Advierto
Este opúsculo es obvio que no está destinado al gran público.
Su autor se somete en todo al juicio de la Santa Madre Iglesia Romana; y si en él hubiere cualquier proposición en contra de lo ya declarado o definido por ella, la da por no dicha y retractada; pero si hubiere proposiciones no claramente en contra de lo cierto y definido, mas simplemente opinables e indagatorias —necesarias a la indagación científica—, la interpretación heterodoxa que diere de ellas el crítico que ustedes saben, que «se vuelva contra él y sea imputada a su necedad y malicia», como dice Quevedo y Villegas en su famoso Prólogo.
No pretende dar enseñanza dogmática, sino investigación exegética de acuerdo a su meditación personal con las reglas de esta ciencia y las mejores autoridades modernas, algunas de las cuales fueron sus maestros.
No ha querido recargar el texto con citas de dichas autoridades, porque lo desaconsejaba la índole del libro y su género literario.
Reclama para sí la regla de cortesía cristiana de «salvar la proposición del prójimo», que decía San Ignacio; y la razonable libertad, necesaria a la investigación, que concede Nuestro Santísimo Padre Pío XII en su encíclica Divino Afflante, § 4º, sección II, en su formal consejo de aplicarse al sentido literal de los Libros Santos y de aprovechar los estudios modernos; y en su templada exhortación final.
L. C.
Sección Quinta
Anexos
Himno al Mesías venidero
Baja otra vez al mundo,
baja otra vez, ¡Mesías!
De nuevo son los días
de tu alta vocación;
y en su dolor profundo
la humanidad entera
el nuevo oriente espera
de un sol de redención.
Corrieron veinte edades
desde el supremo día
que en esa Cruz te vía
morir Jerusalén;
y nuevas tempestades
surgieron y bramaron
de aquellas que asolaron
el primitivo Edén.
De aquellas que le ocultan
al hombre su camino
con ciego torbellino
de culpa y expiación;
de aquellas que sepultan
en hondos cautiverios
cadáveres de imperios
que fueron y no son.
Sereno está en la esfera
el sol del firmamento:
la tierra en su cimiento
inconmovible está:
la blanca primavera
con su gentil abrazo
fecunda el gran regazo
que flor y fruto da.
Mas ¡ay! que de las almas
el sol yace eclipsado;
mas ¡ay! que ha vacilado
el polo de la fe;
mas ¡ay! que ya tus palmas
se vuelven al desierto:
no crecen, no, en el huerto
del que tu pueblo fue.
Tiniebla es ya la Europa:
ella violó la ciencia,
maldijo su creencia
se apacentó con hiel;
y rota ya la copa
en que su fe bebía,
alzándose decía:
«Mirad, yo soy Luzbel».
Mas ¡ay! que contra el cielo
no tiene el hombre rayo,
y en súbito desmayo
cayó de ayer a hoy;
y en son de desconsuelo,
y en llanto de impotencia,
hoy clama en tu presencia:
«Señor, tu pueblo soy».
No es, no, la Roma atea
que entre aras derrocadas
despide a carcajadas
los dioses que se van:
es la que, humilde rea,
baja a las catacumbas,
y palpa entre las tumbas
los tiempos que vendrán.
Todo, Señor, diciendo
está los grandes días
de luto y agonías,
de muerte y orfandad;
que, del pecado horrendo
envuelta en el sudario,
pasa por un Calvario
la ciega humanidad.
Baja, ¡oh Señor!; no en vano
siglos y siglos vuelan;
los siglos nos revelan
con misteriosa luz
el infinito arcano
y la virtud que encierra,
trono de cielo y tierra,
tu sacrosanta Cruz.
Toda la historia humana,
¡Señor!, está en tu Nombre;
Tú fuiste Dios del hombre,
Dios de la humanidad.
Tu sangre soberana
es su Calvario eterno:
tu triunfo del infierno
es su inmortalidad.
