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Javier Marías - La zona fantasma, 2012

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Javier Marías La zona fantasma, 2012
  • Libro:
    La zona fantasma, 2012
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    ePubLibre
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    2012
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Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical de «El País» durante 2012. El contenido se ha obtenido a través de javiermariasblog.wordpress.com

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Javier Marías

La zona fantasma, 2012

Artículos

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Título original: La zona fantasma, 2012

Javier Marías, 2012

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JAVIER MARÍAS FRANCO Hijo del filósofo Julián Marías y de la escritora Dolores - photo 3

JAVIER MARÍAS FRANCO Hijo del filósofo Julián Marías y de la escritora Dolores - photo 4

JAVIER MARÍAS FRANCO, Hijo del filósofo Julián Marías y de la escritora Dolores Franco Manera, pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos, ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió, tras salir en libertad, impartir clases en la universidad española, por lo que entre 1948 y 1950 colaboró con José Ortega y Gasset en la creación del Instituto de Humanidades; desde 1951 Julián Marías dio clases en universidades norteamericanas y en 1964, una vez rehabilitado su prestigio público, ingresó en la Real Academia Española.

Javier Marías recibió una sólida educación liberal en el Colegio Estudio, heredero de la Institución Libre de Enseñanza. Se licenció en Filosofía y Letras (rama de Filología inglesa) por la Universidad Complutense de Madrid.

47. Los que mandan

El truco es viejo como el mundo, no se entiende cómo aún funciona, y quizá hoy más que nunca. Hice hablar de ello a un personaje de mi novela más reciente, que se hacía una reflexión parecida a esta: no es sólo por necesidad o comodidad por lo que uno delega en otros, sobre todo para los asuntos ingratos o los trabajos sucios; el que da la orden de matar a alguien y contrata a un sicario puede llegar a convencerse de que apenas tuvo que ver en el asesinato, al fin y al cabo él no estaba allí cuando se cometió; por inverosímil que parezca, cabe la posibilidad de engañarse hasta las últimas consecuencias, se puede poner en marcha una cosa y después «desentenderse», y por supuesto culpar al que se manchó las manos. No en balde los actores y cantantes, los escritores, los boxeadores y los toreros cuentan con representantes, agentes, managers y apoderados respectivamente. No sólo les sirven para ocuparse de la burocracia y conseguirles condiciones mejores, asesorarlos en cuestiones que los aburren o de las que poco saben, también para quitarse responsabilidades. «Eso es decisión de mi agente», se escaquean. «Mi representante no me lo permite», como si el delegado tuviera potestad para imponerles algo. Salvo con los actores, escritores y demás muy tontos o despistados, muy inútiles o ensimismados, eso nunca es cierto: son ellos quienes tienen la última palabra. Otro tanto ocurre con los clientes y sus abogados, los empresarios y sus asesores, los Presidentes y sus ministros. Pero, si ellos mismos son capaces de persuadirse a veces de que son «inocentes» de lo que ejecutan sus subordinados o secuaces, ¿cómo no van a convencer al resto, a la gente corriente?

El truco funciona aún tanto que hace unas semanas los jueces (que no son precisamente del montón, sino personas formadas y duchas en detectar triquiñuelas) cayeron en la ingenuidad de desestimar como interlocutor de sus protestas y reivindicaciones al Ministro de Justicia, que ha conseguido sublevar a magistrados, fiscales, abogados y procuradores y a la población entera, independientemente de sus tendencias e ideologías. «Hay que hablar de poder a poder: con el Presidente», dijeron. ¿De verdad creen que habría alguna diferencia si su interlocutor fuera Rajoy? ¿Que Gallardón toma decisiones injustas, hace reformas abusivas y demenciales por cuenta propia y con toda libertad? ¿Se imaginan que Rajoy sería más razonable? ¿Acaso ignoran que los actos de Gallardón los dicta su superior, o si acaso FAES, la fundación de Aznar, que le va señalando el camino y el modelo de Estado? Lo mismo sucede con el hipervitaminado torete Wert, al que desde el primer día se le subió a la testuz el cargo. Que el pobre se haya desquiciado a nivel personal y se haya «animalizado» no significa que obre espontáneamente, hasta ahí podíamos llegar. Sus reformas, sus recortes, sus sumisión a los obispos, su lunático deseo de españolizar a los españoles (es otro que ha logrado ponerse en contra a la sociedad en su pleno: rectores, profesores de todas las enseñanzas, alumnos, padres de alumnos, artistas, empresarios culturales), no son meras ocurrencias suyas, por mucho entusiasmo que haya decidido aplicarles como buen siervo que es. Obedecen a un plan, son órdenes de los que mandan; su reclamadísima dimisión no serviría de nada. Tampoco Montoro actúa por propia iniciativa (con su vocezuela), ni Mato en Sanidad, ni Fernández Díaz en Interior; ni siquiera el subalterno-sustituto de Aguirre en la Comunidad de Madrid, aunque parezca enfrentado con el Gobierno en su aspiración a cobrarle a la gente un euro por receta médica. Todos están supeditados al Presidente, todos siguen sus consignas.

