Stefan Zweig - Américo Vespucio
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- Libro:Américo Vespucio
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1931
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Américo Vespucio: resumen, descripción y anotación
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Américo Vespucio — leer online gratis el libro completo
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Zweig desentierra en esta obra los motivos por los cuales Américo Vespucio dio su nombre a un continente recién descubierto, una historia de altibajos y errores que se convierten en verdades. Vespucio no era un mentiroso o un estafador; no pretendió ser un gran filósofo ni buscó la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo. La gloria la hizo la casualidad, un impresor que, a su vez, nunca soñó que daría a un desconocido tanto renombre. Zweig sigue con acierto el desarrollo de esta historia que tiene el encanto de una novela, convirtiendo un tema árido en un argumento apasionado, palpitante de interés y de misterio. En otras palabras, consigue humanizar un personaje desmenuzado por los estudiosos, en una novela que es historia y una historia que es vida.
Stefan Zweig
La historia de un error histórico
ePUB r1.0
hofmiller19.03.13
Título original: Amerigo: Die Geschichte eines historichen Irrtums
Stefan Zweig, 1931
Traducción: Úrsula Barta
Editor digital: hofmiller
ePub base r1.0
¿Quién fue el hombre que dio el nombre de «América» a América?
Cualquier estudiante, sin ningún reparo, podría contestar a esta pregunta: Américo Vespucio.
Mas ante la siguiente pregunta, incluso los adultos se sienten inseguros y vacilan: ¿Por qué se bautizó a esta parte del mundo, precisamente con el nombre de pila de Américo Vespucio? ¿Porque Vespucio descubrió América? ¡Jamás lo hizo! ¿O quizá, porque fue el primero en pisar tierra firme en lugar de poner el pie sólo en las islas situadas delante? Tampoco sería ésta la razón puesto que no fue Vespucio el primero en poner pie en el continente sino que lo fueron Colón y Sebastián Cabot. ¿Acaso porque sostiene falsamente haber echado amarras el primero en este lugar? Vespucio nunca reclamó este título ante instancia legal alguna. Siendo erudito y cartógrafo ¿acaso propuso con toda ambición su nombre para este continente? No, ni lo hizo ni, probablemente, tampoco se enteró en vida de la elección de tal nombre. Pero, si no hizo nada de todo esto ¿por qué, precisamente, se le honró a él inmortalizando su nombre para siempre? Y ¿por qué América no se llama Colombia sino América?
El cómo sucedió es un verdadero desbarajuste de casualidades, errores y malentendidos. Es la historia de un hombre que, gracias a un viaje que nunca emprendió y el cual tampoco nunca sostuvo haber emprendido, alcanzó el inmenso honor de dar su nombre propio a una cuarta parte de nuestra Tierra. Desde hace cuatro siglos, este nombre sorprende y fastidia al mundo al mismo tiempo. Una y otra vez se acusa a Américo Vespucio de haber conseguido capciosamente este honor a través de maquinaciones oscuras y desleales; y este proceso a causa del «engaño por declaración dolosa» fue tratado por eruditas y diferentes autoridades en la materia. Unos declararon a Vespucio inocente, otros le condenaron a deshonra perpetua y cuanto más categóricamente le declaraban sus defensores inocente, con más pasión sus detractores le acusaban de mentir, falsificar y robar. Hoy en día, todas estas polémicas con sus hipótesis y pruebas a favor y en contra ocupan ya una biblioteca entera. Para unos, el padrino de América es un amplificador mundi, uno de los grandes amplificadores de nuestra Tierra, un descubridor, un navegante, un erudito de alto rango; para otros es el estafador y timador más impertinente de la historia de la geografía.
¿De qué lado está la verdad, o dicho con más cautela: la mayor probabilidad?
En la actualidad, el caso Vespucio ya no es un problema geográfico o filológico. Es un juego de lógica que cualquier curioso puede intentar solucionar. Además, se trata de un juego que es posible abarcar con facilidad al tener tan pocas fichas, puesto que toda la obra escrita de Vespucio que se conoce, con todos sus documentos incluidos, llega a sumar entre cuarenta y cincuenta páginas. Así que yo también me he permitido volver a colocar las piezas para repasar de nuevo, jugada tras jugada, esta famosa partida maestra con todas sus sorprendentes campañas.
