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Sinopsis
La historia acostumbra a construirse sobre paradojas. Este libro rescata una de ellas: cómo España consiguió aprobar el derecho al voto femenino en un encendido debate en el Congreso que tuvo lugar entre dos mujeres parlamentarias: Clara Campoamor y Victoria Kent, posicionadas a favor y en contra del sufragio universal.
Cuando se cumplen noventa años de ese hito y en una edición de lujo con ilustraciones de Helena Pérez García, Isaías Lafuente escribe el relato definitivo sobre este momento histórico e intenta poner fin a todos los falsos mantras que hoy en día siguen proclamándose.
Una narración exquisita que nos acerca a uno de los mayores hitos de la historia del feminismo en España
I SAÍAS L AFUENTE
CLARA VICTORIA
La crónica del debate que cambió la historia de las mujeres
A la memoria de todas las mujeres que, como Clara y Victoria, lucharon en el pasado por nuestro presente, pero cuyas historias aún permanecen en el olvido.
A Claudia, Adam, Lucas, Nicolás, Valentina y una pequeña mujer que verá la luz más tarde que este libro y aún no tiene nombre. Han llegado a este mundo en tiempos difíciles y han sido eficaz vacuna contra nuestro desasosiego. Quizás algún día lean esta historia.
A Elvira y Pablo, con los que la vida sigue siendo una aventura maravillosa.
Aclarando a Clara
Clara Campoamor fue la diputada que hace 90 años, en las Cortes Constituyentes de la Segunda República española, defendió con éxito el reconocimiento del derecho al voto para las mujeres. Lo hizo frente a un Parlamento de 470 hombres en el que sólo había otra diputada, Victoria Kent, que por razones de oportunidad se mostró partidaria de posponerlo. Creía Victoria que las mujeres españolas, sometidas históricamente a la influencia masculina y conservadora del sacerdote y del marido, no estaban aún preparadas para votar y pondrían en peligro el futuro de la naciente República. Pensaba Clara que no se podía construir una democracia ignorando a la mitad de los ciudadanos, que las mujeres españolas ya habían esperado 120 años desde que se proclamó la Constitución de Cádiz, que no estaban menos preparadas ni más sometidas que la mayoría de los varones que podían votar y que, en cualquier caso, la mejor manera de educarlas en los derechos que les estaban vetados era permitir que los practicasen de una vez.
Clara fue una persona excepcional en el doble sentido de la palabra: por su compleja trayectoria vital y porque en aquella España de los años treinta era infrecuente que una mujer tuviera relevancia pública, circunstancia que compartía con Victoria. Ambas fueron, junto a la valenciana Ascensión Chirivella, que se licenció y colegió unos meses antes que ellas, las primeras españolas que vistieron la toga y pisaron los tribunales como abogadas. Ambas, las primeras diputadas de nuestra historia democrática. Para conseguirlo, Clara tuvo que superar todo tipo de dificultades en su vida, que comenzaron en la infancia y se prolongaron hasta aquellos días, entre septiembre y diciembre de 1931, en los que protagonizó una serie de debates parlamentarios memorables. Victoria lo tuvo un poco más fácil. Hija de un comerciante de ideas liberales y posición acomodada, estudió Magisterio en Málaga y Derecho en Madrid, donde se alojó en la Residencia de Señoritas de María de Maeztu, dedicándose sólo a sus estudios, mientras Clara tenía que trabajar pluriempleada para poder sacarlos adelante.
Ha pasado a la historia el enfrentamiento de Clara y Victoria sobre el sufragio de las mujeres, aunque en realidad sólo debatieron en un par de ocasiones. En el resto de las sesiones, Clara bregó con casi todos los portavoces parlamentarios, todos hombres, de aquellas Cortes Constituyentes de 1931. En esas sesiones desplegó, con inusitada tenacidad, su ilimitada capacidad de trabajo, su firme convicción democrática, su independencia política a prueba chantajes y cambalaches, sus dotes dialécticas y una impresionante formación jurídica y política adquirida ya en su madurez. Pero, sobre todo, dejó muestras de su fortaleza para sobreponerse a toda circunstancia adversa y exhibió un formidable sentido común capaz de poner a aquellos legisladores republicanos ante el espejo de la insoportable contradicción que supondría ignorar a las mujeres una vez más cuando les habían prometido que la República les concedería todos los derechos que todos los monarcas les habían negado durante siglos.
Clara Campoamor tiene también un perfil único en el movimiento sufragista que se extendió entre el siglo XIX y el XX por muchos países del mundo. Porque el extravagante decreto por el que el Gobierno Provisional de la República convocó las elecciones generales que la llevaron al Parlamento no permitió votar a las mujeres, pero sí que fuesen elegidas diputadas. Gracias a eso, mientras otras feministas emblemáticas en otros países presionaron desde la calle a quienes tenían la capacidad política de decidir desde los Parlamentos y los Gobiernos, jugándose en el empeño la libertad y hasta la vida, Clara Campoamor se convirtió en la única sufragista del mundo que lo consiguió defendiéndolo desde una tribuna parlamentaria. El sufragio femenino salió adelante gracias a su empuje y al voto de otros diputados que con su apoyo compensaron el abandono de los de su propio partido. Pero fue tal la resistencia ejercida por quienes se oponían a su reconocimiento y tantos los intereses cruzados que estaban en juego en aquella naciente democracia que, a la vista de cómo se desarrollaron los acontecimientos, no es arriesgado sostener que sin la presencia de Clara en aquellas Cortes Constituyentes de la Segunda República quizás las mujeres españolas no hubieran visto reconocido su derecho al sufragio o no lo hubieran podido ejercer hasta la restauración democrática de 1978.
Pero decir que esta mujer fue la que logró el voto para todas las mujeres españolas es una afirmación que minimiza su hazaña. Primero, porque al conseguirlo lo que logró en realidad fue que España, por primera vez en la historia, fuese una democracia plena en la que no quedaría excluido ningún ciudadano. Hasta entonces se consideraba democracia a un sistema que excluía de las decisiones políticas a gran parte de la ciudadanía, y se llamó sufragio universal, cuando por fin se reconoció, a aquel que permitía votar tan sólo al universo masculino. Y, en segundo lugar, porque el sufragio fue sólo una de las muchas conquistas que aquella Constitución republicana consagró en materia de igualdad entre mujeres y hombres. Todo lo que incluyó medio siglo después la vigente Constitución de 1978, tras el largo paréntesis de la dictadura de Franco, ya estaba contemplado en la de 1931. Todo. Y en el reconocimiento de cada uno de esos derechos participó la diputada Clara Campoamor. Produce desazón pensar lo que nuestro país hubiera avanzado en el camino de la igualdad de no haberse producido el golpe militar de 1936 y el larguísimo régimen franquista que congeló esos derechos y devolvió de nuevo a las mujeres a la condición de ciudadanos de segunda. Es muy doloroso imaginar la frustración de aquellas mujeres que pisaron por unos años los territorios de la libertad y fueron obligadas a tomar poco después el camino de regreso a la reclusión familiar y a la exclusión económica, laboral, civil y política. Un destino que heredaron varias generaciones de mujeres durante el siglo XX .
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