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Javier Marías - Artículos 2021

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Javier Marías Artículos 2021
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    Artículos 2021
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JAVIER MARÍAS es el cuarto de los cinco hijos del filósofo y miembro de la - photo 1

JAVIER MARÍAS es el cuarto de los cinco hijos​ del filósofo y miembro de la Real Academia Española Julián Marías y la escritora Dolores Franco Manera, y hermano del académico e historiador del arte Fernando Marías Franco, del músico Álvaro Marías y del economista y crítico de cine Miguel Marías.​ Además, es sobrino del cineasta Jesús Franco (también conocido como «Jess Franco») y primo de Ricardo Franco. Pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos,​ ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió, tras salir en libertad, impartir clases en la universidad española, por lo que entre 1948 y 1950 colaboró con José Ortega y Gasset en la creación del Instituto de Humanidades; desde 1951 Julián Marías dio clases en universidades norteamericanas y en 1964, una vez rehabilitado su prestigio público, ingresó en la Real Academia Española.​

Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical de «El País» durante 2021.

Diciembre
Cuento de diciembre

5 diciembre, 2021

Ni sus libros dejaban boquiabiertos a los críticos más severos ni los lectores acudían en tromba a disputárselos.

El señor Cotta era tan vanidoso, optimista y ufano que, sin apenas motivos, pasó la mayor parte de su vida en un estado próximo a la felicidad. Pertenecía al escaso grupo de personas capaces de engañarse permanentemente a sí mismas y de negar o anular, o reinterpretar a una luz favorable, toda realidad que las contraríe o ponga sus talentos en duda. Hoy ya no son tan escasas, el mundo se ha llenado de narcisistas compulsivos en todos los ámbitos, no sólo en los de relumbrón, también en los tradicionalmente modestos y tímidos.

Éstos los había rehuido el señor Cotta desde la temprana juventud. Él aspiraba a la grandeza, y quizá uno de sus mayores problemas fue no saber qué campo elegir. Con pausa, parsimonia, tesón, los fue eligiendo casi todos, siempre dentro del mundo artístico, porque lo atrajeron siempre los brillos diversos: por igual los del prestigio y el éxito, con preferencia por este orden. Según le fueran las cosas, sin embargo, no descartaba invertir el orden, y de hecho así lo hacía de acuerdo con sus expectativas y las esperables oscilaciones de una carrera larga, inagotable. Si creía haber terminado una obra que concitaría el respeto y la admiración unánimes de los entendidos, valoraba esto por encima de todo y despreciaba el aplauso popular, considerándolo algo vulgar y al alcance de muchos lerdos; si, por el contrario, daba a la imprenta o a las tablas una comedia que él suponía hilarante y con la que el público se volcaría, aseguraba con desparpajo que no había nada comparable a un baño de masas, o incluso de chusma, y que quienes lo criticaran por eso serían fracasados y resentidos. Se imaginaba a sí mismo saliendo a hombros como los toreros, con cuidado de no despeinarse con los vaivenes de los brutos, pues el pelo era para él fundamental.

Su volubilidad era notable, y así, estaba dispuesto a elevar a un pedestal lo que le tocara en suerte. Si alguien elogiaba uno de sus textos o performances, ese alguien pasaba a ser de inmediato un individuo inteligentísimo y un árbitro del buen gusto; si más adelante no se mostraba tan fervoroso con sus logros, entonces era que se había estragado y había entrado en una decadencia irremediable. Porque él sólo admitía el halago constante e incondicional. Por el contrario, si alguien le ponía reparos o lo desdeñaba, se convertía al instante en un zote que no entendía nada. Claro que, si el objetor rectificaba con el tiempo, encontraba digno de encomio que hubiera pulido su criterio, o se hubiera educado, o se hubiera afinado, y acababa teniéndolo por un grandísimo connaisseur.

