1. Indultos a manos llenas
Les ruego que reconozcan sinceramente que, como me pasaba a mí, hasta hace muy poco no le habían dedicado un pensamiento a la Ley del Indulto ni a su aplicación en España. En lo que a mí respecta, suponía que era algo excepcional y que siempre se explicaba o argumentaba, al menos si alguien solicitaba al Gobierno argumentos o explicaciones de por qué se perdonaba la pena —es decir, se eximía de cumplirla— a un reo condenado, a alguien cuya culpa había sido demostrada en juicio. Me imaginaba que habría tres, cinco, diez indultos al año, algo así —no había prestado atención, ya lo confieso—, y que vendrían dictados por fundadas razones: la pésima salud o la avanzada edad de un preso, su terrible situación familiar, su claro arrepentimiento o su rehabilitación indudable, su falta de peligrosidad, la certeza de que no reincidiría. O bien su trayectoria anterior a la comisión del delito: hay personas tan útiles a la sociedad que su caída en una tentación, o su metedura de pata, o su momentánea flaqueza, no deberían pesar más que un largo historial de probidad y buen servicio. Por así expresarlo, el encarcelamiento de un individuo en conjunto honrado y benéfico, por un error o mala decisión no muy graves, puede no compensar, si se pierde más con su exclusión de lo que se gana con su castigo.
Si hemos empezado a preguntarnos por esta práctica es por la llamativa arbitrariedad de ciertos indultos recientes: cuatro mossos d’esquadra condenados por torturas, algún empresario o político o banquero, dos militares responsables del famoso accidente del Yak-42, un conductor kamikaze que mató a un hombre en su demencial carrera. En este último caso la única sospecha del posible motivo para la condonación es tan vergonzosa que más vale descartarla: al kamikaze lo habría defendido en su día un bufete en el que al parecer trabajan un hermano del conocido miembro del PP Ignacio Astarloa y un hijo de Gallardón. Por contraste ha clamado al cielo que no se haya concedido el indulto, profusamente solicitado, a un ex-toxicómano que lleva a cabo tareas sociales desde hace tiempo, llamado Reboredo, mientras Esperanza Aguirre ha anunciado que va a pedirlo para su temerario cachorro Carromero, tras ir corriendo a visitarlo, como una madrina, a la prisión en la que permaneció pocos días tras su celérico rescate de Cuba por el Gobierno.
¿Excepcionales los indultos, como uno se figuraba? En modo alguno. Resulta que todos nuestros Gobiernos, del signo que fueran, los repartieron con manga ancha. Suárez, 410 en menos de dos años; Calvo-Sotelo, 878 también en menos de dos años; Felipe González, 5.944 en trece y pico; Aznar, 5.948 en ocho; Zapatero, 3.378 en siete y pico; Rajoy lleva 501 en tan sólo uno. La suma total es de 17.059. Párense un momento: 17.059 personas convictas, una a una perdonadas. Se dice pronto, pero si se ponen a contar, antes de llegar a 50 ya se habrán aburrido, y todavía les faltarían 17.009. La media de indultados es de unos 500 anuales, más de uno diario, todos los días a lo largo de treinta y cuatro años. Y, claro está, eso significa que la labor de fiscales, abogados, policías, testigos, jurados, jueces, ha sido poco menos que inútil 500 veces al año. No es raro que la justicia vaya tan lenta, si se dedican horas y horas a probar delitos cuyas penas no se cumplen por capricho del Gobierno de turno. Porque, si uno echa un vistazo a la Ley de Indultos, descubre: a) que la que está vigente y se aplica, con mínimas modificaciones, data de 1870; b) que tal medida de gracia no es recurrible nunca: es una decisión gubernamental contra la que no caben alegaciones ni protestas; c) que dicha decisión es «discrecional», es decir, el Gobierno no está obligado a explicar por qué otorga un indulto; lo concede con absoluta opacidad o hermetismo, o con tenebrosidad, mejor dicho; d) que son susceptibles de esa indulgencia los reos de toda clase de delitos; luego, si mal no entiendo, lo son también los violadores y asesinos.
