Agradecimientos
GRACIAS POR SALVAR MI VIDA
Aalia Abdulali. Shumoon Abdulali. Adil Abdulali. Me tocó la lotería con vosotros tres. Tom Unger, superhéroe que cocinó, editó, investigó, animó, se rio, toleró, comprendió, llevó a casa el beicon, las granadas y los nomos. Samara Unger, semilla con alas. Geoffrey Alperin. Rashid Ali. Aziza Tyabji Hydari. Sheila Naharwar. Bishakha Datta. Susan Hamburger. Sophie Molholm. Janet Yassen y las mujeres del Centro de Crisis para Víctimas de Violación del Área de Boston.
GRACIAS POR AYUDARME A QUE ESTO SE CONVIRTIERA EN UN LIBRO
Soy increíblemente afortunada por contar con una cuadrilla de editores y editoras internacionales, encabezados por cuatro fantásticas editoras feministas.
Myriad Editions, UK: Candida Lacey lo empezó todo. Es escandalosamente maravillosa: valiente, leal y ridículamente lista. La vida sin nuestra sesión rutinaria de chismorreo por Skype sería realmente sosa. Y gracias también a Linda McQueen, que es a los manuscritos lo que Miguel Ángel era al mármol. Gracias al resto del equipo: Dawn Sackett, Isobel McLean, Corinne Pearlman, Emma Dowson, Anna Burtt, Anna Morrison, Louisa Pritchard. Gracias también a Dan Raymond-Barker y a todo el equipo del New Internationalist, socios editores de Myriad, que creyeron en este libro desde sus primeras páginas.
Penguin / Random House India: Manasi Subramaniam, gracias por insistir en que este era el libro que debía escribir.
Penguin / Random House Australia / Nueva Zelanda: Meredith Curnow, gracias por las excelentes sugerencias y por el estupendo bolso naranja de tela. Gracias, Sarah Hayes.
The New Press, USA: Ellen Adler, gracias por leer mi libro con poca luz en tu móvil en un avión, pasando a la acción de un salto ignorando cualquier protocolo editorial. Gracias Brian Ulicky, Sarah Swong y todo el resto del equipo de The New Press por vuestro total compromiso con el libro. Les estoy también agradecida a McLean Peña y a Daniella Roseman por su atenta lectura del manuscrito final.
También en Estados Unidos: gracias por vuestro entusiasmo y generosidad a la hora de propagar la palabra, Sarah McNally, de McNally Jackson Books, y Angela Baggetta, de Angela Baggetta Communications.
GRACIAS POR VUESTRAS APORTACIONES, VUESTRA SABIDURÍA, VUESTRO TIEMPO Y LA AYUDA PRESTADA PARA MI INVESTIGACIÓN
Yasmin El-Rifae. Irene Metter. Bishakha Datta. Cynthia Enloe. Harlyn Aizley. Kalki Koechlin. Mitali Ayyangar y Médecins Sans Frontières. Laila Atshan. Meena Seshu y SANGRAM. Nomawethu Siswana, Jana Zindell y Ubuntu Pathways. Sean Grover. Jaclyn Friedman. Christopher Mario. Siddharth Dube. Sharonne Zaks. Tina Horn. Sami Faltas. Gina Scaramella. Melissa Ditmore. Geeta Misra. Tom Unger, una vez más. Tom Unger, una vez más.
GRACIAS POR HABLAR CONMIGO
Las personas que generosamente compartieron sus historias conmigo han pasado por un tremendo infierno y la mayoría de ellas se ha recuperado con gracia y espíritu. Algunas no lo han conseguido, las historias no son de triunfo para todo el mundo. Utilizamos unos cuantos pañuelos mientras conversábamos, pero también nos reímos algunos ratos. ¡Qué privilegio ha sido pasar ese tiempo con vosotras, guerreras y heroínas, y con vosotros, guerreros y héroes! Me gustaría mostrar todos vuestros nombres con luces de neón.
SOHAILA ABDULALI nació en Bombay. Es licenciada en Ciencias Económicas y en Sociología por la Brandeis University y máster en Comunicación por la Stanford University. Es autora de dos novelas y de libros y relatos cortos de literatura infantil. Vive en Nueva York con su familia.
CAPÍTULO 1
¿Quién soy yo para hablar?
Murió víctima de su atrevimiento.
Verlyn Klinkenborg, The Rural Life,
sobre un molesto mosquito
En 1980 contaba yo diecisiete años de edad y me acababa de trasladar a Estados Unidos con mi familia. Había terminado la secundaria y pasaba el verano anterior al ingreso en la universidad en casa de mi familia en Bombay junto a mi padre y mi abuela, mientras mi madre y mi hermano estaban en Estados Unidos. Una noche salí con un amigo. Cuatro hombres armados nos rodearon y nos obligaron a subir a un monte; a mí me violaron y a los dos nos hirieron; amenazaron con castrar a mi amigo y casi nos matan, aunque cambiaron de opinión después de que les hiciéramos distintas promesas. Al final, pasadas unas horas, nos soltaron.
