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Javier Marías - La zona fantasma, 2020

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Javier Marías La zona fantasma, 2020
  • Libro:
    La zona fantasma, 2020
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    ePubLibre
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    2020
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La zona fantasma, 2020: resumen, descripción y anotación

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JAVIER MARÍAS es el cuarto de los cinco hijos del filósofo y miembro de la - photo 1

JAVIER MARÍAS es el cuarto de los cinco hijos​ del filósofo y miembro de la Real Academia Española Julián Marías y la escritora Dolores Franco Manera, y hermano del académico e historiador del arte Fernando Marías Franco, del músico Álvaro Marías y del economista y crítico de cine Miguel Marías.​ Además, es sobrino del cineasta Jesús Franco (también conocido como «Jess Franco») y primo de Ricardo Franco. Pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos,​ ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió, tras salir en libertad, impartir clases en la universidad española, por lo que entre 1948 y 1950 colaboró con José Ortega y Gasset en la creación del Instituto de Humanidades; desde 1951 Julián Marías dio clases en universidades norteamericanas y en 1964, una vez rehabilitado su prestigio público, ingresó en la Real Academia Española.​

Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical de «El País» durante 2020.

Diciembre
En 1927

6 diciembre, 2020

Me parece asombroso, qué quieren, poder ver lo que veo, el transcurrir de la cotidianidad 93 años atrás.

Creo haber mencionado —llevo casi 18 años aquí y de todo no me puedo acordar— la fascinación que me producen las imágenes antiguas, reales, de las ciudades. Sin embargo no había visto hasta ahora, en DVD, una famosa película de 1927, Berlín, la sinfonía de la gran ciudad, tenida por uno de los documentales más influyentes de la historia. Está dividido en cinco «actos», y se inicia a las 5 de la mañana, cuando las calles aún están vacías y un tren se acerca a la capital de Alemania. Los otros actos van cubriendo una jornada ficticia, atravesando todas sus horas hasta el momento del recogimiento. La jornada es ficticia porque al director, Walther Ruttmann, y a su equipo, el rodaje les ocupó un año entero, y a menudo utilizaron cámaras ocultas en furgonetas, autobuses, tranvías y hasta maletas, para captar con las mayores naturalidad y libertad posibles el decurso de la ciudad. También es ficticia porque en un solo día no son visibles tantas ni tan variadas escenas como se nos van mostrando, ni siquiera en una gigantesca urbe. La película posee muchos méritos, y no es el menor que jamás se recrea en los planos más hermosos o sugerentes, ni los busca con ahínco: da la impresión de que las cámaras «se los encuentran» y el director los escoge para su montaje, pero sin abusar, y los hace durar siempre poco: unos toldos agitados por el viento, unas faldas mecidas por la brisa, no mucho más. Las nítidas imágenes son —me resultan— fascinantes, pero no se regodean en el esteticismo, tampoco en elementos espurios. Las escenas de gente pobre son breves, las de gente rica también, las de gente normal por supuesto. No se establecen paralelismos facilones ni se procura el contraste demagógico. Una de sus virtudes es que no es un documental moralista, ni «con mensaje» ni «de denuncia». Enseña simplemente las diferentes facetas de la vida de Berlín en 1927.

