Romano Guardini - El Santo en nuestro mundo
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- Libro:El Santo en nuestro mundo
- Autor:
- Editor:Ed. Guadarrama
- Genre:
- Año:1960
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El Santo en nuestro mundo: resumen, descripción y anotación
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Romano Guardini
Los fundamentos
La mayor parte de los días del calendario llevan nombres de personalidades de la historia cristiana, a los que acompaña un carácter especial de dignidad, de amonestación y promesa: los Santos. Sus figuras se nos aparecen en el arte cristiano, se nos presentan en leyenda y poesía, y nosotros mismos llevamos sus nombres. ¿Qué ocurre con ellos? ¿Qué es un santo?
En cuanto se adquiere intimidad con su naturaleza, no se hace difícil la respuesta: Ya en el Antiguo Testamento está «el mandamiento primero y mayor», que luego Cristo confirmó de nuevo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Dt 6. 5; Mt 22,37). Un santo es una persona a quien Dios ha concedido tomar este mandato con total seriedad, comprenderlo en sus profundidades y ponerlo todo en su cumplimiento. Algo grande, pues; incluso, algo terrible; porque ¿qué ocurre a la persona que se entrega a ello? Por eso se comprende la timidez respetuosa, pero al mismo tiempo la atracción misteriosa que experimenta el creyente ante esias figuras poderosas y entrañables. La respuesta que hemos hallado aquí, vale para todos los Santos, de todos los pueblos y todas las épocas. Pero también se puede plantear la pregunta de otro modo, a saber: ¿cómo aparece su imagen en la conciencia de los creyentes?
A esto no se puede dar respuesta tan fácilmente. Su esencia permanece idéntica, pues ¿en qué podría consistir eso tan poderoso y misterioso que el creyente venera en el Santo, sino en un fortalecimiento del amor? Si embargo, en el transcurso de la Historia cambia el modo de concebirse tal fortalecimiento.
El santo en el nuevo testamento
Si preguntamos sobre esto al gran testigo de la vida cristiana primitiva, al apóstol san Pablo, recibimos una respuesta peculiar. Por ejemplo, en la Segunda Epístolaa los Corintios, dice la salutación: «Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y Timoteo, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, con todos los santos que están en toda Acaya». Y en la conclusión dice: «Todos los santos os saludan...», y se completa: el país desde donde escribe el Apóstol, esto es, de Macedonia.
¿Quiénes son esos santos? Por lo visto, los cristianos, simplemente: aquellos que han recibido la Buena Noticia, que han aceptado la fe y que han renacido a nueva vida por el Bautismo. Es decir, una idea diferente que la que nos es familiar.
Cuando pronunciamos la palabra santo, pensamos engrandes individualidades de la Cristiandad, cuyas solemnes imágenes están en nuestras iglesias; aquí son personas que viven su vida en Corinto y Tesalónica y Efeso, y otros sitios; creen y esperan, se atormentan con su fragilidad, y no tienen para exhibir gran cosa de extraordinario en lo religioso.
¿Dónde está aquí, pues, esa cosa especial que implica patentemente el concepto de santo?
Ante todo, tenemos que darnos cuenta claramente de que en la época primitiva, hacerse cristiano y vivir como cristiano, ya era por sí solo algo extraordinario.
Quien se decidía a ello, se desprendía del contexto de su existencia anterior. Se hacía extraño a su circunstancia. Si su familia no daba el paso con él, también se enajenaba de ella; a veces tan profundamente, que equivalía a una separación.
Toda la vida de la Antigüedad estaba penetrada de usos de la religión pagana, y el lenguaje cotidiano estaba lleno de alusiones a los dioses y los mitos de los dioses; por tanto, la manera de vivir y hablar del cristiano tenía que apartarse de la habitual. Esto no sólo era trabajoso, sino que daba lugar a malentendidos, dificultades y apuros sin número. Las brillantes fiestas religiosas le quedaban prohibidas; tenía que mantenerse alejado de las solemnidades públicas de la ciudad y el Estado, pues todas estaban en relación con los dioses del país, o por lo menos tenía que tomarlas con un distanciamiento que era difícil y requería tanta renuncia como prudencia. Y por lo que tocaba al Estado romano -y se trataba de él sobre todo—, éste se concebía a sí mismo como algo divino, y su cabeza, el César, era venerado expresamente como una divinidad. Por eso el cristiano, no pudiendo participar en conciencia en todo esto, tenía que encontrarse en los más duros conflictos con la ley y el poder del Estado.
