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Stefan Zweig - El legado de Europa

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Stefan Zweig El legado de Europa
  • Libro:
    El legado de Europa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1976
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El legado de Europa: resumen, descripción y anotación

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MONTAIGNE
I

H ay algunos escritores, pocos, que están abiertos a todo el mundo a cualquier edad y en cualquier época de la vida —Homero, Shakespeare, Goethe, Balzac, Tolstói—, y a su vez hay otros que sólo en un determinado momento revelan toda su importancia. Entre éstos se cuenta Montaigne. Ni se debe ser demasiado joven, ni carecer de experiencias y desengaños para poder valorarlo debidamente y para que su pensamiento libre y certero pueda aportar la máxima ayuda a una generación que, como más o menos la nuestra, se ha visto lanzada por el destino a una sacudida universal tan violenta como una catarata. Sólo quien en su propia alma agitada haya vivido una época donde, por la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, haya visto amenazada su vida y, dentro de esa vida, la sustancia más preciosa que es su libertad individual, sólo alguien así sabe todo el coraje, toda la honradez y decisión que se requiere para permanecer fiel a su «yo» más íntimo en tales tiempos de estolidez de rebaño. Sólo una persona así sabe que nada en la tierra es más difícil y problemático que mantener incontaminada la propia independencia espiritual y moral en medio de una catástrofe masiva. Sólo cuando alguien ha dudado, presa de la desesperación, hasta de la razón y la dignidad del hombre, puede exaltar como una hazaña el que un individuo permanezca ejemplarmente íntegro en medio de un caos universal.

Que la sabiduría y grandeza de Montaigne sólo pueda valorarla alguien experimentado y probado lo he vivido por mí mismo. Cuando a mis veinte años tomé por vez primera en mis manos sus Ensayos, el único libro en que ha sobrevivido, he de confesar sinceramente que no les saqué mucho provecho. Yo tenía, ciertamente, los suficientes conocimientos literarios como para reconocer con respeto que allí se manifestaba una personalidad interesante, un hombre de singular clarividencia y profundidad —una persona amable además de un artista—, que sabía dar a cada frase y afirmación su sello personal. Pero mi satisfacción no pasaba de ser la simple satisfacción literaria de un anticuario; faltaba la inflamación interior del entusiasmo apasionado, el transvase de la energía eléctrica de un alma a otra. Ya la misma temática de los Ensayos me pareció bastante lejana y en buena medida sin posibilidad alguna de transmisión a mi propia alma. ¿Qué me importaban a mí, un joven del siglo XX, las extensas divagaciones del Sieur de Montaigne sobre la «Ceremonia de recepción de los reyes» o sus «Consideraciones sobre Cicerón»? Qué escolástico y anacrónico se me antojaba su francés fuera de época, salpicado además de citas latinas. Y ni siquiera establecí relación alguna con su sabiduría serena y templada. Me llegaba demasiado pronto. Porque ¿qué podía significar la sabia disuasión de Montaigne de que no había que afanarse por ambición alguna, que no había que atarse en forma demasiado apasionada al mundo exterior? ¿Qué podía significar su tranquilizador apremio a la templanza y la tolerancia en una edad fogosa, que no admite desilusiones ni quiere serenarse, sino que inconscientemente desea verse afianzada en su impulso vital? En la esencia misma de la juventud está el que uno no quiera dejarse aconsejar para la moderación y el escepticismo. Para aquélla cualquier duda es un estorbo, ya que necesita una confianza firme e idealista para dar salida a su íntima fuerza de choque. Y, dado su poder entusiasta, hasta la locura más radical y absurda se le antoja más importante que la sabiduría más elevada, si ésta frena su fuerza de voluntad.

