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Javier Marías - Los dominios del lobo

Aquí puedes leer online Javier Marías - Los dominios del lobo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Madrid, Año: 2011, Editor: Penguin Random House, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Javier Marías Los dominios del lobo

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Prólogo de 1987

Al terminar mi primer año de Universidad, en junio de 1969, cuando contaba todavía diecisiete años, me escapé a París. No fue una huida dramática, y desde luego no se debió a ningún grave altercado con mis progenitores ni tampoco a que yo estuviera en aquella época sometido a una rígida férula. Menos aún se debió a que alguien se adueñara de mi voluntad vacilante y me arrastrara hasta allí con promesas de riqueza o amor. Por entonces París se asociaba ya poco con esa clase de bendiciones. A decir verdad, yo lo asociaba con el cine más incluso que con la libertad, y fue por causa del cine por lo que me escapé.

Creo que tan sólo unas semanas antes había decidido escribir una novela cuya acción transcurriera en Norteamérica. No se trataba, sin embargo, de una América real, y por ello lo que nunca se me ocurrió —receloso, además, de los métodos a lo Zola— fue intentar marchar a los Estados Unidos para escribirla. Tampoco mis medios me lo habrían permitido, ya que a duras penas me daban para ir a París. Yo acababa de ganar mi segundo o tercer dinero maltraduciendo, en colaboración con mi primo Carlos Franco, unos guiones de películas de terror. Aquel trabajo nos había llegado en nuestra calidad de mano de obra barata y a través de un tío común, el director de cine Jesús Franco, que en aquellos años hizo varias versiones de Drácula y Fu-Manchú con un decadente Christopher Lee como protagonista. Además de esto, mi tío tenía a la sazón su casa en París.

En París estaba la famosísima Cinémathèque de Henri Langlois, y yo sabía de la existencia de numerosos cinestudios que, bajo las reglas impuestas por la nouvelle vague y Cahiers du cinéma , se dedicaban a programar frenéticamente cine americano de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Ese iba a ser (lo era ya, de hecho) mi principal material, y consideré que lo mejor que podía hacer para escribir la novela que planeaba era pasar una temporada en el único lugar del mundo en el que podría estar en permanente contacto con ese material.

Mis padres no pusieron, en principio, objeción al viaje. Pero así como era una suerte que mi tío Jesús viviera en París, resultó una desgracia que otro tío mío acertara a encontrarse también allí en aquella época. Este segundo tío —tío segundo en realidad, al que apenas conocía— era el agregado naval de la embajada española en la capital de Francia, y fue a su casa a la que mis padres se avinieron a mandarme, suponiendo que allí llevaría una vida ordenada y bajo control. Esa posible vida yo la veía tan estricta como la de un guardiamarina, mientras que mi tío Jesús me ofrecía su piso para mí solo, ya que él iba a pasar el verano rodando en otro país. Pero Jesús Franco —más conocido como Jess Frank— no estaba del todo bien visto por mi familia. Pues no sólo se había convertido en un especialista de films de terror, sino que también era un prolífico director de películas pornográficas.

Lo que asustaba a mis padres —qué podría sucederme viviendo solo en la casa de un pornógrafo internacional, por muy hermano y cuñado que fuese— era justamente lo que me atraía a mí. Entre alojarme en casa de un agregado naval o de un consumado pornógrafo, la elección estaba clara, pero a lo segundo sí se opusieron mis progenitores. El forcejeo que se sucedió se vio resuelto por mi impaciencia final y mi decisión de escapar.

Había redactado ya algunas páginas de mi proyectada novela cuando un día de julio cogí a escondidas un tren hacia París. Dejé a mi primo una nota para mis padres en la que les daba cuenta de mi fuga, y esa nota —siguiéndose mis instrucciones— sólo les fue entregada después de las diez de la noche, hora en la que estaba previsto que el tren cruzara la frontera. Del viaje apenas si recuerdo nada —veo sólo a un amable checoslovaco que me ofrece de su comida—, pero sí que respiré con alivio cuando alcanzamos el territorio francés.

