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CODINOMES
A mi familia, y en especial a mis tres mujeres:
Ursula, Paz y Brisa
«¡Qué escándalo no dimos al mundo desde las ridículas escaramuzas hasta las inexplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillos hasta las sediciones bizantinas, desde las maquinaciones subterráneas de los ambiciosos vulgares hasta las tristes arlequinadas de los héroes funambulescos!».
Manuel González Prada, Grau
«Si me muero hoy, San Pedro me recibirá allá arriba y me dirá: “Pedro Pablo, tú has actuado bien”. Mi conciencia está limpia y yo no dejaré que traidores (…) yo no digo quién».
PPK, 9 de marzo de 2018
«La traición es al Perú, no a mí».
Martín Vizcarra, 13 de noviembre de 2020
PRÓLOGO
De la traición como una tradición peruana
En el año del bicentenario, debemos multiplicar las lecturas sobre nuestra historia, lecturas que nos iluminen sobre aquello que somos y, de alguna manera —extraña, pero ineluctable—, aquello en lo que nos convertiremos.
Yo mismo reflexiono hoy sobre las muchas cosas que me han tocado vivir y representar —literalmente, acompañando en el papel de ministro de Cultura a tres presidentes en fotografías finales, como un extraño figurante de la historia reciente del Perú— y me pregunto cuánto de traición existe en las páginas imaginarias de ese país en cuya tierra nos confundiremos.
Iniciando esta práctica y aguijoneado por mi propia vida de servidor público, decidí leer, como nunca antes, muchísimos libros sobre nuestro pasado y llegué a una hipótesis: quizá la nuestra sea una historia que se explique por la traición. Así, podríamos entender mejor al Perú si leyéramos las biografías de los traidores que hemos tenido —que son legión— y que explican, en buena medida, algunos momentos estelares de la peruanidad. Quizá esa sea la sinfonía inconclusa de nuestras tragedias y de las posibilidades que se hubieran abierto si los peruanos hubiéramos sido más solidarios y menos ambiciosos. Puede que esa sea la historia misma de la humanidad, al fin y al cabo, pero pienso que, en este juego de palabras de peruanísima originalidad —homenaje a nuestro admirado escritor y bibliotecario, don Ricardo Palma—, la traición es aquí una tradición.
Existe una forma amable de pensar la historia a través de contrafácticos. La nuestra empieza con una pregunta primigenia: ¿qué habría pasado si los españoles hubieran llegado en otro momento de la historia de los incas y no cuando Atahualpa luchaba contra su hermano Huáscar por el poder del Imperio? Bebimos de esa tra(d)ición y de la que enfrentó también a pizarristas y almagristas poco después; con un Felipillo que, según la leyenda, más que traductor, fue un traidor allí donde se le requiriera; y un psicópata sanguinario como Lope de Aguirre, summum de aquellos tiempos de conquista.
Continuando el recorrido, llegamos al virreinato, en el que, poco a poco, los nacidos en estas tierras, peruleros y luego peruanos, deciden, luego de casi tres siglos, traicionar —¿aunque fue esa, acaso, una traición?— a la Corona y luchar por la independencia. En aquellos años, traidores pueden ser todos. Y los primeros presidentes, Riva Agüero y Torre Tagle, traidores a la antigua monarquía, lo son luego a Bolívar y la patria liberada; años en los que el promonárquico y oscuro sanmartiniano Monteagudo vuelve al Perú solo para ser asesinado por (honor y gloria al Superagente 86) temibles operarios del recontraespionaje local.
Conquistada la independencia en el siglo XIX, nuestra república es un continuo de guerras entre caudillos, poco más que una colección de traidores y traicionados. Así, de las rivalidades iniciales entre libertadores y las deserciones de Riva Agüero y Torre Tagle, pasamos a las peleas entre Gamarra y Santa Cruz, que no son más que preludios de otras mayores que enfrentan, desde tempranas épocas, a altoperuanos y chilenos, y que anteceden, por pocos lustros, a las que, a mediados del siglo, enfrentan a Rufino Echenique —traidor con el Tratado Pareja-Vivanco en favor de la Corona— con aquel patriota héroe en la guerra contra España, que luego será considerado el traidor supremo en momentos en que el Perú exigía héroes: Mariano Ignacio Prado, acusado de huir a Europa con el dinero de una colecta imaginaria, pero que, de haber asumido sus obligaciones, bien pudo haber cambiado el destino de la guerra contra los chilenos.
Durante la propia Guerra del Pacífico y en los años posteriores a la debacle, Piérola y Cáceres organizan un juego de traiciones que alcanza a personajes como Lizardo Montero o Francisco García Calderón, pero, sobre todo, a quien firma la paz: Miguel Iglesias. Aquel contrapunto es replicado por intelectuales del cambio de siglo, que incluso, en un ambiente aparentemente inocuo como el de la recuperada Biblioteca Nacional, ven cómo se enfrentan sus directores Ricardo Palma y Manuel González Prada, el mayor acusador de nuestras letras.
Traidores no nos faltaron, sino todo lo contrario, en un siglo XX de dictadores e hipos democráticos, en que los generales no tienen problema en derrocar a presidentes que les habían tendido la mano: Sánchez Cerro a Leguía, Odría a Bustamante, Velasco a Belaunde y Morales Bermúdez a Velasco. Entre aquellos, y en una centuria en la que surgen nuevos partidos y movimientos populares, pero también ideologías que exacerban el odio y la violencia, hay hombres que traicionan ideas e ideales de juventud y habitan nuestra política, como el fascista Luis A. Flores, Eudocio Ravines, el maquiavélico Alejandro Esparza Zañartu o el propio Víctor Raúl Haya de la Torre. En aquellos años, hasta el deporte conoce acusaciones de traición, desde el papelón del 6-0 en Argentina 78, pasando por una tarde nefasta de 1985 del arquero de la selección Eusebio Acasuzo, hasta una clásica traición a la camiseta blanquiazul por parte del defensa Juan Reynoso.
Entre todos los traidores a la patria, más allá de los espías condenados y fusilados —el último, Julio Vargas Garayar, en 1979—, tenemos al desquiciado Abimael Guzmán, el máximo traidor. Y frente a él, o más bien a su costado, vecino de celda, un acusado por espionaje que se salva por poco de una condena por traición a la patria —y, por ende, del pelotón de fusilamiento—: Vladimiro Montesinos, quien puede, aun después de aquel incidente, hacerse de casi todo el poder en el convulso país que fue el Perú de fines del siglo XX, repleto de traidores, terroristas, asesinos y corruptos.
En apenas un par de décadas, marcadas también por el signo de la corrupción —salvo honrosas excepciones— y apenas culminado un quinquenio revuelto en el que se sucedieron cuatro presidentes antes de llegar al bicentenario, nos queda la pregunta ¿quién será el gran traidor o traidora del Perú del siglo XXI?