Quien se hacía cristiano daba, por el amor de Dios, un paso lleno de consecuencias. Entraba en una vida intranquilizada por la desconfianza del ambiente y cargada de dificultades de toda especie; una vida que exigía renuncia tras renuncia, y a menudo llevaba a la opresión y la muerte. Así comprendemos muy bien que san Pablo hable de los cristianos como de los santos.
Pero hay también otra cosa, que es lo esencial. Aquellos hombres sabían lo que significaba ser pagano. Habían experimentado qué profundamente atada a la Naturaleza estaba su existencia, a pesar de toda cultura; qué poco servían a la auténtica menesterosidad del corazón aun sus más evolucionadas formas espirituales y artísticas; qué poco podían saciar sus mitos y cultos el ansia de verdad y libertad, aun con toda su profundidad.
Por eso aquellos hombres conocían también la grandeza divina de la Buena Noticia. Habían percibido el «amor de Cristo, que excede a todo conocimiento»
(Ef 3, 19), y volvían a percibir siempre lo que significa crecer entrando en la nueva vida del Reino de Dios. Lo que vivían era, simplemente, una existencia nueva, regida por el Santo Dios; así tenía mucha razón el Apóstol para llamarlos lossantos.
El Santo de lo extraordinario
Pero luego se cambian las cosas. Los cristianos se hacen más numerosos, y cuando aumenta el número, por lo regular disminuyen la seriedad y el valor.
Además, entre los que entran en la fe, cada vez hay más niños; pues cuando el padre y la madre se hacen cristianos, o lo son ya, introducen sin más a sus hijos en la comunidad de la Iglesia. Pero éstos ya no se dan cuenta de lo enorme del paso. Crecen en el reino de la fe, y lo que en sí es tan extraordinario, se vuelve obvio.
Incluso, después de la conversión del emperador Constantino, la fe cristiana se hace religión de Estado. Entonces quien quiera presentarse como buen ciudadano y avanzar en el servicio del Estado, tiene que ser cristiano, al menos de nombre y en conducta pública; y ya podemos imaginar cuánto se superficializó con esto la vida cristiana en general, y cómo quedó oculto lo peculiar de ella. Ya no hubiera sido posible entonces hablar de los cristianos sencillamente como de los santos en Corinto, Efeso o Roma.
Entonces tuvo que formarse un nuevo concepto de santo, y se empezó a entender como la persona que realizaba de un modo extraordinario el mandamiento mayor.
Sobretodo, era el mártir, que daba su vida por la fe. Un san Esteban, un sanIgnacio, una santa Perpetua, una santa Inés, tenían en torno el fulgor del heroísmo cristiano, haciéndolos dignos de especial veneración... Pero también se puede expresar de otro modo el amor sin reservas a Dios. Por ejemplo, alguno experimentaba tan profundamente lo terrible del pecado, que no le bastaba arrepentirse y procurar mejorarse. Lo arrojaba todo, se iba a la soledad y llevaba allí una vida de penitencia, cuya dureza espanta: pensemos en los ermitaños del desierto de la Tebaida… O a alguno se le hacia tan apremiante la llamada de la comunidad con Dios, tan poderosa su abundancia de valor, que por ella se hacía pobre, como lo hicieron san Francisco y santa Clara... O alguien era arrebatado por el mandamiento del amor al prójimo, y se entregaba entero al servicio de los pobres y los enfermos; pensemos en santa Isabel de Turingia o san Vicente dePaul... Otros, por su parte, sintieron la grandeza de la verdad de Dios y vivieron sólo investigándola, como un
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