1902
DÍAS DE TEMPORADA EN OSTENDE
Los días de temporada alta en Ostende implican una ininterrumpida y colorida alternancia de celebraciones y eventos públicos. Para quienes frecuentan esta ciudad balneario belga —la más grande y elegante de todas— de inmediato queda en un segundo plano ese reclamo que, por norma general, lleva a la mayoría de la gente a visitar un lugar como este, es decir, la necesidad de reposo y esparcimiento. Las personas que durante todo el año se sienten inmersas en la atropellada y frenética rueda de las diversiones de la gran ciudad, quienes sienten además en su máximo esplendor el pulso de la vida y su consecuente tensión, están, por así decirlo, sobresaturadas de cultura y refinamiento y suelen intentar disfrutar de sus semanas de verano desconectando de toda esa presión, buscando el esparcimiento armónico, contemplativo y callado de la naturaleza. Pero el público de Ostende no. Para ellos el veraneo no es una pausa ni una desconexión, sino un resplandeciente eslabón más en la infinita cadena de los placeres mundanos, un sustituto para los soleados y calurosos bulevares de la gran ciudad, sus teatros, sus fiestas y jardines, que el verano hace impracticables. Poco a poco, Ostende se ha convertido en el improvisado punto de encuentro de esas aristocracias, auténticas y falsas, que, cual reluciente espuma, flotan siempre visibles sobre las olas de las capitales, aristocracias que se encuentran y se reconocen por todas partes, pues para ellas una ciudad natal no es más que una estación de paso desde la que llegar a los grandes centros internacionales de la diversión. Y Ostende acoge de muy buena gana a estos visitantes durante los meses álgidos del verano, desde julio hasta los últimos días de agosto.
Se podría hablar largo y tendido de esos días sin mencionar una sola palabra sobre lo magnífica que es la ubicación de Ostende, pues la naturaleza aquí no es más que otro ornamento en la imagen global. En apariencia, su suntuosa hermosura solo tiene como finalidad ensalzar el triunfo de la cultura moderna y ofrecer un marco digno a la perfección de la que aquí hacen gala la belleza humana y los logros del virtuosismo de la humanidad. El paseo marítimo de Ostende no funciona tanto como un amplio mirador desde el que contemplar el mar, que avanza con su brisa aromática y saludable, sino más bien como un sitio para admirar la asombrosa elegancia de los hoteles de playa y el esplendor de los trajes de las damas, que se pasean por allí como por la alameda de la gran ciudad. El muelle se adentra considerablemente en el mar y exhibe los grandiosos logros de la ingeniería moderna, con el puerto y sus elegantes barcos de vapores y veleros; las aguas en sí interesan más por los distinguidos trajes de baño y la relativamente relajada libertad de los usos y costumbres que por sus efectos beneficiosos. Como ya se ha dicho, en este lugar la naturaleza cuasi empequeñece ante la obra del ser humano, pues la civilización se planta frente a ella con sus avances más recientes, los más grandes y refinados.
La fisionomía de Ostende refleja desde luego la idiosincrasia de sus visitantes. Quienes trabajan mucho durante el año sienten en verano la necesidad de estar inactivos; sin embargo, las personas sin ocupación, o para las que su oficio en realidad nunca es un incordio, ansían en todo momento tener algún quehacer superficial, anhelo aquí satisfecho gracias al deporte y al juego. Para ilustrar hasta qué punto el juego se ha convertido en condición necesaria para la existencia de Ostende basta con saber que el año pasado, cuando hubo que clausurar los salones de juego de Ostende y Spa, el Estado belga quiso garantizar a estas dos ciudades una indemnización de siete millones de francos, normativa que, no obstante, por ahora no se ha hecho efectiva. En cualquier caso, la cuantía de la indemnización da una idea aproximada del desorbitado volumen de negocio que genera el juego por sí solo todas las temporadas.