La única condición de naturaleza geográfica que exige mi exposición al lector es olvidarse de todo lo que sabe de geografía gracias a nuestros atlas completos y, de entrada, borrar por completo de su mapa interior la forma, la configuración e incluso la existencia de América. Sólo el que sea capaz de sumergir su alma en la oscuridad, en la incertidumbre de aquel siglo, podrá comprender en su totalidad la sorpresa, el entusiasmo de aquella generación cuando los primeros contornos de una Tierra insospechada empezaron a dibujarse, emergiendo de lo que, hasta ese momento, carecía de orillas. Pero la humanidad quiere poner un nombre a todo lo nuevo. Cuando siente entusiasmo, quiere gritar de júbilo y expresar su gozo. Así que fue un afortunado día cuando, de pronto, el viento de la casualidad le lanzó un nombre; y sin preguntarse por la justicia o injusticia, acogió con impaciencia esta palabra sonora y vibrante y saludó a su Nuevo Mundo con el nombre eterno de América.
Anno 1000. Un profundo sueño turbador pesa sobre el mundo occidental. Los ojos están demasiado cansados para velar por el entorno, los sentidos demasiado agotados para que surja la curiosidad. El espíritu de la humanidad está paralizado, ya no quiere saber nada más del Mundo. Y aún llega a ser más extraño: incluso lo que ya sabía, lo olvida de manera incompresible. Se olvidó de leer, escribir, calcular, ni siquiera los reyes y emperadores de Occidente son capaces ya de firmar con su nombre propio un pergamino. Las ciencias se convirtieron en momias. La mano terrenal ya no sabe reproducir el propio cuerpo mediante dibujos y esculturas. Sobre todos los horizontes se extiende, en cierto modo, una niebla impenetrable. Ya no se viaja, ya no se sabe nada acerca de otros países. Se atrinchera en las fortalezas y ciudades protegiéndose contra los pueblos salvajes que irrumpen una y otra vez desde Oriente. Se vive en la angostura, se vive en la oscuridad, se vive sin coraje… un pesado sueño aturde al mundo occidental.
A veces, a esta pesada somnolencia aturdidora le sobreviene el incierto recuerdo de un mundo diferente, más amplio, de más colores, más luminoso, más animado, lleno de acontecimientos y aventuras. ¿Acaso todos los países no tenían vías por las que desfilaban las legiones romanas y, detrás de aquellas, los lictores, los guardianes del orden, los hombres de la justicia? ¿Acaso no existía un hombre llamado César que conquistó Egipto y Bretaña a la vez? ¿No fueron las trirremes a los países más allá del Mediterráneo donde, desde hace tiempo ya no se atreve a navegar barco alguno por miedo a los piratas? ¿Acaso no avanzó el rey Alejandro hasta la India, aquel país maravilloso, y volvió por Persia? ¿No había antiguamente sabios capaces de leer las estrellas, que conocían la configuración del mundo y los secretos de los seres humanos? Acerca de ello, deberíamos leer en los libros. Pero ya no hay libros. Deberíamos viajar y ver otros países. Pero ya no hay vías ni caminos. Quizá, todo fue sólo un sueño.
Y entonces: ¿para qué esforzarse? ¿Para qué reunir fuerzas si todo ha llegado a su fin? El año 1000, así se proclama, será el año del fin del mundo. Dios les ha condenado por haber cometido demasiados pecados, según predican los sacerdotes desde el púlpito, y el primer día del nuevo milenio será el día del comienzo del Juicio Final. Consternados, con la ropa hecha jirones, la gente acude en masa a las procesiones con velas encendidas. Los campesinos abandonan los campos, los ricos venden y despilfarran sus bienes. Porque mañana vendrán los jinetes del Apocalipsis con sus pálidos corceles; se acerca el Día del Juicio. Y miles y miles de personas se arrodillan en las iglesias esperando ser arrojadas a la eterna oscuridad.
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