Javier Reverte - Un otoño romano
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- Libro:Un otoño romano
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
- Índice:4 / 5
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Un otoño romano: resumen, descripción y anotación
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Un otoño romano — leer online gratis el libro completo
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Javier Reverte
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Titivillus 27.11.15
A mis amigos de unos cuantos años José Antonio y Katy Bordallo. Y a mi nuevo amigo Alberto Rodríguez
Este libro fue escrito gracias al apoyo del Patronato de la Real Academia de España en Roma, que me brindó alojamiento durante tres meses en la Ciudad Eterna. Mi agradecimiento a sus miembros. Y mi agradecimiento especial al director de la institución, José Antonio Bordallo, de quien partió la iniciativa de acogerme como una suerte de becario emérito.
También debo un agradecimiento muy particular a mi nuevo amigo Alberto Rodríguez, el español que, probablemente, conoce mejor Roma. Él corrigió algunos errores de este libro.
¡Oh, grande, oh, poderosa, oh, sacrosanta
alma ciudad de Roma!…
… A ti me inclino,
devoto, humilde y nuevo peregrino,
a quien admira ver belleza tanta.
MIGUEL DE CERVANTES,
Persiles y Segismunda, 1569
Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hayas
[…]
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
FRANCISCO DE QUEVEDO, soneto
«A Roma sepultada en sus ruinas», 1617
Aquí, en Roma, hay que volver a nacer, los conceptos anteriores se convierten en algo tan inservible como unos zapatos de niño para un adulto. En Roma, el hombre más vulgar se mejora, pues adquiere conocimiento de algo que no es vulgar.
JOHANN W. GOETHE, Viaje a Italia, 1786
¡Qué ciudad!…, es bella para olvidarlo todo, para despreciarlo todo y para morir.
CHATEAUBRIAND, Viaje a Italia, 1803
La verdad sobre Roma no se encuentra en ninguna parte… En Roma, hasta una simple cochera suele ser monumental.
STENDHAL, Paseos por Roma, 1829
Este inexplicable país…
CHARLES DICKENS, Estampas de Italia, 1884
Roma es la mezcla de la antigüedad más austera con la modernidad más frívola.
HENRY JAMES, Vacaciones en Roma, 1869
Hay tantas Romas como queramos.
ENRIC GONZÁLEZ, Historias de Roma, 2010
Al principio, Roma te aturde; luego, te subyuga.
UGO MAGRI,
comentarista del periódico La Stampa, 2013
En Italia, la distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta, sino el arabesco.
ENNIO FLAIANO (guionista de Fellini)
La gloria, eso fue Grecia.
Y la grandeza, Roma.
EDGAR ALLAN POE, poema «A Helen», 1845
La belleza perdurable, que se obtiene con la aleación de lo clásico y lo moderno, es la belleza de Italia.
RAMÓN PÉREZ DE AYALA,
Viajes, crónicas e impresiones, 1916
Inicio esta suerte de diario dos días después de llegar a la ciudad. Desde la ventana de mi estudio, en las alturas de la colina del Gianicolo, arriba del Trastevere, miro hacia Roma cuando la tarde desfallece.
«Lo verdaderamente grande no debe de tener ninguna afectación», escribía Stendhal en sus Paseos por Roma, en mi opinión el mejor libro escrito sobre la urbe. Y en estas primeras horas en Roma, tras casi un año sin visitarla, de nuevo me asombra su capacidad de seducción, su serena sobriedad y su belleza austera. Roma no es una metrópoli estirada, nunca lo fue. Podría ser frívola, como decía Henry James, pero nunca artificialmente pomposa. Y resulta curioso que lo que en otro lugar nos parecería estrambótico o extraordinario, aquí se nos hace habitual. Uno de sus grandes misterios es que es capaz de transformar en espontáneo aquello que posee una cualidad artificiosa. Quizá sea ese el secreto de toda belleza.
