Javier Marías - La zona fantasma, 2017
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- Libro:La zona fantasma, 2017
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2017
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La zona fantasma, 2017: resumen, descripción y anotación
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Es extraño cómo perviven algunas costumbres de la infancia, mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación, de la anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un lado divertido y festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de los rasgos más siniestros de aquella. Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la Iglesia logró arrancarle al régimen no pocas imposiciones para el conjunto de la ciudadanía. De niño y adolescente odiaba esa época con todas mis fuerzas: no era solo que las calles —exactamente igual que ahora— se vieran tomadas impune y abusivamente por tétricas procesiones de encapuchados, enlutadas señoras ceñudas, penitentes descalzos que se azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores, como si los zombis más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-Klux-Klan con libertad plena para sus aquelarres crematorios. Era que durante ocho interminables jornadas —o eran diez, desde el llamado Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección que ponía fin a la pesadilla—, la radio y la televisión tenían prohibidas las canciones «alegres», es decir, casi todas las canciones; los cines se veían obligados a interrumpir sus programaciones normales y a proyectar películas «piadosas», por lo general sórdidas y soporíferas; en los hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor exageración, por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos —en aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles sabían entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación musical abandonada como la de la Filosofía y la Literatura—. «No debéis mostrar alegría», nos regañaban las abuelas, «porque estos son días de luto y de gran lamento». No entendíamos que se lamentara por decreto una imprecisa leyenda con veinte siglos de retraso. ¿Teníamos que estar tristes por eso críos de nueve o diez años, tendentes al contento? Ni un cine desobedecía: supongo que los multaban o cerraban si alguno se atrevía a exhibir un wéstern, o una bélica o de risa, no digamos una comedia como Con faldas y a lo loco, que la Iglesia consideraba obscena.
Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos, de efigies feas y tenebrosas, aquella celebración malsana (¿cuántas procesiones diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas truculencias. No nos engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían enormemente a los territorios hoy controlados por el Daesh o por los talibanes, en los que todo está vedado: la alegría, la música, el tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la cara afeitada, un centímetro de piel descubierta, todo. Al menos aquí no se latigaba ni degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.
Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas «piadosas» se aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo, con mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significaba, en la práctica, que se proyectaban masivamente «las de romanos», como entonces se las conocía (el término peplum se popularizó más tarde). Y como algunas de las de aquella época eran excelentes, y principalmente de aventuras, los niños nos refugiábamos en ellas y así huíamos de Molokai, Marcelino pan y vino y Fray Escoba, que nos resultaban tostoníferas. Nos acostumbramos a ver cada año, en estas fechas, Ben-Hur y Quo Vadis, Barrabás y Los diez mandamientos, Rey de Reyes y La túnica sagrada, Espartaco y La caída del Imperio Romano, de las que tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes personas, entre ellas la por mí más querida, que, cuando llega la Semana Santa todavía insoportable en las calles, se las prometen muy felices ante la perspectiva de ponerse en DVD —otra vez— todas esas películas. O de pillarlas en televisión, pues no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o nostalgia y vuelven a programarlas. Es como si las fechas nos dieran licencia para atracarnos de películas «de romanos», algo que no solemos permitirnos en otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia —mejor dicho, el viejo resquicio por el que respirábamos— se convierte en patente de corso para abandonarnos sin mala conciencia a un festín de bajas pasiones e inauditas crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadores y los envenenamientos en palacio, toca ver al malvado Frank Thring interpretando a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y al histriónico Christopher Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus escalofriantes risotadas silenciosas y a Stephen Boyd o Messala con sus turbios odios y amores. Las apariciones del Cristo o de San Juan Bautista o la Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado eso: licencia para sumergirnos en el incomparable mundo romano ficticio. Lo pagano en su apogeo.
