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Sinopsis
El mundo parece más conectado que nunca, pero la soledad se extiende como una epidemia. ¿Cuál es el efecto que tiene en nosotros y cómo podemos tratarla, incluso en la distancia?
En este libro revolucionario, el autor, Vivek Murthy –que fue cirujano general de Estados Unidos con Barack Obama— defiende que la soledad constituye un problema de salud pública y no es casualidad que en algunos países los gobiernos la hayan incorporado a sus agendas de trabajo: es el origen y agente colaborador de muchas de las epidemias generalizadas en el mundo actual, desde el alcoholismo y la drogadicción hasta la violencia, la depresión o la ansiedad. Pero la soledad no solo afecta a la salud, sino también a cómo viven nuestros hijos el colegio, a nuestro rendimiento en el trabajo y al sentimiento de división y polarización que reina en nuestra sociedad, y que la pandemia del Covid-19 ha puesto de relieve más que nunca.
En el fondo de nuestra soledad se encuentra el deseo innato de relacionarnos con otros porque el ser humano es una criatura social. Hemos evolucionado para participar en una comunidad, para forjar lazos duraderos con los demás, para ayudarnos mutuamente y para compartir experiencias vitales. Este libro es una potente llamada de atención y en él hay muchas estrategias que pueden ayudarnos a conectar porque, sencillamente, estamos mejor si estamos juntos.
Juntos
El poder de la conexión humana
Vivek H. Murthy
Traducción de castellana de Gonzalo García
A mi esposa, Alice,
la mejor amiga que uno pueda
soñar en encontrar.
A nuestros hijos, Teyjas y Shanthi,
que me recuerdan cada día
lo bien que sienta amar.
A mi madre, mi padre y Rashmi:
me lo dieron todo y se lo debo todo.
Prólogo
Este libro trata de la importancia de la conexión humana, el impacto oculto de la soledad sobre nuestra salud y el poder social de la comunidad. Como médico me sentí obligado a enfrentarme a estas cuestiones porque la creciente desconexión social de la que he sido testigo en estas últimas décadas está provocando un desgaste emocional y físico cada vez mayor. Lo que no podía prever, sin embargo, era la prueba sin precedentes a la que nuestra comunidad global se tendría que someter mientras este libro se dirigía a la imprenta.
En las primeras semanas de 2020, la pandemia de la COVID-19 ha convertido el contacto humano directo en una amenaza potencialmente mortal. El nuevo coronavirus estaba suelto, como un acosador invisible, y cualquier ser humano con el que nos encontráramos podía ser su portador. Parecía que, casi de la noche a la mañana, acercarse a otra persona de modo que nuestro aliento pudiera alcanzarle se había convertido en sinónimo de peligro. El imperativo de salud pública era evidente: para salvar vidas era necesario incrementar radicalmente el espacio de separación interpersonal.
Cuando escribo estas palabras nos hallamos aún en mitad de la pandemia. Con los trabajadores de la salud en peligro, escasez de suministros hospitalarios y unos índices de letalidad del coronavirus que se disparan día tras día, numerosos gobiernos del mundo han impuesto el «distanciamiento social», han cerrado colegios y la mayoría de los negocios, y han ordenado que todos nos quedemos en casa, salvo los trabajadores de servicios esenciales. Estas personas situadas en primera línea, que entre otras tareas cuidan de nuestra salud o nos traen la comida a casa, y deben seguir trabajando para protegernos, están arriesgando la vida. Nos recuerdan hasta qué punto dependemos los unos de los otros.
En respuesta a estas medidas, padres como mi esposa Alice y yo mismo hemos cancelado los encuentros de nuestros hijos con otros niños; las residencias de mayores han prohibido las visitas a los ancianos, que figuran entre la población de mayor riesgo ante este virus; las parejas comprometidas tienen que retrasar la celebración de una boda que llevaban mucho tiempo planeando. De pronto, buena parte de la socialización que todos dábamos por sentada —los conciertos, los partidos de nuestro deporte favorito, los cines, las comidas con amigos, las bromas con los colegas de oficina, los servicios religiosos— ha quedado en suspenso.
Al principio parecía que esta crisis nos conduciría, inevitablemente, a un aislamiento tanto físico como social. Si no podíamos encontrarnos, ¿cómo íbamos a conectar? Si no podíamos compartir el mismo espacio, ¿cómo nos íbamos a ayudar? Si no podíamos tocarnos, ¿cómo nos íbamos a amar? La simple referencia a la necesidad de ampliar la distancia social ya parecía condenarnos a la soledad.
Y luego estaba la cuestión de la confianza. El miedo a la infección y el pánico ante las posibles repercusiones económicas hicieron que algunos ignorasen las instrucciones gubernamentales y acaparasen los suministros de emergencia. Junto al espectro amenazador de una recesión financiera global emergió la perspectiva no menos inquietante de una recesión social : una destrucción de los vínculos comunitarios que se va agravando a medida que se mantiene la ausencia de interacción humana.
Pero, aunque la pandemia avanza, cada día está más claro que hablar de distanciamiento social es utilizar un vocabulario erróneo. Sin lugar a dudas, para frenar la expansión de la COVID-19 hay que mantener un distanciamiento físico , pero desde el punto de vista social, quizá emerjamos de la crisis sintiéndonos más próximos que nunca a nuestros amigos y familiares.
Estamos abordando esta crisis juntos y cada día nos aporta nuevos ejemplos del ingenio comunitario. En Italia, uno de los países más golpeados por las crisis, los vecinos aislados en sus casas han encontrado un consuelo común cantando desde sus ventanas al unísono. En China, los pacientes de las unidades en cuarentena animaban la recuperación practicando la misma clase de danzas en grupo que se suele practicar popularmente en las plazas del país. Por todas partes hay familias, amigos y desconocidos que han estado realizando actos de generosidad: llevan la compra a casa de los enfermos o ancianos, pasan a comprobar que los vecinos vulnerables estén bien, comparten las noticias de utilidad local, como los horarios de apertura reducida de las tiendas o la reaparición del codiciado papel higiénico. (¡Quién habría dicho que el papel de váter sería lo primero en desaparecer en una pandemia!)
Hoy tenemos la suerte de que la tecnología nos ofrece oportunidades de reforzar fácilmente nuestras conexiones por la vía remota. La pandemia ha inspirado la creatividad en línea y los artistas cantan y bailan juntos grabando vídeos desde sus respectivas casas. Las familias celebran los aniversarios a través de aplicaciones de videoconferencia como FaceTime. El público disfruta de ópera en vivo transmitida por internet y los alumnos, desde los preescolares hasta los doctorandos, se reúnen en clases en línea. Mientras aprendemos a jugar, trabajar y colaborar virtualmente, nos ayudamos a combatir la soledad y nos recordamos que todos somos esenciales para la resiliencia común.