Además, aquella libertad individual, cuyo heraldo más decidido había llegado a ser Montaigne en todas las épocas, ¿necesitaba realmente de una defensa tan encarnizada hacia 1900? Todo aquello ¿no resultaba ya evidente desde mucho tiempo atrás?, ¿no era una posesión, garantizada por la ley y la moral, de una humanidad emancipada desde hacía largo tiempo de la dictadura y de la esclavitud? El derecho a la propia vida, a las propias ideas y a su libre manifestación de palabra o por escrito eran evidentemente algo que nos pertenecía como el aliento de nuestra boca y los latidos de nuestro corazón. El mundo nos estaba abierto, país a país; nosotros no éramos prisioneros del Estado, no estábamos sujetos al servicio militar, ni estábamos sometidos al capricho de unas ideologías tiránicas. Nadie estaba en peligro de ser proscrito, desterrado, encarcelado ni expulsado. Por todo ello, a los ojos de nuestra generación, Montaigne parecía agitar insensatamente unas cadenas que creíamos rotas desde hacía mucho tiempo, sin caer en la cuenta de que el destino las había vuelto a forjar de nuevo para nosotros, más recias y duras que nunca. Así, venerábamos y respetábamos su lucha por la libertad espiritual como una lucha histórica, superflua para nosotros desde mucho tiempo atrás y sin ninguna trascendencia. Y es que entre las leyes misteriosas de la vida está el que siempre nos percatemos tardíamente de sus valores verdaderos y esenciales: de la juventud, cuando desaparece; de la salud, cuando nos abandona; y de la libertad, la esencia más preciosa de nuestra alma, sólo en el momento en que nos la pueden arrebatar o cuando ya nos la han arrebatado.

Para entender, pues, el arte y la sabiduría vitales de Montaigne, para comprender la necesidad de su lucha por el soi-même como el acuerdo más necesario de nuestro mundo espiritual, es preciso llegar a una situación similar a la de su propia vida. También nosotros deberíamos, como él, empezar por vivir alguna de las recaídas espantosas del mundo desde una de sus cumbres más gloriosas. También nosotros tendríamos que vernos ahuyentados a latigazos por nuestras esperanzas, experiencias, expectativas y entusiasmos hasta que acabáramos defendiendo exclusivamente nuestro propio «yo» desnudo, nuestra existencia singular e irrepetible. Sólo en esa hermandad de destino pasó Montaigne a ser para mí el auxiliador, el consolador y el amigo insustituible, porque ¡qué desesperadamente parecido fue su destino al nuestro!

Cuando Michel de Montaigne llegó a la vida, empezaba a extinguirse una gran esperanza, una esperanza igual a la que nosotros mismos vivíamos a comienzos de nuestro siglo: la esperanza de una humanización del mundo. En el transcurso de una sola generación, el Renacimiento, con sus artistas, sus pintores, sus poetas y sus eruditos, había dado a la humanidad una belleza nueva y jamás presentida con igual plenitud. Parecía arrancar un siglo, o mejor siglos enteros, en que la fuerza creativa, peldaño a peldaño, onda a onda, elevaba hasta lo divino la existencia oscura y caótica. De golpe el mundo se había ensanchado y era algo logrado y rico. Arrancando de la antigüedad, y a través de las lenguas griega y latina, los eruditos devolvían a los hombres la sabiduría de Platón y de Aristóteles. Bajo la guía de Erasmo, el Humanismo prometía una cultura unitaria y cosmopolita; la Reforma pareció fundamentar una nueva libertad de la fe al lado de la nueva expansión del saber. Desaparecían las distancias y las fronteras entre los pueblos, porque la imprenta, recién descubierta, otorgaba a cada palabra, a cada opinión, la posibilidad de una difusión rápida; lo que se le concedía a un pueblo parecía pertenecer a todos, y se creyó que por la acción del espíritu se había creado una unidad que estaba por encima de la discordia sangrienta de los reyes, los príncipes y las armas. Y un segundo milagro: al tiempo que el mundo intelectual, también el mundo físico se ensanchaba hasta límites insospechados. Del hasta entonces intransitable océano surgieron nuevas costas, nuevos países, y un continente gigantesco garantizaba un hogar a generaciones y generaciones. La circulación sanguínea del comercio se aceleró, las riquezas se derramaron por la vieja tierra europea y crearon el lujo, y el lujo provocó a su vez construcciones, cuadros y estatuas, todo un mundo embellecido y espiritualizado. Pero siempre que el espacio se ensancha, se tensa también el alma. Al igual que en los umbrales de nuestro siglo, cuando una vez más se dilató el espacio de una manera grandiosa, gracias a la conquista del éter por los aviones y por la palabra invisible que sobrevolaba los países, cuando la física y la química, la técnica y la ciencia arrancaron a la naturaleza secreto tras secreto poniendo sus energías al servicio del hombre, del mismo modo una esperanza inefable animó también a la humanidad tantas veces desilusionada, y en millares de almas encontró eco el grito jubiloso de Ulrich von Hutten: «Vivir es un placer.»

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