¿Cómo es posible que la población se crea —jueces incluidos— que en un partido congénitamente autoritario como el Popular los delegados van por libre? (Ese partido, no se olvide, fue fundado por Fraga, ex-ministro de Franco, y jamás ha utilizado otro método para designar candidatos que el dedo de quien está más arriba; desconocen lo que son elecciones internas o primarias). Hace ya muchos meses, al poco de ocupar Rajoy la Presidencia, dije aquí que su estilo de gobernar y escabullirse era claramente heredero del de Franco, a buen seguro su mayor maestro. Lamento que el tiempo me haya dado la razón con creces, porque, tras tanto decreto-ley y tanta imposición de su mayoría absoluta, tanto menosprecio del Parlamento y de la oposición, tanta amenaza poco velada a los medios críticos y tanto incumplimiento de sus promesas y de su programa, tanto atropello a los derechos de los españoles arduamente adquiridos, a este Gobierno sólo le queda de democrático la manera en que fue elegido. No hay que remontarse a Hitler para recordar que a un Gobierno no le basta con eso para ser democrático: el timbre ha de ganárselo a diario, en sus formas y en sus fondos. Rápidamente, en sólo un año, nuestro país se va pareciendo —algo o bastante— a la Venezuela de Chávez, a la Italia de Berlusconi, a la Rusia de Putin y a la Argentina de Cristina Fernández, es decir, a pseudodemocracias o regímenes más bien despóticos, aunque salidos de las urnas. Los máximos responsables no son los subordinados, por selváticos y desagradables que sean los actuales ministros. Ellos cumplen, sobre todo, lo que les exige el que manda, sea éste Rajoy o —aún más grave— el «consejo pensante» de FAES, al que nadie nunca ha votado.

Javier Marías. 30 de diciembre de 2012.

1. El horror narrativo

Ahora que empieza un nuevo año, y además con un nuevo Gobierno que ni se ha estrenado, quizá no esté de más recordar la volatilidad y fragilidad de nuestras acciones y la desmesurada importancia de los finales. En mi novela Tu rostro mañana el personaje principal hablaba de eso, y lo calificaba de «horror narrativo» o de «repugnancia narrativa», si no me equivoco, y se lo atribuía sobre todo a aquellos personajes públicos que tienen demasiada conciencia de serlo y que se preocupan por el conjunto de su historia y el acabamiento de su figura, por cómo lucirán una vez que su retrato esté completado (ninguno lo está hasta la muerte, y a veces incluso varía póstumamente, por ejemplo cuando se descubren secretos que en vida se lograron mantener a buen recaudo). Esos individuos son conscientes de que cuanto hagan y consigan a lo largo de su existencia, sus méritos, hazañas o servicios prestados, pueden quedar eclipsados e injustamente olvidados no ya por una felonía o desliz cometidos a última hora —que por supuesto—, sino por un final excesivamente espectacular, del cual acaso ellos no tengan ninguna culpa, sino sean meras víctimas. En aquella novela se hablaba también del «complejo Kennedy-Mansfield» para denominar ese temor. Poco importa lo que llevara a cabo el Presidente John F. Kennedy durante su breve mandato ni con anterioridad; poco las ilusiones y expectativas que despertó: su asesinato fue tan chillón que, por así decir, es lo primero que se asocia con su persona y tiñe o borra lo demás. A Kennedy se lo cargaron en Dallas, eso es lo único que, al cabo de tantos años (pero desde hace ya muchos), permanece en la memoria colectiva de la gente. Se podría afirmar que su biografía ha quedado reducida a su ultimísima escena a causa de lo llamativo de ésta. Sobre el caso de Jayne Mansfield (incomparablemente menos famosa y recordada ya sólo por mitómanos como yo), hay una larga explicación en esa novela, no toca repetirla aquí.

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