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Javier Marias - La zona fantasma, 2019

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Javier Marias La zona fantasma, 2019
  • Libro:
    La zona fantasma, 2019
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    ePubLibre
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    2019
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Abril
¿Será buena persona el cocinero?

La obra de Baretti, de cuyo crimen hablé la semana pasada, no es la de un grande de la literatura, y su nombre sólo aparece en los diccionarios italianos e ingleses. Pero el hecho de que matara a un hombre no ha impedido a nadie acercarse a su Viaje de Londres a Génova y disfrutarlo, desde 1770. Otro tanto sucede con los cuadros de Caravaggio o las esculturas de Cellini, quienes también se llevaron por delante a algún individuo. Se lee Vida de este capitán, de Alonso de Contreras, y eso que ahí él mismo relata su historia desaforada, con unos cuantos homicidios, el primero cometido a los once años, si mal no recuerdo. Claro que él no era un literato, sino un soldado que dio cuenta de sus andanzas por escrito. Christopher Marlowe, el coetáneo de Shakespeare y de casi igual talento, fue violento y delictivo hasta que lo acuchillaron a los veintinueve de edad. Sería penoso que, en función de su turbia biografía, sus extraordinarios dramas fueran proscritos, incluidos Tamerlán el Grande y Doctor Fausto. De todos estos fantasmas hace ya mucho tiempo.

A menudo se dice —una vieja superstición— que los artistas tienen un lado oscuro, y se los pinta como a seres más bien desagradables o pesadísimos: atormentados, iracundos, histéricos, engreídos, despóticos, abusivos. Se les suele achacar una vanidad excesiva que a veces los lleva a creerse por encima de las leyes y de las demás personas, y a permitirse actitudes y acciones que a cualquier otro se le reprobarían. Yo creo que los artistas no se diferencian apenas del resto, de los funcionarios, los zapateros y los relojeros, los profesores, los jueces y los médicos. El problema es que sobre ellos hay un foco y una lupa: hoy se estudian sus trayectorias de manera exhaustiva, por lo general en busca de aspectos y episodios escandalosos, condenables y feos. Y cuando se rasca se descubre, desde luego, porque no ha habido mujer ni hombre que hayan pasado por el mundo sin tacha, sin incurrir en alguna indignidad o bajeza a lo largo de sus días. Lo mismo el escritor que el zapatero, el pintor que el relojero, el juez que el músico. La cuestión es que nadie se dedica a indagar en la vida de un juez o un relojero. Durante siglos los artistas eran en realidad artesanos, cuando no menestrales, y hasta sus nombres eran desconocidos, no digamos sus actos. Plantearse, como pasa ahora, si debemos seguir admirando su arte cuando sabemos que algunos fueron todo menos ejemplares, es tan ridículo como preguntarnos si podemos visitar catedrales o palacios ignorando si fueron buenas personas quienes los planearon y construyeron. O si nos es lícito contemplar un fresco sin tener ni idea de si quien lo ejecutó fue un rufián o un ciudadano probo. Tampoco averiguamos las virtudes o vicios del artífice de nuestras ropas o nuestro calzado, ni del chef que ha preparado los platos del restaurante. Nos los comemos sin más, sin que nos importe nada si el cocinero trata bien a su mujer o es buen padre.