Esto es una sucinta descripción de una larga y espantosa noche, pero realmente incluye todo lo esencial. Lo que ocurrió después es mucho más interesante.
Unos días después de aquello, un periódico local informaba en términos admirativos de otra historia de secuestro. Una pareja casada regresaba a casa en un escúter por la noche. Unos hombres detuvieron a la pareja en la carretera y se llevaron a la mujer. El marido se fue en la moto hasta su casa sin decirle nada a nadie. A la mañana siguiente, la mujer llegó a casa, se empapó de keroseno, prendió una cerilla y empezó a arder. Según el artículo, el marido no había intervenido.
Tanto mi padre como yo misma leímos el artículo. Fue en aquel momento cuando me vino a la cabeza que debíamos de ser una familia muy extraña, porque, sencillamente, no éramos capaces de comprenderlo. ¿Por qué el hombre no había denunciado el secuestro? ¿Por qué se había suicidado la mujer? ¿Por qué su suicidio la convertía en la heroína de aquella historia? ¿Realmente pertenecíamos a la misma sociedad?
Me debe de faltar el Gen de la Vergüenza con el que nacen otras mujeres indias, porque a pesar de toda la culpa, el horror, el trauma y la confusión que siguieron a mi violación, nunca se me ocurrió que tuviera nada de lo que avergonzarme. Afortunadamente para mí, tampoco se les ocurrió a mis progenitores.
Tres años más tarde, de vuelta en Estados Unidos, conseguí una beca para hacer mi tesina sobre la violación en India, y nuevamente me puse a ello con cierta despreocupación, convencida de que todas las víctimas de violación que me encontrara iban a contármelo todo. Pero estaba muy equivocada.
Sí que encontré a un grupo de mujeres, entre ellas, las fantásticas Sonal Shukla y Flavia Agnes, dos pioneras del movimiento de mujeres en India en la década de 1980, que me llevaron con ellas a Delhi, a la primera convención abiertamente feminista de mujeres indias. Esto me impactó mucho, por lo ignorante que yo era entonces, y regresé a Bombay peligrosamente activada. No recuerdo lo que me hizo enfurecer: si toda la gente que seguía diciendo que la violación no existía para «gente como nosotros», las clases altas; si un viejo asqueroso que, al enterarse del objeto de mi estudio, decidió que eso lo autorizaba a meterme mano; o si, simplemente, la creciente convicción de que yo no podía ser la única, ¿verdad? ¿Verdad?
Mis nuevas amigas feministas avivaron mi indignación y me animaron a que escribiera mi historia. Y lo hice. Fui a la oficina de correos con el chico que me acompañaba durante la violación y envié mi relato junto con una fotografía a la redacción de una revista de Delhi.
En aquellos tiempos no había Internet y, por ello, precisamente en aquel momento, pensé que si Manushi, la revista femenina que yo había elegido —la única publicación de ese tipo que existía entonces en India—, lo publicaba, aparecería y desaparecería rápidamente. Estaba completamente equivocada.
Apareció, y creó un pequeño revuelo en India. Nadie anteriormente había salido a la palestra a contar que había sido víctima de una violación. Y luego se publicó el siguiente número de la revista, la vida continuó y pasaron treinta años. Nunca abandoné del todo el tema mientras seguí adelante viviendo mi vida, escribiendo libros, realizando trabajos extraños, viajando, siendo madre. Incluso cuando dejó de ser un tema tan personal, el hecho de abordar la violencia sexual suponía un reto intelectual. Escribí mi tesina sobre la violación. Escribí mi tesis de graduación sobre la violación. Mi primer trabajo después de la universidad fue un contrato con un grupo de treinta y cinco enérgicas voluntarias, para gestionar un Centro de Crisis para víctimas de violación en Cambridge, Massachusetts. Asesoraba a supervivientes, conseguía financiación, formaba a personal médico, a agentes de policía y a enseñantes, y aprendí un montón de lecciones útiles. Más tarde, a lo largo de muchos trabajos, cambios y relaciones, a menudo abordé el tema de la violencia de género, más por fascinación y pasión que por el hecho de que me hubiera afectado personalmente. Me costó despegarme del pasado, no porque me sintiera avergonzada, sino porque otras cosas se impusieron y no quería verme encasillada por una en concreto. Todo salió bien; la vida me sonreía y estaba llena de amor.