En Ostende, el epicentro del mundo de la elegancia está representado por el casino. Su espléndido y voluminoso edificio se alza en el dique: a un lado y otro está flanqueado por hileras de elegantes casas residenciales y en la parte de atrás ofrece vistas al parque Leopold y a la ciudad. El distinguido público de Ostende se congrega en el salón grande para los conciertos de la tarde y la noche, sobre todo en el de la noche, cuando los caballeros solo tienen permitido presentarse con traje de etiqueta o de baile y las damas, de todas las nacionalidades, compiten entre sí con sus atuendos de gala y sus joyas: es entonces cuando el enorme salón se llena hasta el último asiento con los representantes más selectos del mundo distinguido, pero también del distinguido demi monde. A esas horas, Ostende ejerce un efecto verdaderamente deslumbrante incluso para quienes vienen de una gran ciudad. Tras el concierto se celebra a diario el baile, aunque en ese momento la mayoría de los asistentes se retira a los otros salones que ocupan la parte trasera del casino. En el primero de esos salones el juego es público y accesible para todo el mundo; desde luego, el volumen de dinero para el rouge et noir nunca es muy alto y las apuestas más ambiciosas permanecen fijadas en trescientos francos. El auténtico juego se da en los círculos privados, que conforman el mayor club de juego de Ostende y cuyo acceso se rige por un sistema de bola negra —no demasiado embarazoso, en cualquier caso— y una entrada de veinte francos. En estos salones se desarrollan esas escenas tan interesantes de las que por lo general, al día siguiente, todo el público de Ostende tiene conocimiento: la ruleta y el rouge et noir generan pérdidas y ganancias de muchos miles de francos. Ahí se congregan en plena hermandad los vestidos más fastuosos, llevados por princesas auténticas y princesas de variedades, pero también una nutrida representación de esas figuras internacionales de las que nadie sabe mucho, más allá de que han visitado todos los salones de juego del mundo y nunca van a faltar mientras sigan abriéndose este tipo de sitios. La imagen perdurará inalterable desde la mañana hasta que de nuevo lleguen las primeras horas de la mañana siguiente.
De entre las otras numerosas diversiones cabe destacar la Fiesta de las Flores, en la que compiten gusto, riqueza y hermosura a partes iguales. Esta temporada la fiesta ha variado ligeramente en comparación con los años anteriores, a saber: las flores solo pueden verse en calles cortadas que se visitan previo pago de una entrada. Como resultado, ha mermado mucho su esplendor de antaño, dado que antiguamente la ciudad entera participaba con sumo interés en esta batalla de confetis y flores que cubría casi todas las calles elegantes; ahora, sin embargo, el desfile de esas carrozas de ricos adornos ha ganado en intimidad, mientras que la batalla exhala mayor nobleza y adolece de los molestos excesos que en los últimos años habían impedido la participación del público más distinguido. En cualquier caso, la competición por la carroza más bonita y el balcón mejor decorado ha tenido unos resultados muy airosos.
Como es obvio, en Ostende tampoco falta el deporte. Las carreras de automóviles se alternan con regatas de veleros, carreras atléticas, tiros de pichón, carreras de galgos, y apenas pasa un día sin que se presente alguna oportunidad de jugar y apostar (en especial para los ingleses). Las más frecuentadas son las carreras de caballos, en las que los premios están estipulados en un valor total de cuatrocientos mil francos y que, sobre todo los días del Grand Prix d’Ostende, ofrecen una magnífica estampa en cuanto a la configuración del público: a las jornadas cruciales no solo asiste gente reclutada entre las filas de los huéspedes del balneario, sino también los sportsmen más distinguidos de la cercana Bruselas, de Londres y del mismísimo París. En esos días, cuando también procura asistir el rey, Ostende despliega todo su esplendor, unificando bajo su cetro los millones de las naciones más diversas acompañados por sus bellezas. La grandiosidad de estos momentos solo encuentra parangón en las veladas nocturnas, cuando el mar y el puerto comienzan a salir de la profunda oscuridad gracias al brillo de miles de luces de colores y atraviesan la noche los fuegos artificiales, alzándose con el dique reluciente al fondo, que la bombilla del faro ilumina de forma mágica.