© Ricardo Suárez
Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) ha publicado más de quince libros entre novela, ensayo y libros para jóvenes. Muchas de sus obras han merecido premios como El lenguaje de las fuentes (1993, Premio Nacional de Narrativa), Marea oculta (1993, Premio Miguel Delibes), Las historias de Marta y Fernando (1999, Premio Nadal), Tres cuentos de hadas (2004, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil), El jardín dorado (2008, Premio de las Letras de Castilla y León), Tan cerca del aire (2010, Premio Torrevieja de Novela). Obtuvo también el Premio Vargas Llosa de relatos . Sus novelas más recientes son Donde no estás (2015), No hay amor en la muerte (2017), La ofrenda (2018) y La rama que no existe (2019). Sus obras se han traducido al francés, griego, danés, italiano, portugués y alemán.
En Elogio de la fragilidad , Gustavo Martín Garzo reúne textos breves en los que nos habla de las obras y los creadores que le han fascinado y en los que reivindica la necesidad del arte en nuestra vida. Se habla en estos textos de la lectura como acto de creación, tal vez el más íntimo e imprevisible que existe. No se lee esperando obtener una respuesta a la pregunta de quiénes somos, sino para ver qué nos pasa, en qué nos transformamos. La pregunta que el lector le hace al libro es la pregunta de la ratita del cuento: «¿Qué me harás por las noches?» Leer un libro es caer, como Alicia, por el hueco de un árbol y aprender a amar las preguntas, antes de estar en disposición de contestarlas. Conformarse con «la mitad del conocimiento». Sólo quien lo hace, y no busca una explicación inmediata a lo que le sucede, puede sentarse a tomar el té con el Sombrerero y la Liebre de Marzo sin que le importe en exceso no entender gran cosa de lo que oye. Leer es descubrir, como se dice en El gran Gatsby , que «la roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada». Eso son los libros, algo parecido a las moradas de la mística, a los castillos flotantes de las novelas de caballerías o a los bosques en que se refugian los amantes en las leyendas medievales. Un puente entre el mundo del sueño y las cosas reales. El árbol de cuyos frutos se atrevieron a comer nuestros primeros padres, era un árbol de palabras. Y el lector no es sino ese «barón rampante» que, viviendo entre sus hojas, se alimenta de sus frutos intangibles.
G USTAVO M ARTÍN G ARZO
Elogio de la fragilidad
Publicado por
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: mayo de 2020
© Gustavo Martín Garzo, 2020
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2020
Conversión a formato digital: Gama, S.L.
ISBN: 978-84-18218-24-8
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Índice
A Darío Álvarez, en su jardín invisible.
Las músicas oídas son dulces, pero más dulces son las no oídas.
J OHN K EATS , Sobre una urna griega
Las hadas en la cocina
La pintura de Fra Angélico no puede comprenderse lejos del mundo agitado del primer renacimiento. Un mundo en que el arte aspira a reflejar el mundo real y en que los pintores empiezan a no conformarse con la plasmación sugestiva de temas religiosos. Y es verdad que toda su obra gira sobre esos temas y es expresión de su sincero amor a las verdades de una religión en la que cree con fervor y cuyas historias no se cansa de escuchar y contar, pero no lo es menos que se acerca a ese mundo de una forma nueva, para celebrar, como otros pintores de entonces, la belleza y los dones de la vida. Tal vez por eso ningún otro tema fue más querido para él que el de la Anunciación, que pintaría varias veces a lo largo de su vida, y que tiene en el cuadro recién restaurado del Museo del Prado su expresión más admirable. Este tema resume su concepción del arte como vínculo entre lo divino y lo humano. Ésa fue la respuesta que dio una vez a su amigo el papa Nicolás V cuando éste le preguntó cuál era la cualidad que debía caracterizar a un buen pintor: «Debe tener la mirada con un ojo hacia el suelo y otro hacia el cielo».
No hay nada de terrible en los ángeles dulces y temblorosos de Fra Angélico. En realidad, salvo por sus vestiduras y sus alas, sus rostros y actitudes son semejantes a las nuestras. Es verdad que desprenden luz, pero ¿no pasa eso mismo con todos los personajes de sus cuadros? En La Anunciación una paloma atraviesa, siguiendo la estela de un rayo de oro, el jardín del Edén hasta alcanzar el rostro y el pecho de María, que adopta una actitud de absorta entrega. Pero la luz de este cuadro no sólo viene de ese rayo divino. Un tenue haz de luz dorada entra por la ventana del fondo y el propio ángel resplandece. En realidad está en cada cosa, como si la luz fuera la cualidad más íntima de todo cuanto existe, no sólo de los seres vivos sino también de los objetos y las plantas. Basta con mirar a María. Su cuerpo, su cabello y sus manos resplandecen, al igual que su vestido. Y lo hace, no sólo como si recibiera esa luz de algún punto invisible del exterior sino como si fuera ella misma quien la desprendiera. El mismo ángel parece sorprendido al verla, como si dudara de su misión o se asomara a través del gesto luminoso de María a una realidad más honda y conmovedora que la que representa él. Ese asentimiento, esa callada disponibilidad, esa mezcla de gratitud y de gracia, este mundo de luz que todo lo invade es la piedad. Y la piedad y la luz son los grandes protagonistas de toda la obra de Fra Angélico.
Sus pinturas parecen pertenecer al reino de la fábula, pero Fra Angélico las pinta con los ojos del que se detiene a contemplar las cosas reales. Puede que una mirada así sea lo que hemos dado en llamar mirada poética, porque la poesía es el realismo supremo. Y todo el arte de Fra Angélico parece estar dominado en grado sumo por un apetito semejante de realidad. Eso significan las dos manos de María cruzadas sobre el pecho: «Quiero ser real». Es curioso que el ángel y María realicen el mismo gesto. En realidad se recogen, se ovillan, forman un capullo: un capullo de seda. Pero ¿no buscan eso todos los amantes, recogerse, transformarse en un capullo en las manos del otro? Y ¿qué dice María?: «Haré de mi cuerpo un capullo, una mandorla, el lugar de la aparición». Y ¿qué le contesta el ángel?: «Quiero parecerme a ti». Por eso se inclina como ella, por eso cruza sus manos e imita cada uno de sus gestos como si sólo aspirara a ser su reflejo. Puede que el arte de Fra Angélico alcance en este cuadro su momento más excelso, porque hace del corazón de la muchacha visitada por el ángel el verdadero centro de la escena encantada. Como si viniera a decirnos que el verdadero misterio no está en ese rayo de oro sino en el interior de la muchacha que lo recibe. Aún más, como si el ángel lo supiera y por eso se inclinara ante ella en silencio, y eso que llamamos lo sagrado no fuera sino la cualidad más indefinible y honda de lo humano.
Y es verdad que desde un punto de vista estético esta Anunciación sigue siendo deudora del mundo de las miniaturas góticas, con su fijación por el oro, su sublime luminosidad y su atmósfera cortesana, pero su tono es muy diferente. Todo el cuadro parece tener una cualidad mental, como si Fra Angélico no pintara una escena real, sino los pensamientos de los que la están viendo. No el mundo, sino nuestros pensamientos acerca del mundo. En esta tabla María y el ángel han dejado de ser figuras alegóricas, que representan las ideas de la religión, para transformarse en los tiernos personajes de un hermoso y misterioso cuento.
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