¿Quién dijo, Dios clemente,
que Tú no volverías,
y a horribles gemonías
perenne perdición,
condena a esta doliente
raza del ser humano,
que espera de tu mano
su nueva salvación?
Sí, Tú vendrás. Vencidos
serán con nuevo ejemplo
los que del santo templo
apartan a tu grey.
Vendrás, y confundidos
caerán con los ateos
los nuevos fariseos
de la caduca ley.
Quién sabe si ahora mismo
entre alaridos tantos
de tus profetas santos
la voz no suena ya;
Ven, saca del abismo
a un pueblo moribundo;
Luzbel ha vuelto al mundo…
¿Y Dios no volverá?
¡Señor! En tus juicios
la comprensión se abisma;
mas es siempre la misma
del Gólgota la voz.
Fatídicos auspicios
resonarán en vano;
no es el destino humano
la humanidad sin Dios.
Ya pasarán los siglos
de la tremenda prueba;
¡ya nacerás, luz nueva
de la futura edad!
¡Huiréis, negros vestiglos
de nuestros duros días!
Ya volverás, ¡Mesías!
en gloria y majestad.
Gabriel García Tassara
(1817-1875).
Juicio
En el nombre del Padre y del Hijo
y el Espíritu Consolador
y la Virgen tu Madre y mi Madre,
yo me tumbo a tus plantas, Señor…
Señor, tus altos juicios me aterran como un rayo
y estoy anonadado frente a tu Majestad.
Tú, que en tus mismos ángeles encontraste maldad
y los precipitaste cual chaparrón de mayo…
Tú estás en los abismos y en los espacios plenos;
todo con tu impalpable simplicidad lo llenas
y cuentas las estrellas en las noches serenas
y en las noches fragosas increpas en los truenos…
Y yo soy polvo, barro, hijo de la mujer
caída. Ya en su seno la maldad me manchó;
y después con mis manos yo he delinquido…
¿Yo? ¿Yo, Señor? ¿Yo, mi Dios? ¿Yo me pude atrever?
¿Yo he sido tu enemigo, burlé tu ley sagrada
y levanté pendón contra el Rey Soberano?
Tú me hiciste y me tienes. Si separas la mano,
¡yo me vuelvo a la nada!
Por eso ahora, helado de terror como un muerto,
a pesar de mis largos años de penitencia,
me parece que siento tu divina presencia
que llena la solemne soledad del desierto…
Y tus labios que atajan, como diques de Gades
tus sentencias terribles, que serán un torrente,
y tus ojos, como una claridad trasfundente
que penetra la médula de mis iniquidades.
¿Cómo él hijo del hombre podrá serte importuno?
¿Quién mirará de fijo tu cara? ¿Quién abrir
podrá los labios trémulos? Si quieres argüir,
¡de mil cargos que le hagas, no soltará ni uno!…
Y entonces, ¿dónde escapo, Señor, que no me atajes?
¿Dónde me escondo al hórrido tronar de tus furores
cuando venga tu ira sobre los malhechores
súbita como un golpe de caballos salvajes?
¡Cómo estará mi alma, Señor, en los fatales
instantes en que le hundas tus escrutantes ojos,
mientras aquí en mi cueva, mis calientes despojos
los olfatean los hambrientos animales!
El dicho es formidable y el minuto espantoso
cuando tu boca eterna de Juez nos precipita
o a los reinos de la Virgen bendita
¡o a la caverna del león y el oso!
Y después no habrá cambios, ni mudanzas, ni glosas.
Se enclavará el destino de todo ser creado,
y allí donde han caído y así como han quedado
¡quedarán, in aeternum, las cosas!
Quedarán con firmeza adamantina, ¡Señor!
¡Señor, la incertidumbre de mi suerte me tumba!
¡Señor, nada se arregla más allá de la tumba!
¡Y yo no sé si estoy en odio o en amor!
Lo que pequé no sé si querrás perdonar,
y sé muy bien que puedo retornar a pecar…
¡Y el demonio que acosa, y este mundo que vende!