Stefan Zweig - María Estuardo
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- Libro:María Estuardo
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1935
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María Estuardo: resumen, descripción y anotación
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REINA DESDE LA CUNA
1542-1548
María Estuardo tiene seis días cuando se convierte en reina de Escocia; ya desde el principio se cumple la ley de su vida: recibirlo todo del destino demasiado pronto, y sin la alegría de ser consciente de ello. En ese sombrío día de diciembre de 1542 en el que nace en el castillo de Linlithgow, su padre, Jacobo&nsbp;V, yace al mismo tiempo en su lecho de muerte en la vecina fortaleza de Falkland, con sólo treinta y un años de edad y sin embargo ya quebrado por la vida, cansado de la corona, cansado de luchar. Había sido un hombre bravo y caballeroso, al principio alegre, apasionado amigo de las artes y de las mujeres, familiarizado con el pueblo; a menudo había ido, disfrazado, a las fiestas de las aldeas, había bailado y bromeado con los campesinos, y algunas de las canciones y baladas escocesas que escribió han seguido viviendo mucho tiempo en la memoria de su patria. Pero ese desdichado heredero de una desdichada estirpe había nacido en una época salvaje, en un país rebelde, y estaba destinado de antemano a una trágica suerte. Un vecino desconsiderado y de fuerte voluntad, Enrique&nsbp;VIII, le apremia a implantar la Reforma, pero Jacobo&nsbp;V se mantiene fiel a la Iglesia, y enseguida los nobles escoceses, siempre inclinados a crear dificultades a su soberano, aprovechan la disputa y empujan sin cesar, contra su voluntad, a ese hombre alegre y pacífico al disturbio y la guerra. Ya cuatro años antes, cuando Jacobo&nsbp;V pretendía por esposa a María de Guisa, había descrito claramente la fatalidad que supone tener que ser rey contra esos clanes tercos y rapaces: «Madame —había escrito en esa carta de petición de mano, conmovedoramente sincera—, sólo tengo veintisiete años, y la vida me agobia ya tanto como mi corona… huérfano desde la infancia, he sido prisionero de nobles ambiciosos; la poderosa casa de los Douglas me ha esclavizado durante largo tiempo, y odio ese nombre y todo recuerdo suyo. Archibald, conde de Angus, Georg, su hermano, y todos sus parientes desterrados, incitan sin cesar al rey de Inglaterra contra nosotros, no hay un noble en mi reino al que no haya seducido con sus promesas o corrompido con dinero. No hay seguridad para mi persona, ni garantía de que se haga mi voluntad y de que se cumplan las justas leyes. Todo esto me espanta, madame, y espero de vos fuerza y consejo. Sin dinero, limitado tan sólo a los apoyos que recibo de Francia o a los escasos donativos de mis ricos clérigos, trato de adornar mis castillos, mantener mis fortificaciones y construir barcos. Pero mis barones consideran un rival insoportable a un rey que realmente quiera ser rey. A pesar de la amistad del rey de Francia y del apoyo de sus tropas y a pesar del afecto de mi pueblo, temo no ser capaz de alcanzar la decisiva victoria sobre mis barones. Superaría todos los obstáculos para despejar el camino de la justicia y la paz para esta nación, y quizá alcanzaría mi meta, si los nobles de mi país estuvieran solos. Pero el rey de Inglaterra siembra la discordia sin cesar entre ellos y yo, y las herejías que ha plantado en mi reino avanzan devoradoras hasta en los círculos de la Iglesia y el pueblo. Desde siempre, mi fuerza y la de mis antepasados ha estado únicamente en la burguesía de las ciudades y en la Iglesia, y me veo obligado a preguntarme: ¿Seguirá mucho tiempo esta fuerza a nuestro lado?».
Todas las desgracias que el rey prevé en esta carta profética se cumplen, e incluso caen cosas peores sobre él. Los dos hijos que le da María de Guisa mueren en la cuna, y en sus mejores años Jacobo&nsbp;V sigue sin ver un heredero para la corona que de año en año oprime más sus sienes. Finalmente, contra su voluntad, sus barones escoceses lo llevan a la guerra contra la poderosa Inglaterra, para luego dejarlo traidoramente en la estacada en la hora decisiva. En Solway Moss, Escocia no sólo pierde una batalla, sino su honor: sin combatir de verdad, las tropas sin caudillo, abandonadas por sus jefes de clan, se dispersan de forma lamentable; pero, en esa hora decisiva, hace mucho que el rey, ese hombre antaño tan caballero, ya no lucha con enemigos ajenos, sino con la propia muerte. Febril y cansado, yace en cama en el castillo de Falkland, harto de la lucha insensata, de la molesta vida.