En cambio, con los artistas… Cada cual es muy dueño de reaccionar como le parezca ante lo que sabe. Hoy hay quienes han decidido no volver a ver películas de Woody Allen, por las sospechas que pesan sobre él —jamás probadas—. Hay emisoras que han desterrado de su programación cualquier canción de Michael Jackson, y admiradores que han destruido sus discos. Kevin Spacey aún no ha sido declarado culpable por ningún jurado, pero hace tiempo que se lo ha expulsado y vetado en las pantallas. Uno es libre de ver y oír lo que quiera, por los motivos que sean. Ya he contado otras veces que mi abuela Lola, muy católica, se negaba a ver nada de Chaplin porque se había divorciado muchas veces. Respeto esas decisiones, naturalmente, pero las entiendo mal. Una cosa es la persona y otra su obra, que no por fuerza está teñida por las peores pasiones de aquélla. Tengo una lista mental de individuos a los que nunca estrecharía la mano, por lo que sé de ellos, por lo que han dicho o hecho. Si viviera, no saludaría a Michael ­J­ackson, quizá, pero no me privo de escuchar sus magníficas canciones. No me abstengo de ver El pianista o La semilla del diablo, de Polanski, y eso que a él se lo condenó en un juicio. Rehuiría al antisemita Céline en un hipotético más allá en el que nos juntáramos todos, pero eso no me obliga a mantener cerrado su Viaje al fin de la noche. Que Heidegger tuviera tentaciones nazis me resultaría engorroso si hubiera de tratarlo, pero no por eso voy a perderme lo que expuso en El ser y el tiempo. Pero en fin, allá cada cual con sus manías y sus elecciones. Lo que no es admisible es que se intente borrar de la faz de la tierra —que se trate de impedir que otros elijan— la obra de quienes son o fueron “malos ciudadanos”. Llegará un día en que Amazon se avergonzará de haber secuestrado A Rainy Day in New York, la última película de Allen, de haberle impuesto la brutal censura de la inexistencia. No por su contenido, sino por su autoría. Y habrá quienes se avergüencen de haber prohibido a Spacey y a Jackson sin veredicto. Quizá haya que esperar a que haga tanto tiempo de ellos como de Baretti, Caravaggio, Contreras y Marlowe. Esta época tan “virtuosa” se verá entonces, me temo, como un baldón de intransigencia y precipitada injusticia.

Javier Marías. 7 abril, 2019

Disimulados actos de soberbia

Ya no sé las veces que he escrito sobre la estúpida moda de los perdones vicarios y en diferido, pero creo que la primera fue en 1995, y por extenso. Es decir, como mínimo llevamos veinticuatro años de variadas tabarras, que, lejos de remitir, van en aumento. Como la realidad es repetitiva, machacona y pesadísima, en ocasiones no nos queda más remedio, a quienes publicamos en prensa, que imitarla y resultar reiterativos, aunque no nos guste. El asunto se ha puesto de actualidad de nuevo a raíz de la solicitud del Presidente de México, Obrador, de una petición de perdón formal a su país por parte del Rey Felipe VI y —se sobreentiende— de los españoles en general. Hace mucho contó Fernando Savater que, durante sus frecuentes estancias en México, cuando alguien le echaba en cara los “crímenes de sus antepasados”, él solía responder al acusador: “Serán de los antepasados de usted, porque los míos no se movieron de España ni pisaron este continente, así que difícilmente pudieron dañar a ningún indígena. Es en cambio probable que los suyos sí abusaran de ellos. Haga sus pesquisas y pídales cuentas en la tumba, si procede”. O algo por el estilo.

Obrador ha demostrado ser muy tonto o un demagogo o ambas cosas. No menos tontas y demagógicas han sido muchas de las histéricas reacciones habidas entre los políticos españoles, la mayoría individuos tan lacios y faltos de personalidad que han de recurrir a los chillidos para compensar (sin éxito) su grisura. “Una afrenta”, exclamó Casado el Torpe. “Un insulto”, agregó Abascal el Jinete Desequilibrado. “Gran Obrador, nosotros repararíamos a las incontables víctimas de España”, aplaudió Unidas Podemas o como se llame ahora ese partido. Todo muy melodramático, casi operístico, para lo que no deja de ser una bobada que quizá debería haberse dejado caer en el vacío.

A nadie se le ocurriría exigirle a un lejano descendiente de Jack el Destripador (si supiéramos quién fue) que pidiera perdón por los desventramientos de su tatarabuelo. Ni siquiera se les ha exigido tal cosa a los nietos de Franco, que andan por aquí a mano y no se han cambiado el apellido, y eso que su abuelo mató a mansalva. Todos estamos de acuerdo, cuando se trata de personas, en que los descendientes de un criminal no son ni pueden ser culpables de nada. (Tampoco los padres de un violador o un asesino, y dan mucha pena esos progenitores que de tanto en tanto aparecen en televisión abochornados por el delito cometido por un vástago suyo.) Todos aceptamos, por suerte, que uno sólo es responsable de sus propios actos y que, por recordar la cita bíblica, no es nunca “el guardián de su hermano”. Se entiende mal, así pues, que en cambio se siga considerando culpables a los países o a las razas de las atrocidades llevadas a cabo, hace siglos o decenios —tanto da—, por compatriotas remotos o gente antediluviana de color parecido, que nada tienen que ver con nosotros.

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