En 1927 nació mi amigo Juan Benet, y también mis compañeros de la Academia Gregorio Salvador, Antonio Fernández de Alba y Emilio Lledó, que felizmente gozan de aparente buena salud. Me parece asombroso, qué quieren, poder ver lo que veo, el transcurrir de la cotidianidad 93 años atrás. Veo a los primeros en asomarse a las calles, un panadero, un hombre con perro, cuando apenas hay luz. A las 8 los obreros entran en las fábricas y las persianas de las tiendas empiezan a alzarse, permitiéndonos la visión de sus escaparates variados. También persianas de casas, a los niños camino del colegio, y poco a poco la ciudad se va poblando. Vemos fabricar bombillas y botellas, los largos tranvías de dos vagones y los autobuses de dos pisos, los numerosos coches ya mezclados con los carros tirados por caballos, que antes han comido su pienso. El tráfico es considerable, y algunos vehículos hacen malabarismos para no chocar entre sí, incluidos tranvías. La gente entra en las oficinas, va de compras, una joven camina dudosa en torno a una esquina, con andares eternos que hemos visto en cualquier época. Es primavera y las terrazas se llenan, centenares de personas van a la estación y cogen trenes, la mayoría con su periódico desplegado para el trayecto. Veo pasar a un hombre con muletas y una sola pierna que avanza con sorprendente rapidez —quizá la perdió años antes, en la Guerra de 1914-18—. Al final de esa guerra vino la terrible gripe de 1918-20, recordada hoy tras largo olvido: reconforta comprobar que no hay rastro de eso en 1927, ni tampoco anticipación del horror que vendría, con Hitler, no demasiado después. Es una ciudad libre y alegre, como las de entreguerras, sin más preocupaciones que las habituales de cada cual. La gente almuerza y repone fuerzas, descansa un rato y reanuda la actividad, y al caer la tarde va a espectáculos de variedades, conciertos, teatros y cines, a hacer deporte, a pasear, a bailar. Las calles están siempre animadas. Asistimos a un altercado entre dos individuos, y al corro a su alrededor, hasta que un guardia de bigotes bismarckianos interviene y pone paz. Hay una niña muy pequeña que forcejea con unos escalones por los que quiere subir un cochecito, tal vez con una muñeca en su interior.

Conmueve esa mera contemplación de la normalidad. Durante un segundo no pude evitar pensar que cuantos allí aparecen, con la salvedad de algún bebé, estarán muertos seguramente. Pero uno aparta el pensamiento en seguida, porque los ve bien vivos y activos, conformes o disfrutando. Lástima que el cine no se inventara antes. Si hubiera imágenes equivalentes de la vida francesa en época de Napoleón, no digamos de la Italia renacentista o de la España medieval, no dejaría de mirar lo real de esos tiempos con mis propios ojos, asistiendo a lo que fue efímero y el documental habría conservado hasta hoy. Observando a la gente de entonces, de la que sólo tenemos pinturas y relatos. A las primeras les falta el movimiento, a los segundos la imagen y el espacio, por bien contados y descritos que estén. Me admira ver a unos novios que van a casarse, a un caballo caído en el asfalto al que su dueño logra reanimar y levantar, a las telefonistas y a las mecanógrafas, los diarios saliendo de sus máquinas, nuevísimos, a toda velocidad, los transeúntes de paseo o atareados, los bailarines contentos al llegar la noche. En 1927 todo, tal como fue.

Dos escenas didácticas

13 diciembre, 2020

Cada nueva Ley de Educación empeora la anterior, y miren que es difícil. No creo que nadie imaginara una más necia que la Wert 17.

En un paseo por mi barrio, el de los Austrias a cuyos habitantes el alcalde Almeida hostiga y castiga sin compasión —con ánimo no sé si dañino o sólo tonto, nos monta un belén gigante para que la gente se aglomere y se contagie bien—, me siento ante un convento. Allí está un guía con un grupito de treintañeros de aspecto normal. Les señala la fachada de la iglesia: «Ahí está la Virgen María con el arcángel Gabriel, la Anunciación, ya sabéis». Cara de pasmo, lo cual lleva al guía a preguntar algo que tiempo atrás habría sido insultante: «¿Sabéis lo que es la Anunciación?». Respuesta unánime: «No, ni idea». Insisto: treintañeros, no niños ni siquiera estudiantes de instituto. El guía está tentado de abandonar: «Bueno, no importa». Se lo piensa un instante y lo intenta: «Lo de la concepción de Jesucristo, ¿os suena? A María la visitó el Espíritu Santo como paloma y así se quedó embarazada. Por eso es Inmaculada, es decir, sin mácula». Dos o tres inquieren sin rubor: «¿Qué es “mácula”?». «Pues sin mancha, sin sexo por medio». «Ah», cae uno por fin, «sin consumación, ¿no?». El pobre guía pasó pronto a otra cosa.

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