Hasta los cardenales romanos, ataviados con sus chillones mantos rojos, que parecen salidos de una ópera bufa, no nos resultan seres demasiado extraños a la vida. En Roma cualquiera actúa y cumple con ejemplaridad su papel, por muy histriónica que sea su naturaleza: esos soldados bersinglieris tocados con gorros de plumas, los guardias suizos del Vaticano con sus extravagantes uniformes, los agentes del tráfico urbano de cascos blancos diseñados en los años cincuenta del pasado siglo, las maduras cincuentonas de dadivoso escote que caminan casi propinando golpes de cadera a las fachadas de las calles más estrechas, los sesentones con la camisa abierta y pantalón ajustado, marcando sus atributos masculinos y mostrando el canoso vello rizado de su pecho a las jovencitas, el fraile franciscano que carga del cuello un pesado crucifijo y que arrastra sus sandalias por la Via del Corso como si llevara la cruz a cuestas, las cuatro monjas que caminan del brazo cual si jugaran «a tapar la calle, que no pase nadie» y a las que los otros transeúntes parecen ignorar cuando les dan la espalda porque, según se dice, cuatro monjas vistas por detrás traen mala suerte, y el limosnero cargado de pesados fardos que viste harapos de colores vivos y parece un arlequín antes que un mendigo… Roma naturaliza todo, incluso aquello que no es natural. Y los romanos saben cómo lograr que todo extranjero se sienta un poco en su propia patria. Por ejemplo, los guiris que marchan en procesión detrás de los guías sin dejar de fotografiar ni una sola iglesia; ellos también forman ya parte inseparable del paisaje.
Ya lo advertía Michel de Montaigne, en 1581, en su Diario de viaje a Italia:
Roma es la ciudad más universal del mundo, en donde la extranjería y diferencia de nacionalidad tienen menos importancia. Por su naturaleza, es una ciudad hecha de remiendos extranjeros. Cada uno está aquí como en su casa… Al pueblo llano, nuestra manera de vestir, o la española o la alemana, le llama la atención tanto como la suya propia, y apenas se ve un pícaro que no nos pida limosna en nuestra lengua.
Y qué decir de esos callejones sucios, malolientes, llenos de gatos y de basuras sin recoger, donde, de pronto, tras un recodo, te das de bruces con un obelisco del Antiguo Egipto o una fachada de Bernini o los restos de un edificio de la antigüedad clásica que se usa como aparcamiento. En otra ciudad, creerías estar soñando. En Roma lo encuentras como algo sencillamente normal. Byron decía que Roma es un museo al aire libre y que todos los siglos han dejado algo hermoso en su fisonomía.
Mi mujer y yo nos hemos instalado en la Real Academia de España, en San Pietro in Montorio, en una especie de apartamento que, desde los altos del Gianicolo, en el corazón del barrio del Trastevere, mira a Roma. La idea de venir a la ciudad y residir en ella para escribir lo que se me ocurriera partió hace cosa de un año de José Antonio Bordallo, el actual director de la Academia, a quien conocí en la República Democrática del Congo en 1997, cuando era embajador de España en Kinshasa. Allí trabamos una buena amistad, como quien dice, «bajo las bombas». Y puesto que, también como quien dice, yo me apunto a un bombardeo, acepté de inmediato la invitación.
La de mi apartamento es sin duda una de las mejores vistas de la ciudad, si es que no la mejor. Cuenta con cinco grandes ventanales distribuidos entre la sala de estar (en donde hay tres de ellos), el despacho y el dormitorio; y si ahora levanto la mirada, veo las cúpulas de varias basílicas e iglesias teñidas por la rosácea luz del ocaso, además del pretencioso monumento de los Saboya en la Piazza Venezia. Al fondo, hacia el sudeste, se dibujan el perfil de los montes Albanos, y las desvaídas montañas azules de Castelli Romani, en donde se encuentra Castel Gandolfo, la residencia veraniega de los papas. «¿Quién me explica esta extraña fascinación que tiene el crepúsculo aquí en Roma? —se preguntaba Gabriele D’Annunzio —. Todo se vuelve de oro». Stendhal, más mundano que D’Annunzio y menos cursi, en su libro
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