Entonces, en ese turbio día de invierno, el 9 de diciembre de 1542 —la niebla oscurece las ventanas—, un mensajero llama a la puerta. Comunica al enfermo, al hombre mortalmente agotado, que ha tenido una hija, una heredera. Pero el alma extenuada de Jacobo&nsbp;V ya no tiene fuerzas para la esperanza y la alegría. ¿Por qué no es un hijo, un heredero? Ese hombre próximo a la muerte ya no ve más que desdicha por doquier, tragedia y derrota. Resignado, responde: «De una mujer nos llegó la corona, con una mujer se perderá». Esa oscura profecía es al tiempo su última frase. Suspira, se vuelve de cara a la pared y ya no responde a pregunta alguna. Pocos días después está enterrado, y María Estuardo, antes de haber abierto los ojos a la vida, es ya la heredera de su reino.
Es una herencia doblemente oscura ser una Estuardo y una reina de Escocia, porque hasta ahora ningún Estuardo ha sido feliz o duradero en ese trono. Dos de sus reyes, Jacobo I y Jacobo III, han sido asesinados; dos, Jacobo II y Jacobo IV, han caído en el campo de batalla, y a dos de sus descendientes, esta niña que nada sospecha y su nieto, Carlos I, el destino les tiene reservado algo aún peor: el patíbulo. A ninguno de los miembros de este linaje átrida le ha sido concedido alcanzar la plenitud de la vida, para ninguno brillan la dicha y la estrella. Los Estuardo siempre tienen que luchar contra enemigos exteriores, contra enemigos en su propio país y contra sí mismos, siempre hay inquietud a su alrededor e inquietud en ellos. Su país carece de paz tanto como ellos, y los más desleales son precisamente aquellos que debían ser los más leales: los lores y los barones, esa estirpe caballeresca tenebrosa y fuerte, salvaje y desenfrenada, rapaz y belicosa, obstinada e inflexible… «un pays barbare et une gent brutelle», como se queja disgustado Ronsard, el poeta, después de ir a parar a este país de nieblas. Pequeños reyes en sus feudos y castillos, arrastrando como a reses a sus campesinos y pastores a sus eternas pequeñas luchas y rapiñas, estos indiscutidos jefes de clan no conocen otra alegría de vivir que la guerra, la disputa es su placer, los celos su acicate, el ansia de poder su idea vital. «Dinero y ventaja —escribe el embajador francés— son las únicas sirenas a las que prestan oídos los lores escoceses. Querer predicarles el deber para con sus príncipes, el honor, la justicia, la virtud, las nobles acciones, sería invitarlos a la risa.» Iguales a los condotieros italianos en su amoral ansia de camorra y rapiña, pero menos cultivados y más desenfrenados en sus instintos, los antiguos y poderosos clanes de los Gordon, los Hamilton, los Arran, los Maitland, los Crawford, los Lindsay, Lennox y Argyll conspiran y disputan incesantemente por la preeminencia. Ora se enfrentan en enemistades que duran años, ora se juran en solemnes alianzas una corta lealtad para unirse en contra de un tercero; forman constantemente camarillas y bandas, pero nadie guarda interiormente lealtad a nadie, y todos, aunque emparentados y casados entre sí, guardan a los otros implacables envidia y enemistad. Algo pagano y bárbaro sigue viviendo intacto en sus salvajes almas, sin importar que se llamen a sí mismos protestantes o católicos, según sea la ventaja que esperen obtener; en realidad, todos son nietos de Macbeth y Macduff, la sangrienta Thane, como Shakespeare vio de manera grandiosa.
Sólo hay algo que une de inmediato a esta banda celosa e indomable: someter a su señor común, a su propio rey, porque para todos es igual de insoportable la obediencia e igual de desconocida la lealtad. Cuando esta «parcel of rascals», esta partida de bribones —como los estigmatizó Burns, el escocés por antonomasia—, tolera un reinado aparente sobre sus castillos y posesiones, es únicamente por celos de un clan contra otro. Los Gordon sólo dejan la corona a los Estuardo para que no caiga en manos de los Hamilton, y los Hamilton por celos hacia los Gordon. Pero ¡ay si un rey de Escocia se atreve de veras a ser el soberano e imponer la disciplina y el orden en el país, si en el primer ardor de la juventud trata de oponerse a la arrogancia y la codicia de los lores! Enseguida esa chusma hostil se agrupa fraterna para volver impotente a su soberano, y si no lo consigue con la espada, el puñal del asesino se encarga, fiable, de este servicio.
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