Feminismos
Consejo asesor:
Giulia Colaizzi: Universitat de València
María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Instituto de la Mujer
Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de València
Introducción
La historia de la violación no está escrita. Sin embargo, todo nos conduce hacia ella. Las estadísticas y testimonios actuales sobre las violencias sexuales orientan como nunca la investigación histórica: las denuncias han aumentado bruscamente en un pasado reciente, las condenas, en particular por delitos contra niños, se han multiplicado por seis en diez años. La violencia sexual, sobre todo la que se ejerce con niños, se ha impuesto como grado máximo del mal. La pregunta se hace inevitable: ¿efecto de imagen o aumento de la criminalidad real? ¿Violencia menos tolerada o violencia menos controlada? El interés que despierta esta pregunta obliga a hacer un seguimiento de posibles cambios culturales.
Las cifras no son lo más importante, aunque pueden ser ilustrativas: la investigación revela rápidamente, lejos de las meras comparaciones cuantitativas, hasta qué punto son los límites y el sentido del delito, la forma de definirlo y de juzgarlo, lo que se somete a la historia. La violencia sexual no tiene el mismo contenido jurídico a algunas décadas de distancia. La sensibilidad ante la violencia no tiene los mismos criterios ni los mismos grados; se ha focalizado reiteradamente sobre la condición de los implicados, su prestigio, su vulnerabilidad, admitiendo durante mucho tiempo y de forma implícita una brutalidad casi abierta hacia los dominados.
La historia de los juicios y de los procedimientos judiciales revela más profundamente hasta qué punto no es posible limitar la historia de la violación a la de la violencia. En lo que revela esta historia, se entremezclan de forma compleja el cuerpo, la mirada, la moral. Por ejemplo, la vergüenza, que la víctima vive inevitablemente, depende de la intimidad vivida, en especial la imagen que se dé de ella y su posible publicidad; remueve el tema opaco de la mancilla, el envilecimiento por el contacto: el mal que atraviesa a la víctima para transformarla a los ojos de los demás. Esta vergüenza varía también inevitablemente con la historia: es tan dolorosa porque el universo del pecado condena conjuntamente a ambos implicados; es tan gravosa porque el razonamiento queda insidiosamente atrapado en esta convicción espontánea del contacto envilecedor. No es de extrañar la dificultad persistente durante el Antiguo Régimen de hacer visible la violencia de un acto de sodomía, la intensa repulsión que reprueba el comportamiento sodomita hasta condenar a su posible víctima, el oprobio tan contundente que se olvidan las heridas y se asimilan los implicados. También se explica así la voluntad vagamente expresada de condenar al niño víctima de incesto en los albores de nuestra modernidad: censura de una promiscuidad con el padre que se considera demasiado prolongada o de un gesto de aceptación que se considera demasiado marcado por parte del niño. Estas asimilaciones arcaicas de los implicados a un mismo universo de la falta ponen de relieve lo que en nuestras sociedades ha pasado a la sombra sin desaparecer totalmente: el escándalo que salpica a la víctima al tiempo que alcanza al violador. Tiene que cambiar la supuesta relación con el universo de la falta para que cambie la forma de percibir las gravedades.
El juicio por violación moviliza más profundamente todavía el cuestionamiento sobre el posible consentimiento de la víctima, el análisis de sus decisiones, de su voluntad y de su autonomía. Una historia de la violación ilustra así el nacimiento imperceptible de una imagen del sujeto y de su intimidad. Muestra la dificultad antigua para asumir la autonomía de la persona, la necesidad de apoyarse en indicios materiales para identificarla mejor. Los jueces clásicos solo dan fe a la denuncia de una víctima si todos los signos físicos, los objetos rotos, las heridas visibles, los testimonios concordantes, permiten confirmar sus declaraciones. La ausencia de consentimiento de la mujer, las formas manifiestas de su voluntad solo existen en sus huellas materiales y sus indicios corporales. La historia de la violación se convierte así en la de los obstáculos para desprenderse de una relación demasiado inmediata entre una persona y sus actos: el lento reconocimiento de que un sujeto puede estar «ausente» de los gestos que está condenado a sufrir o a efectuar. Lo que supone una percepción muy particular: la existencia de una conciencia ajena a lo que «hace».
Desde luego, en esta resistencia a disculpar a la víctima se mezcla la imagen de la mujer. Todo prejuicio o sospecha previa sobre la denunciante, toda duda a priori, aunque sea ínfima, hace inaprensible su terror posible, su inadvertencia, su sometimiento incontrolado, actitudes mentales que, de olvidarlas o menospreciarlas el observador, podrían hacer creer en un abandono voluntario. Toda «debilidad» o «inferioridad» supuestas por su parte hacen su testimonio sospechoso. Porque esta sospecha varía con el tiempo puede haber una historia de la violación: en ella los cambios son paralelos a los de los sistemas de opresión ejercidos sobre la mujer, su permanencia, su determinación, sus desplazamientos.
Juicios y comentarios actuales sobre la violación podrían revelar varios cambios de cultura susceptibles de explicar parcialmente la explosión de las cifras: una igualdad mayor entre hombres y mujeres, que siempre hace más intolerables las violencias antiguas y el modelo de dominio en el que se concretan; una recomposición de la imagen del padre y de la autoridad, que hace más creíbles las sospechas o acusaciones; un lugar cada vez mayor para el niño: inocencia absoluta y comienzo del mundo al tiempo que se hace más frágil la imagen del padre; un desplazamiento de la atención sobre el daño íntimo causado a las víctimas, que transforma en trauma irremediable lo que antes era ante todo vergüenza moral y ofensa social. Todo cambia en este último caso cuando la vertiente psicológica se suma a los aspectos más visibles pero más superficiales que predominaron durante tanto tiempo. Las consecuencias se hacen más definitivas, se pone en juego lo que vive la persona, lo que constituye su identidad. Un largo trabajo de toma de conciencia, un recorrido interminable en el espacio mental ha desplazado lentamente la investigación y ha permitido ocuparse de la vertiente más personal de la herida, su parte interior y secreta, esa forma tan especial del crimen que, al atentar contra el cuerpo, atenta contra la parte más incorpórea de la persona. A través de este largo recorrido, una historia de la violación puede contribuir también a esbozar el nacimiento del sujeto contemporáneo. La importancia que se da al sufrimiento personal, la insistencia en los estragos ocultos, la fractura, formas de tortura y asesinato psíquicos, son más decisivos en la medida en que transforman la imagen dominante de la criminalidad y de sus efectos.
Primera parte.
El Antiguo Régimen, la violencia y la blasfemia
En una escena de su diario, evocada con desparpajo en algunas palabras, Jacques-Louis Ménétra, comerciante cristalero de finales del siglo XVIII, revela varios rasgos significativos de la sensibilidad del Antiguo Régimen ante la violación. Va presentando, con un tono de evidencia distraída, los momentos clave de un corto relato: Ménétra y su amigo Gombeau descubren un domingo, hacia 1760, en «la maleza del bosque de Vincennes», un «nido humano», una pareja escondida e íntimamente enlazada, «un joven y una muchacha haciendo sus cosas»; los dos paseantes se burlan, insultan a la pareja antes de considerar «insolentes» las respuestas del amante y desencadenar bruscamente el acto brutal: Gombeau se lanza sobre la espada del muchacho, «plantada por previsión desnuda junto a él» y le mantiene a distancia, los dos amigos violan sucesivamente a la muchacha «sin darle tiempo de recuperarse», antes de devolver la espada a su propietario «una vez alejados, pues nos turnamos para permanecer alerta».
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