Javier Marías. 2 de abril de 2017
En contra de lo que suele afirmarse, ir cumpliendo años tiene ventajas, aunque sean secundarias. Una es saber que nada es nuevo durante mucho rato. Hoy el rato es cada vez más breve, y, paradójicamente, el afán por «estar a la última» o ser el primero en ver, leer o poseer algo, se acentúa sin el menor sentido. En más de una ocasión he hablado de la agobiante característica de nuestro tiempo: en cuanto algo se hace presente, en cuanto existe y está disponible, sus meras disponibilidad y existencia lo convierten en pasado, de manera que lo único que excita a la gente es lo aún no aparecido, sea una novela, una película o una serie televisiva de éxito. En el momento en que aparece, ya es viejo y no interesa. Las colas nocturnas para adquirir el más reciente artilugio tecnológico o la flamante obra de un autor famoso, entradas para un concierto o un partido, carecen de razón de ser, habida cuenta de que todo será «antiguo» en cuestión de días, si no de horas. Si se fijan, cualquier rótulo con la palabra «nuevo» o similares acompaña siempre a algo anciano. Un ejemplo clásico es el llamado Pont-Neuf de París, desde hace décadas el más vetusto de cuantos atraviesan el Sena.
Los que vamos cumpliendo años recordamos el tiempo en que en verdad fueron novedades obras que hoy, según su suerte, son clásicos o antiguallas. Con gran excitación saqué entradas para el estreno, en el Cine Avenida, de Grupo salvaje (1969), de Peckinpah. Recuerdo cuando se estrenó El hombre que mató a Liberty Valance (1962), tan citada como si fuera un drama de Shakespeare, sobre todo en épocas como la actual, cuando la libertad de prensa está amenazada otra vez en tantos sitios. Por fortuna era «tolerada» y la vi en el Cine Roxy B, me parece. Pero si hubo una película que aguardé, y que para mí fue nueva durante demasiados años, fue West Side Story (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins. La primera noticia me la trajo mi padre, que no solo la había visto en uno de sus viajes a América, sino que —algo insólito, ya que era poco aficionado a la música— compró o le regalaron el disco con la banda sonora de Bernstein. La doble funda incluía fotos y un resumen de la historia, y, con mi precario inglés de entonces, pasé horas tratando de descifrar aquel texto, lo mismo que las letras de las canciones. Como sucedía en la dictadura, la película tardó en estrenarse aquí, no sé cuánto, pero a mí me parecieron siglos. Y, como era de temer, fue calificada «para mayores de 16 años», y se exhibía en una sola sala de Madrid, el Cine Paz, «en rigurosa exclusiva», como proclamaban los anuncios de entonces. Una película de tan enorme éxito como aquella se podía tirar en su cine de estreno, inamovible, un año entero, antes de iniciar su recorrido por los locales «de reestreno» y después por los programas dobles. O iba uno al Paz o no había manera.
Distaba yo mucho de aparentar 16, ni siquiera 14, pero las ansias me pudieron y probé fortuna en dos ocasiones. Lo hacíamos los chicos y chicas en aquellos años; a veces la osadía obtenía premio y a veces se nos impedía el paso. Volvíamos apresurados a la taquilla a ver si nos devolvían el dinero (un tesoro lentamente ahorrado), y, si no, intentábamos que nos comprara la entrada algún espectador adulto que llegara con prisas. El instante de avanzar hacia la puerta, poniendo cara de 16 o más años (no me pregunten en qué consistía, es un arcano), imitando los andares de los hermanos mayores, era de gran nerviosismo. ¿Pasaré, no pasaré? ¿Me dejará entrar el portero benévolo o será uno estricto y despiadado? El del Paz era de estos últimos, y las dos veces que me arriesgué con West Side Story antes de tiempo, me topé con la frase temida en aquellos lances: «¿Carnet? A ver carnet». La pregunta era en sí misma una sentencia condenatoria. O aún no lo teníamos (no nos daban el propio hasta cumplir los 14) o allí figuraba la fecha completa de nuestro nacimiento. Nuestra respuesta, tras fingir rebuscar en todos los bolsillos, era invariable: «Vaya, me lo he dejado en casa». «Pues vuelve a casa por él», era lo más benigno que a continuación oíamos, y a menudo escarnios con mala baba. Fuera como fuese, recuerdo el ardor instantáneo en la cara (debía de ponérsenos de un rojo encendido), la vergüenza de ser descubierto y echado atrás sin contemplaciones, la sensación de que los crecidos espectadores que entraban nos miraban con una mezcla de irrisión y conmiseración (qué jeta o pobre chico, las dos reacciones imaginadas nos resultaban humillantes).
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