En París estuve mes y medio, viviendo en cierta contradicción. Por una parte, tenía a mi disposición un piso amplio y cómodo, cercano a los Campos Elíseos —15, rue Freycinet—, con un salón dominado por un piano blanco de cola y estanterías abarrotadas, en efecto, de revistas eróticas. Por otra parte, no tenía casi dinero; y, sobre todo, el poco que tenía y que iba ganando de ruborizante manera lo destinaba enteramente a pagar entradas de cines, y quizá uno de los recuerdos más nítidos de aquella estancia son mis frecuentísimos almuerzos y cenas a base de pan con mostaza (sin ni siquiera la salchicha dentro) en medio del salón erótico. El régimen alimenticio mejoró tan sólo durante la semana que mi primo Carlos pasó conmigo en el mes de agosto. También él se animó a la huida, aunque la suya fue breve y sin que sus padres, de veraneo, llegaran a enterarse. No sólo trajo algo de dinero, sino que su presencia supuso una segunda fuente de ingresos.

En aquel tiempo yo me atrevía a maltratar una guitarra y a entonar, con nula afinación, canciones de Bob Dylan y otros arrastradores de la voz. Mis mañanas parisinas las pasaba en casa, escribiendo con disciplina, pasión e inocencia el libro que tienen ustedes entre las manos. Por la tarde iba de un cine a otro cumpliendo mi objetivo de estar inmerso en el material que me estimulaba. Por la noche tenía la desconsideración de acercarme con mi extinta guitarra a las terrazas de los Campos Elíseos y molestar durante varios minutos a los apacibles ciudadanos en ellas sentados, a los que luego pedía quelque chose pour un étudiant: incurrí en todos los tópicos de la época. Y cuando vino mi primo, también ofrecíamos, dispuestos en el suelo, los dibujos que él hacía. Hoy, cuando mi primo Carlos Franco es un pintor cada vez más apreciado, no puedo por menos de preguntarme si aquellos generosos transeúntes que los adquirieron por cinco francos habrán tenido la paciencia de conservarlos.

Durante el mes y medio que aguanté en París a base de pan con mostaza vi —nunca olvidaré la cifra— ochenta y cinco películas, aunque no todas fueron americanas. Y no compré nada. Cuando regresé, la novela estaba casi acabada, y creo que para el mes de octubre le había puesto punto final. Por mi cabeza no había pasado la idea de intentar publicarla, así que me limité a prestarla a algunos amigos, que me dieron su opinión y se divirtieron leyéndola. Siguiendo algunos consejos, la sometí a numerosos cambios y cortes (debieron de caer unas ochenta páginas), y de ahí que la fecha de terminación que aparece al final del libro sea enero de 1970.

He contado de palabra, pero no por escrito, cómo llegué a publicar Los dominios del lobo. Lo cierto es que aún no tenía ese título cuando conocí a Vicente Molina Foix, que iba a salir en una antología poética, y poco después a Juan Benet. Durante el curso 1969-70 di en acudir por las noches a un local madrileño en el que se reunía gente de cine y de letras y que por fortuna no era el café Gijón. Algunas de esas noches, a la salida del local, un grupo de amigos nos desplazábamos hasta el cercano Paseo de Recoletos y allí, sobre la dura acera, yo cometía la imprudencia de dar algunos volatines y piruetas, arte en el que era bastante más hábil que con la guitarra. La afición a ganar dinero en la calle hizo que Molina y Benet se convirtieran poco menos que en mis apoderados, y a partir de entonces los volatines fueron efectuados sólo tras colecta previa entre los asistentes, que iban en aumento. Siempre he tenido la sospecha de que Molina y Benet —pero sobre todo Benet— me explotaron durante aquel breve periodo, pero en todo caso la parte que yo percibía solía darme para regresar a mi casa en taxi. Poco después mis improvisados managers supieron que, además de dar saltos, yo escribía, o al menos que había escrito una novela. Los dos la leyeron y a los dos gustó. Molina acabó por encontrarle el título que le faltaba y Benet hizo gestiones para su publicación. Por ese motivo Los dominios del lobo va dedicado a ambos.

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