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Stefan Zweig - El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo

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Stefan Zweig El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo
  • Libro:
    El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo
  • Autor:
  • Editor:
    El Acantilado
  • Genre:
  • Año:
    2003
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El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo: resumen, descripción y anotación

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Acojamos el tiempo

tal como él nos quiere

SHAKESPEARE, Cimbelino

Prefacio

Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas cosas, acontecimientos, catástrofes y pruebas, muchísimas más de lo que suele corresponderle a una misma generación, para que yo encontrara valor suficiente como para concebir un libro que tenga a mi propio “yo” como protagonista o, mejor dicho, como centro. Nada más lejos de mi intención que colocarme en primer término, a no ser que se me considere como un conferenciante que relata algo sirviéndose de diapositivas; es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia. Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha visto su más íntima existencia sacudida por unas convulsiones volcánicas casi ininterrumpidas que han hecho temblar nuestra tierra europea; y en medio de esa multitud infinita, no puedo atribuirme más protagonismo que el de haberme encontrado como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista, precisamente allí donde los seísmos han causado daños más devastadores. Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese “no sé adónde ir” que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. Por eso mismo, espero poder cumplir la condición sine qua non de toda descripción fehaciente de una época: la sinceridad y la imparcialidad.

Y es que me he despojado de todas las raíces, incluida la tierra que las nutre, como, posiblemente, pocos han hecho a lo largo del tiempo. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgos, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra. Desde que me empezó a salir barba hasta que se cubrió de canas, en ese breve lapso de tiempo, medio siglo apenas, se han producido más cambios y mutaciones radicales que en diez generaciones, y todos creemos que ¡han sido demasiados! Mi Hoy difiere tanto de cada uno de mis Ayer, mis ascensiones y mis caídas, que a veces me da la impresión de no haber vivido una sola sino varias existencias, y todas ellas, del todo diferentes. Hasta tal punto que a menudo me sucede lo siguiente: cuando pronuncio de una tirada “mi vida”, maquinalmente me pregunto: “¿Cuál de ellas?” ¿La de antes de la guerra?

¿De la primera guerra o de la segunda? ¿O la vida de hoy? Otras veces me sorprendo a mí mismo diciendo “mi casa”, para descubrir en seguida que no sé a cuál de ellas me refiero: si a la de Bath o la de Salzburgo, o, tal vez, al caserón paterno de Viena. O digo “nuestra casa”, y me estremezco al pensar que los hombres de mi patria apenas me consideran como uno de ellos, como los ingleses o los americanos; allí ya no me queda ninguna ligazón orgánica y aquí, no me he acabado de integrar; me da la impresión de que el mundo en que me crié, el de hoy y el que se sitúa entre los dos se separan cada vez más, convirtiéndose en mundos completamente diferentes. En conversaciones con amigos más jóvenes, cada vez que les cuento episodios de la época anterior a la Primera Guerra me doy cuenta, por sus preguntas estupefactas, de hasta qué punto lo que para mí sigue siendo una realidad evidente, para ellos se ha convertido en histórico o inimaginable. Y el secreto instinto que mora dentro de mi ser les da la razón: se han destruido todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro Ayer y nuestro Anteayer. Yo mismo no puedo dejar de maravillarme de la abundancia y variedad de cosas que hemos ido acumulando en el breve lapso de una existencia (existencia, sin duda, de lo más incómoda y amenazada), sobre todo cuando la comparo con la forma de vida de mis antepasados. El padre, el abuelo ¿de qué habían sido testigos? Cada cual había vivido su vida singular. Una sola, desde el principio hasta el final, sin grandes altibajos, sin sacudidas ni peligros, una vida con emociones pequeñas y transiciones imperceptibles, con un ritmo acompasado, lento y tranquilo: la ola del tiempo los había llevado desde la cuna hasta la sepultura. Vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, incluso, casi siempre, en la misma casa; todo lo que pasaba en el mundo exterior ocurría, en realidad, en los periódicos: nunca llamaba a su puerta. Es cierto que en su época en algún que otro lugar también estallaban guerras, pero, si las medimos con las dimensiones de hoy, no se trataba sino de guerras poco significantes cuyo teatro, además, se hallaba lejos de las fronteras; no se oían sus cañonazos y al cabo de medio año ya estaban apagados sus focos y olvidada una más de las secas páginas de la historia, y la vida de siempre no tardaba en volver a instalarse de nuevo. Nosotros, por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha quedado nada ni nada ha vuelto; se nos ha reservado a nosotros el “privilegio” de participar de lleno en todo aquello que, por lo general, la historia asigna cada vez a un solo país y un solo siglo. Una misma generación era testigo, como máximo, de una revolución; otra, de un golpe de Estado; una tercera, de una guerra; una cuarta, de una hambruna; una quinta, de una bancarrota nacional y muchos países privilegiados y no menos generaciones afortunadas ni tan siquiera habían tenido que vivir nada de esto. Nosotros, en cambio, los que hoy rondamos los sesenta años y de iure aún nos toca vivir algún tiempo más ¿qué no hemos visto, no hemos sufrido, no hemos vivido? Hemos recorrido de cabo a rabo el catálogo de todas las calamidades imaginables (y eso que aún no hemos llegado a la última página). Yo mismo, por ejemplo, he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, y cada una de ellas la viví en un bando diferente: una en el alemán y otra, en el anti alemán. Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos. He sido homenajeado y marginado, libre y privado de la libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la anti humanidad. Después de siglos, nos estaban reservadas de nuevo guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no conozcan las futuras. Sin embargo, por una extraña paradoja, en el mismo lapso de tiempo en que nuestro mundo retrocedía un milenio en lo moral, también he visto a la misma humanidad elevarse hasta alturas insospechadas en lo que a la técnica y el intelecto se refiere, cuando de un aletazo ha superado todas las conquistas de millones de años: la del éter gracias al avión, la transmisión de la palabra terrenal por todo el planeta en un segundo y, con ella, la conquista del universo, la desintegración del átomo, el triunfo sobre las enfermedades más pérfidas y la conversión en posibles de muchas cosas cotidianas que tan sólo en la víspera eran imposibles.

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