Su desdicha objetiva era que nunca acertaba con ninguna tecla: ni sus libros dejaban boquiabiertos a los críticos más exigentes y severos ni los lectores acudían en tromba a disputárselos en los estantes de las librerías. Pero, como el fracaso no figuraba en su vocabulario, primero culpaba a su desidioso editor y a la envidia de los libreros y del distribuidor. Visitaba con frecuencia los locales de aquéllos, para comprobar que los ejemplares de sus obras estaban colocados en lugar prominente, y, si no era así, regañaba sin pudor a los propietarios y les pedía cuentas. Si alguno de ellos osaba contestarle que no había demanda de su volumen recién aparecido, se revolvía airado y le espetaba: “Qué sabrás tú. Yo no tengo la culpa de que vendas literatura como si fueran embutidos”. Se ganó enemistades en el gremio, pero al cabo de no mucho tiempo se olvidaba de lo impertinente que había sido y sólo se explicaba la animadversión de tal o cual librero por los celos que a la fuerza ha de padecer quien se limita a ver pasar y vender una mercancía elevada de la que nunca es creador. Y, al cabo de unos pocos meses, se convencía de que lo que había constituido un tremendo fracaso había sido un escandaloso éxito, tanto de crítica como de ventas.

Estos pensamientos se le asentaban con admirable rapidez. Con ellos se levantaba cada día, convencido de ser un ser superior por una falsa razón u otra, y así casi todas las jornadas de su satisfecha existencia. Se aseaba con esmero y lentitud, más cuando sabía que lo esperaban un estreno de teatro o de cine o de ópera, la inauguración de una exposición de pintura o fotografía, la presentación de un libro, tanto daba. Nunca faltaba a nada, por exhibirse y para que quedara patente que ninguna manifestación artística le resultaba ajena. De todo era un entendido, hasta el punto de que sus amistades le tomaron el pelo más de una vez, hablándole con desenvoltura de algún recóndito genio sólo conocido de los iniciados. Se trataba de un genio inexistente, inventado, pero el señor Cotta (entonces no había internet para comprobar) se apresuraba a presumir: “Sí, claro, Gordigorski, lo conozco desde la primera juventud”. Corría después por las librerías de viejo para hacerse con obras de Gordigorski, y, al resistírsele, encargaba a sus amigas de Londres y París que se las buscaran allí a toda prisa, porque no soportaba no haberlo leído —o no haber visto sus cuadros o películas, lo mismo daba— y no poder pontificar sobre él a la siguiente ocasión, o, aún mejor, no poder escribir un erudito artículo en alguna revista de vanguardia, sobre Gordigorski.

Inmortal idilio

12 diciembre, 2021

Ay, quién iba a imaginar que la labor de vivificar a Franco la iban a llevar a cabo partidos que se proclaman acérrimos enemigos suyos.

El 20 de noviembre mi mujer, de nuevo separada de mí geográficamente, me envió un SMS: “Hoy hace 46 años que murió Franco, el que algunos creíamos que sería eterno”. Ah sí, nadie que no lo viviera puede hacerse idea de lo lento que transcurría el tiempo bajo la dictadura. Cada año con Franco al mando parecía una eternidad. Y sin embargo, al recibir ese SMS, tuve la desagradable sensación de que efectivamente Franco es eterno, aunque haya transcurrido tantísimo desde su desaparición. El individuo ha conseguido perpetuarse de manera artificial e insospechada, para desdicha de quienes hubimos de padecer parte de su régimen infame. Quién lo iba a decir, dada la velocidad con que lo arrojamos a la bolsa de los desechos y olvidos. Recuerdo cómo, a los seis meses de su defunción, cuanto habíamos vivido bajo su fusta —en mi caso, 24 años— pasó a ser remoto, prehistórico, una bruma que ahuyentan los vientos. La sociedad iba muy por delante y era mucho más moderna que el franquismo, al que hacía cerca de una década que se veía como algo momificado y sin demasiado poder sobre las vidas privadas. Desde 1968, la libertad sexual era absoluta, y las mujeres tenían bastante decisión sobre sus actos —dijeran lo que dijeran las leyes— y se dedicaban a lo que les parecía (al menos entre las abundantes clases liberales de las ciudades grandes, liberales en el mejor sentido). Así que fue como si Franco llevara mucho muerto antes de su defunción efectiva. Se lo convirtió en pasado lejano en seguida, a la manera de las pesadillas que se desvanecen con el avance del día, o de las experiencias gravosas que se despachan al instante, una vez terminadas.

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