Sin duda se percatan ustedes del significado de todo esto: lo que establece la justicia, uno de los poderes supuestamente independientes, fundamental en todo Estado de Derecho, puede quedar sin efecto y puede saltárselo a la torera el Ejecutivo (a través del Ministerio de Justicia, tiene guasa) si así lo decide, sin justificarse ante nadie y sin que quepa recurso alguno contra su arbitrariedad. Si un día se condena a los responsables de la trama Gürtel, éstos podrán ser indultados. Si un día se captura a Anglès, acusado de los crímenes de Alcàsser, y se lo condena en firme, podría ser indultado. Los etarras con delitos de sangre, los causantes de la matanza del 11-M, podrían ser indultados. Seguirían siendo culpables, su delito no sería «borrado» (esa posibilidad también existe, pero se llama amnistía, no indulto), pero se los eximiría de cumplir sus condenas porque así se le antojaría a un Gobierno. La cosa es tan flagrantemente injusta y tan loca que no se entiende que semejante ley, literalmente decimonónica, perviva y no esté derogada en 2013. Y aún menos que todos nuestros Presidentes se dediquen a hacer uso de ella, con ligereza y a manos llenas. Por ceñirnos al año pasado, 501 delincuentes (no presuntos, sino así declarados tras juicio) han sido puestos en libertad y perdonados. ¿Quiénes son? ¿Por qué motivo? La respuesta de nuestros gobernantes es esta siempre: «No tenemos que rendir cuentas a nadie, ni siquiera a quienes nos han elegido». Eso es todo.
10 de febrero de 2013.
2. Qué tonto fui
Escribo esto el día en que Mariano Rajoy se ha pronunciado por primera vez sobre las «cuentas de Bárcenas» a las que ha tenido acceso este periódico. Les ha negado todo crédito y veracidad, pese a que los grafólogos han dictaminado que la letra de esos estadillos se corresponde sin duda con la del ex-gerente y ex-tesorero del PP durante dos decenios. Bien, sería posible entonces que Bárcenas, a lo largo de los tres años —creo— transcurridos desde que se vio involucrado en el caso Gürtel y empezó a ser molestado por la justicia, se hubiera dedicado a confeccionar esas partidas de ingresos y gastos, pacientemente, en su casa, con el fin de protegerse o de arrastrar en su caída —un acto de despecho— al partido que primero lo defendió, lo mantuvo en su puesto pese a los indicios, le sufragó los gastos de abogados, y bastante más tarde lo defenestró y lo abandonó a su suerte. Cualquiera podría anotar que nos ha entregado a ustedes o a mí tales o cuales sumas en dinero negro, y esas anotaciones no constituirían ninguna prueba de que eso hubiera ocurrido en efecto. Algo tan detallado como las cuentas que hemos visto requiere dosis de imaginación considerables, es cierto, pero tiempo no le habría faltado a Bárcenas para desarrollar la suya. Contabilidad creativa, más que nunca. Todo puede darse. Nadie del PP, sin embargo, ha apuntado esta explicación hasta ahora: «Reconocemos que la letra es de nuestro ex-tesorero, pero lo consignado por él es una invención, una falsificación, una fábula, algo ficticio». Tal vez la ha impedido la admisión, por parte de unos pocos miembros del partido, de que algunas cantidades reseñadas se ajustaban a préstamos o donaciones recibidos por ellos, con muy nobles y comprensibles fines.
Al cabo de catorce meses desde las últimas elecciones generales, en las que el PP obtuvo casi once millones de votos, más del 44% de los sufragios y en consecuencia una mayoría absolutísima que le ha permitido hacer cuanto se le ha antojado sin que lo alterara ninguna voz discrepante (una situación de «despotismo legalizado»), uno se pregunta cómo se sentirán esos ciudadanos que le dieron carta libre. No me es fácil ponerme en su lugar, ya que jamás he votado a ese partido ni —dicho sea de paso— voté nunca al PSOE hasta 2004, cuando hasta Belcebú me parecía preferible a los Gobiernos de Aznar tras su Guerra de Irak y sus mentiras sobre el 11-M. Pero me da que estas sospechas de corrupción generalizada serán lo de menos para la mayoría. Habrá quienes digan: «Vaya novedad, ¿y qué esperaban? La sociedad entera no le hace ascos a un dinero extra, con excepciones. En todos los partidos habrá prácticas parecidas, como en tantas empresas, fábricas, comercios. Y aquí le parece ético a todo el mundo robar música, películas, libros, desde sus ordenadores». Habrá otros, más cínicos o fanáticos, que encontrarán «necesarios» los sobresueldos porque los habrían cobrado los suyos, mientras que los juzgarían vil codicia si los hubieran percibido otros. Y también los habrá escandalizados y asqueados, como lo estuvieron numerosos votantes socialistas ante la corrupción del PSOE en los años noventa. Sea como sea, quién sabe cuántos de aquellos once millones deben de estar pensando: «Qué tonto fui», cada mañana. Pero no por Bárcenas y sus aparentes revelaciones.