiera leer el libro antes de su publicación y añadir notas a pie de página. No tocaría lo que yo había escrito, pero quería tener la oportunidad de aclarar cualquier detalle que considerase inexacto. Comprendí los motivos de aquella petición: deseaba tener cierto control sobre su biografía; además, tiene la mentalidad de un científico, y el menor dato erróneo lo sumiría en la angustia. Si algún desliz se colase en una página impresa, se sentiría carcomido por dentro. Pero, por mucho que entendiera su punto de vista, no podía dejarle leer el libro por razones profesionales, personales y prácticas. Musk tiene su versión de la verdad, pero esa versión no coincide siempre con la del resto del mundo. Es proclive a contestar de manera prolija a la más sencilla de las preguntas, por lo que no sería de extrañar que cada una de sus notas ocupara treinta páginas. Pese a todo, acordamos comer juntos, hablar y ver qué ocurría.
Nuestra conversación empezó hablando de los relaciones públicas. Musk los quema a una velocidad de vértigo, y Tesla, su empresa automovilística, estaba buscando en aquel momento un nuevo jefe de comunicación. «¿Quién es el mejor relaciones públicas del mundo?», preguntó de forma muy muskiana. Después hablamos de conocidos comunes, de Howard Hughes y de Tesla. Cuando el camarero vino a apuntar la comanda, Musk le pidió que le indicara algunos platos que se adaptaran a su dieta baja en carbohidratos. Al final se decidió por langosta frita en salsa de calamar. La negociación no había comenzado, y Musk ya estaba hablando por los codos. Me dijo qué era lo que más le quitaba el sueño: la posibilidad de que Larry Page, director general y cofundador de Google, estuviera construyendo un ejército de robots inteligentes capaz de destruir a la humanidad. «Es algo que me preocupa mucho», confesó. El hecho de que Musk fuera amigo íntimo de Page y de que este le pareciera una persona llena de buenas intenciones no lo tranquilizaba. De hecho, ahí estaba la raíz del problema. La natural bonhomía de Page hacía que diera por sentado que las máquinas estarían siempre a nuestro servicio. «Yo no soy tan optimista. Podría crear algo maligno por accidente», dijo Musk. Engulló la comida en cuanto se la sirvieron: no la masticó, sino que la hizo desaparecer de un par de bocados. Como yo quería a toda costa que se sintiera a gusto y siguiera hablando, le pasé un buen trozo de mi filete. El plan funcionó… durante unos noventa segundos. Visto y no visto.
Pasó un rato hasta que conseguí que Musk dejara de hablar de sus sombrías previsiones sobre el futuro de la humanidad y se centrase en el asunto por el que nos habíamos reunido. Cuando nos pusimos a hablar sobre el libro, Musk me tanteó para saber exactamente por qué había querido escribir acerca de él y cuáles eran mis intenciones. En cuanto tuve la oportunidad, cambié las tornas y asumí el peso de la conversación. La adrenalina se mezcló con la ginebra y empecé a soltarle lo que, según mis cálculos, iba a ser un sermón de cuarenta y cinco minutos desglosando todas las razones por las que debería permitirme investigar su vida a fondo sin que yo le concediera nada de lo que él me pedía a cambio. El discurso se centraba en las limitaciones intrínsecas de las notas a pie de página, en la idea que el público se formaría de Musk ante aquel desmedido afán de control y en el hecho de que mi integridad como periodista se vería comprometida. Para mi gran sorpresa, Musk me interrumpió al poco de empezar y me dijo: «De acuerdo». La determinación es una cualidad que Musk tiene en la mayor estima: respeta a la gente que no se da por vencida ante una negativa. Los periodistas que le habían pedido ayuda para escribir un libro sobre él se contaban por decenas, pero yo había sido el único pelma que se había negado a aceptar un no por respuesta, y aquello pareció gustarle.
El resto de la comida transcurrió en grata conversación, mientras Musk echaba por la borda su dieta baja en carbohidratos. Un camarero trajo de postre una gigantesca escultura de algodón de azúcar amarillo, y Musk la atacó con ganas, arrancando grandes trozos del sabroso manjar. El acuerdo estaba sellado. Musk me garantizó que podría hablar con los directivos de sus empresas, con sus amigos y con su familia. Comeríamos juntos una vez al mes mientras durase el proceso. Por primera vez, Musk permitiría que un reportero entrara en su mundo. Dos horas y media después del inicio de la comida, Musk colocó las manos en la mesa y se dispuso a levantarse, pero, en ese preciso momento, se detuvo, me miró fijamente y me lanzó aquella pregunta inverosímil: «¿Cree que estoy loco?». Me quedé sin habla por un instante, mientras me estrujaba las meninges intentando determinar si había alguna trampa oculta, y, en ese caso, qué respuesta debía darle. Solo después de haber pasado mucho tiempo con él comprendí que la pregunta estaba dirigida sobre todo a sí mismo. Mi respuesta, fuera cual fuese, no habría importado. Musk había echado el freno por última vez para cuestionarse en voz alta si se podía confiar en mí y a continuación, mirándome a los ojos, emitir su veredicto. Al instante nos dimos un apretón de manos y Musk se marchó en su berlina Tesla Modelo S de color rojo.
Cualquier estudio sobre Musk debe comenzar en las oficinas centrales de SpaceX, en Hawthorne (California), en las afueras de Los Ángeles, a pocos kilómetros del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Al acercarse al cubículo de Musk, los visitantes se encuentran con dos gigantescos carteles de Marte colgados uno junto al otro. En el cartel de la izquierda se ve Marte tal como es en la actualidad, una esfera fría y estéril de color rojo; en el de la derecha aparece una enorme masa terrestre de color verde rodeada de océanos. El planeta se ha calentado y ha sido transformado para acoger a seres humanos. Musk está empeñado en hacer realidad ese sueño. Convertir a la especie humana en colonizadores del espacio es el objetivo declarado de su vida. «Me gustaría morirme convencido de que a la humanidad la espera un futuro brillante», me dijo. «Si pudiéramos resolver el problema de la producción sostenible de energía y sentar las bases para convertirnos en una especie multiplanetaria, capaz de crear una civilización autosostenible en otro planeta, para hacer frente a la posibilidad de que ocurriera lo peor y la conciencia humana se extinguiera, entonces...», planteó antes de detenerse un breve instante y concluir «Creo que eso sería fantástico».